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Las favelas de Madrid y la extrañeza de los medios

Fuentes: Rebelión

  La voracidad creciente de los medios arrambla con todo. La gravedad de los desalojos de la Cañada Real derivados en una batalla campal entre las fuerzas antidisturbios y los moradores de las chabolas y vecinos alimenta las crónicas televisivas, ávidas de reality-shows. El silencio de décadas transformado en espectáculo de masas. ¡Resulta que tenemos […]

 

La voracidad creciente de los medios arrambla con todo. La gravedad de los desalojos de la Cañada Real derivados en una batalla campal entre las fuerzas antidisturbios y los moradores de las chabolas y vecinos alimenta las crónicas televisivas, ávidas de reality-shows. El silencio de décadas transformado en espectáculo de masas. ¡Resulta que tenemos una favela, un vertedero humano a las afueras de Madrid! Casualmente (o no) al lado de ese otro gran vertedero que es el de Valdemingómez. La extrañeza es tanto más de los informadores que de los informados. La racaille de las grandes banlieues parisinas,  asoma a nuestras puertas. «Eso tardará en pasar aquí, somos menos racistas…» Sabido es que los terceros y cuartos mundos habitan muy próximos al primero. Ya que hablábamos de favelas (lo tomo de la portada de Público: «Explota la favela de Madrid». De «intifada» habla La Razón) nada más propio que ciudades como Río de Janeiro para ilustrarlo. Pocas como ella encierran todos los mundos, primero, segundo, tercero… violentamente amalgamados. Si el viajero «romántico» de Europa en busca de lejanos países exóticos se ahorraba kilómetros recalando algo más al sur de su partida en nuestra indómita península, ahora somos los españoles mismos -pongamos que hablo de Madrid, pero también de Barcelona, Sevilla, etc.- quienes descubrimos nuestras propias favelas al sur de los límites municipales.

Algo así les ha sucedido en general a los medios desplazados a cubrir el evento. Que la empanada resultante encaje dentro del show mediático, además de por los tiempos que corren, no debería asombrarnos. Es lo corriente que noticias como ésta no generen seguidamente ninguna reflexión o cuando menos «debates al uso», que se opte en suma por repetir el mismo vídeo ad nauseam, con las dramáticas manifestaciones de los vecinos y vecinas, para terminar pasando a chismes rosas o a otro episodio de violencia machista si por desgracia toca.

Familiarizado últimamente con la cultura japonesa, tal vez por ello, no puedo pasar por alto nuestros bazares -palabra oriental, por cierto- televisivos. Sería impensable en el viejo imperio del sol naciente asistir a las imágenes de violencia entre policías, mujeres y niños como si tal cosa, o precisamente, como si asistiéramos a un bazar entreteniéndonos ahora con esto, ahora con lo otro. Ya que personalmente he citado este ejemplo (seguramente los habrá mejores) se me podrá mentar las muchas contradicciones que a su vez a la sociedad nipona embargan, pero por favor evitemos en lo posible los tópicos, incluso los más edulcorados (el dominical del remozado El País Global me acerca a Kyoto, «la ciudad de las ‘geishas'», y yo allí pedestremente -en bicicleta- sin rozar siquiera a una maiko -aprendiz de geisha-).

Tampoco puedo asegurar que algún medio haya sido más congruente con la noticia porque mi seguimiento no da para tanto. Dudo mucho que haya habido algún debate que así pueda llamarse, de no ser las muy socorridas tertulias, que salvo a los afortunados contertulios, de bien poco sirven. En la pasada década a través de un informe para SOS Racismo («Gitanos ilegales en el Estado español», recientemente rescatado: ¿Esto también es memoria histórica? ) denuncié los procedimientos, tan alejados del derecho como próximos al abuso de la fuerza, la arbitrariedad y la discriminación, de los que se valieron las administraciones (in)competentes. Que corran los tiempos de Tierno Galván, Álvarez del Manzano o Gallardón y Aguirre, los hechos tan tozudos se encargan de revelarnos su indiferencia. Al contrario, su perseverancia nos muestra bien a las claras que este tipo de experimentos no les escaldan, puesto que a falta de políticas inmigratorias que pongan coto a la explotación y de justicia social en lugar de ayudas para campos de golf, atizar la xenofobia se constata más rentable.

En la 2 de TVE «Crónicas» emitió un reportaje que haciendo honor al título del programa no ahondaba lo necesario en las causas y trastienda del suceso. Un reportaje con sus virtudes y sus defectos, como cuando la narradora al referirse a gitanas rumanas dejaba esta perla, digna de las que el periodista Pascual Serrano en un seguimiento más in extenso recoge a diario. Traslado de memoria: «Tienen hijos a los doce años porque su religión no les permite el uso de anticonceptivos»

La población de la Cañada Real, cifrada en torno a 40.000, es en su mayoría muy joven. Ahora bien, los romaníes en Europa cada vez tienen menos hijos y a edades no tan precoces. Con este matiz lo que sin embargo no admite ninguno es la causa ideológica a la que lo atribuye la presentadora. La religión de los gitanos europeos -los romá- es la misma que la del resto de ciudadanos asentados como ellos en los mismos territorios desde siglos, aunque de forma más sedentaria. Y su desafección del catolicismo no se distingue mucho de la que se está dando a escala general. Acaso la particularidad de que proliferen centros evangelistas tiene más que ver con que atender a la marginación social no está entre las prioridades de los jerarcas de la Iglesia católica. Confundía la presentadora religión con etnia. El rechazo a métodos anticonceptivos por obedecer los dictados del Papa no creo que afecte mucho más a unos católicos que a otros. Podría en cambio reseñarse que algunos medios contraceptivos (ver informe Barañí -2000- en que se entrevistaban a mujeres gitanas) si cuentan con menos simpatías, y en todo caso, que la falta de planificación familiar se debe no tanto por ser ajena a sus tradiciones culturales (¡cuál no!) como a una profunda exclusión social. La integración en la medida que se está dando eleva la edad de la maternidad y reduce la misma.

Para terminar, el nuevo diario Público dedicó portada y primeras páginas a los hechos el pasado 20 de octubre. Recogía finalmente como es obligación en un foro profesional, no sólo periodístico, la versión policial (audiatur et altera pars): «La policía culpa a la comunidad marroquí». Lo que no esperaba encontrar al lado es una columna firmada «en primera persona: «Drogas, chatarra y trapicheo», que aunque veraz terminaba con este párrafo: «Los agentes no lo tienen fácil para atrapar a los sospechosos: aunque sean casas ilegales son consideradas viviendas. Sin orden judicial, la policía no puede entrar. El delincuente lo sabe y en cuanto ve a la patrulla pisa el acelerador y se esconde en su casa».

Ciertamente, el delincuente parece saber sus derechos, pero es la periodista quien parece tener sus dudas con respecto a un derecho fundamental como es la inviolabilidad del domicilio, sea palacio, cortijo o chabola construidos con licencia o sin ella, o caravana -como también reconoce el Supremo- tenga o no su conductor permiso de conducir o deje de pagar el camping en que en el mejor de los casos se aloje. No dejaría de ser anecdótico, si no conociera su gravedad: aún recuerdo la campaña salvaje de El Mundo contra un juez de instrucción por negarse a autorizar entradas y registros en otros poblados de chabolas que la policía sistemáticamente solicitaba sin individualizar las viviendas ni acreditar debidamente su necesidad en cada caso.

En fin, esta es mi extrañeza. Lo que de verdad no me extrañaría nada es que los hechos tan tozudos, visto lo visto, sigan repitiéndose.