Vemos cómo de modo sistemático la conspiración mediática miente. No se trata ya del desacuerdo normal entre tendencias políticas, doctrinarias, ideológicas, etc., sino de un proceso de generación de una realidad sin bordes, que todo lo cubre. No se trata de una controversia sino de un manejo de la información inspirado en tres modelos conocidos: […]
Uno solía leer periódicos que bien o malamente se proponían el ejercicio encomiable de hallar y traernos la verdad. Unos eran reaccionarios, otros eran revolucionarios y los más eran menos comprometidos, pero se proponían tener contacto con la realidad para reportarla. Hubo, claro, casos extremos, como la prensa nazi, stalinista y el amarillismo estadounidense tipo William Randolph Hearst, que nunca se propusieron conocer la realidad sino inventarla. Pero siempre prevaleció otra prensa más confiable, aún en la clandestinidad o en los bordes de aquellas sociedades. Hoy no, en este reino del pensamiento único los medios han ido uno a uno cayendo en manos de aparatos corporativos que los convierten en uniformes epistemológicos que llevan a término lo que fue un proyecto ficticio de realidad virtual, ilusoria: La invención de Morel que imaginó Adolfo Bioy Casares en un país de referencias venezolanas. Es muy natural que fuese en Venezuela, aunque haya sido pura coincidencia.
El fenómeno no ocurre solo en Venezuela, naturalmente, sino en todo el mundo [1]. No hay hoy casi ningún medio que no haya caído en ese rudo universo en que ya no presenciamos el esfuerzo epistemológico de un periodista, de un investigador, de un científico tratando de dilucidar qué fue lo que pasó el 11 de abril de 2002 en los alrededores del Palacio Presidencial, sino la generación de un video descaradamente trucado.
Por el otro lado ve uno la noticia tratada como propaganda en los medios oficiales. Solo un documental estricto y escalofriante como Llaguno: claves de una masacre, de Ángel Palacios, pudo con aquel «tejido de mentiras» que alguna vez denunció Ingmar Bergman en alguna de sus películas. Ese documental nos reconcilia con la idea de que aún es posible intentar buscar y demostrar la verdad. Tal vez Descartes escribió su Discours de la méthode solo para que este documental fuese posible.
Inmediatamente surge la pregunta: ante el reiterado desmentido de la realidad ¿importa a estos medios el ridículo que están haciendo? La evidencia sobresalta: no les importa. En todas partes del mundo han bajado su circulación, pero peor ha sido en Venezuela, reducidos a unos pocos miles de ejemplares que circulan entre ingenuos, profesionales o fanáticos.
Su pequeño tiraje parece estar destinado solo a poblar los programas de radio y televisión que leen sus titulares. Publican para ser socorridos por la radio y la televisión, que los mataron y les impusieron su modelo espasmódico y simplón de la realidad. Primero les robaron audiencia y finalmente les endosaron su prototipo.
El emblema de este fenómeno es monseñor Rosalio Cardenal Castillo Lara en su homilía ante la clausura de la Feria de la Divina Pastora, una de las festividades religiosas más concurridas de Venezuela. Al repetir la vulgata opositora, en lugar de una homilía religiosa, la feligresía comenzó a abuchear y a gritar «¡misa, misa!». Alguien advirtió al prelado que la feligresía se estaba retirando. A ello el Cardenal proclamó sin pudor alguno por los micrófonos , que él sabía estaban abiertos, es decir, sin importarle que hablaba al país entero: -¡Que se retiren, no importa!
En efecto, no importa, pues para ellos lo importante es el acceso al poder, como sea, sin atender detalles molestos como el decoro y regla de juego alguna. En su comparecencia ante la Asamblea Nacional Alberto Federico Ravell, el director de Globovisión, el buque insignia de este fenómeno en Venezuela, niega haber participado en el golpe de abril de 2002 y la humanidad entera lo vio allí a través de una señal originada en su propia emisora. Lo mismo dicen otros como el general retirado Guaicaipuro Lameda, quien ahora niega incluso haber estado en Miraflores a pesar del video, reiteradamente transmitido, de su presencia en ese lugar y hora.
El fallecido José Ignacio Cardenal Velasco dice que no firmó a pesar de las mil fotos y de la transmisión en vivo y en directo de su firma. Y si en verdad firmó un papel en blanco, como él afirma, entonces engañó a su feligresía haciéndole creer que firmaba el libro de actas. La cuestión está en la violencia simbólica. Mentir y hacer el ridículo se les ha vuelto precisamente una marca de status. Es decir, mientras más mienten y más hacen el ridículo, más se confirma su poder omnímodo: Mira cómo puedo mentir abiertamente sin que eso me dañe en modo alguno. Toda la filosofía, la sofística y la paradoja de Epiménides incluidas, se derrumba por completo ante esta acción.
Antecedentes ha habido: el alegato nazi según el cual solo una supuesta raza aria merecía vivir se desbarata en su alianza con los japoneses, cuya superioridad racial no parece figurar en la doctrina fascista. Pero en ese antecedente contamos con la tradición antisemita europea llevada hasta su máxima exacerbación y que concluyó con la llamada «Solución Final», es decir, el intento de exterminio de todos los judíos. Esto es peor, porque aquí no hay nada, apenas una amalgama entre militar y militarismo dictatorial y otras asociaciones igualmente brillantes.
A partir de ese prejuicio se monta toda una estructura de mentiras que el público embobado que aún los sigue repite con la convicción de que cada mentira lo acerca al fin de la «pesadilla», como reiteradamente la llaman. Pero hay cinismo en estos bobos, porque creen que se asocian con el poder que sostiene la facultad de hacer el ridículo sin consecuencias.
Se trata de una mentira entre cómplices, para engañar al enemigo. Además, ese enemigo está conformado por gente que padece la máxima descalificación: se trata de los «patenelsuelo», como los llama el cardenal Castillo, tan cristiano. Entre tanta mentira reluce una sinceridad: el racismo que hasta hace siete años las clases dominantes venezolanas habían escondido mediante el populismo rampante.
Para ellos no hay más público que el que se identifica con ellos. Hablan en un club exclusivo de gente que tiene el fuero infinito de decir lo que le dé la gana sobre lo que les dé la gana. Alberto Federico Ravell se quejaba de que lo acosaban el Seniat, Conatel y otros organismos estatales vigilantes de las leyes. Es decir, para Ravell los medios están exentos del cumplimiento de toda ley. Otro descaro, otro ridículo que confirma su poder, porque la insolencia la profiere ante una Asamblea Nacional embobada ante ese poder, precisamente, una Asamblea Nacional que se dejó delante de la nación entera y por el canal oficial.
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[1] http://zmag.org/content/print_article.cfm?itemID=9380§ionID=21
Roberto Hernández Montoya es escritor, Presidente de la Fundación Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos.