No es posible seguir hablando de los asesinos israelíes. Ninguna condena tiene sentido cuando se dirige a seres carentes de todo rasgo de humanidad. Tampoco puede decirse nada para abrir los ojos al mundo que vaya más allá de las imágenes de la última masacre. Sin embargo no hay que callar, pues esas bestias no […]
No es posible seguir hablando de los asesinos israelíes. Ninguna condena tiene sentido cuando se dirige a seres carentes de todo rasgo de humanidad. Tampoco puede decirse nada para abrir los ojos al mundo que vaya más allá de las imágenes de la última masacre. Sin embargo no hay que callar, pues esas bestias no actúan solas. No me refiero ahora a la complicidad de los gobiernos de Estados Unidos y Gran Bretaña sino a la multitud de periódicos y periodistas rastreros que durante las dos semanas que dura ya el aniquilamiento del Líbano han dado cobertura ideológica a Israel.
¿No comprendía un canalla del tres al cuarto como Carlos Mendo que, difundiendo la absurda mentira de que Hezbolá usaba los edificios de viviendas para lanzar cohetes contra Israel, estaba facilitando que se siguiera bombardeando a la población civil? ¿Sigue un desdichado como Lluis Basset sintiéndose próximo a Israel ya que en este país hay prensa libre?
Miserables como Rosa Montero, Andrés Ortega y Hermann Tertsch ¿qué sentirán al contemplar cómo decenas de cadáveres de niños son retirados de los escombros de un edificio en ruinas, última muestra del derecho a la defensa de Israel? La respuesta es simple y, por ello, más horrorosa: No sienten nada. Comprenden, eso sí, que mañana les será técnicamente más difícil recurrir a la demagogia para justificar la matanza hoy, y como les será más difícil, podrán obtener mayores honorarios, mejores premios.
El filósofo alemán Adorno se preguntaba a final de los años cuarenta cómo sería posible la poesía después de Auschwitz. Hoy debemos preguntarnos cómo es posible dedicarse incluso a los actos más cotidianos mientras dura esta terrible matanza.
Aunque quien no soporte la crudeza de los hechos y quiera seguir como si nada estuviera sucediendo no tiene más que leer El País donde será tranquilizado: lo que ocurre es sólo un exceso colateral del derecho de un Estado democrático a defenderse de los ataques de los fanáticos fundamentalistas. Quienes no buscamos consuelo nos hundiremos en una rabiosa vergüenza: ver lo que está sucediendo y no poder hacer nada por evitarlo.
En esta guerra ya no hay neutrales ni observadores bien intencionados; sólo víctimas y verdugos. Como no contamos entre las víctimas, algo de los verdugos se nos pega. Incluso aunque nuestra inacción sea obligada, ella misma nos hace un poco cómplices de Israel.