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Cronopiando

Las verdades absolutas

Fuentes: Rebelión

Ayer me acosté desolado, y es que no todos los días se te pierde una verdad absoluta. A veces, los sentidos se extravían o se toman el día de licencia y uno acaba olvidando hasta la canción inolvidable, pero nunca me había pasado que se me perdiera una verdad absoluta. Soy consciente, para qué engañarnos, […]

Ayer me acosté desolado, y es que no todos los días se te pierde una verdad absoluta.

A veces, los sentidos se extravían o se toman el día de licencia y uno acaba olvidando hasta la canción inolvidable, pero nunca me había pasado que se me perdiera una verdad absoluta. Soy consciente, para qué engañarnos, de que la única verdad absoluta que puede afirmarse es que no hay verdades absolutas pero, como no siempre ejerzo la coherencia, había logrado a lo largo de mi vida urdir media docena de verdades absolutas capaces de disimular su falso enunciado.

Con el uso de razón, no voy a aclarar cuando, sometí mis convicciones a un minucioso arqueo sin que ninguna avalara la firma. Al fin y al cabo eran heredadas. Tal vez porque, en su desnuda soledad, el solar hallado me resultara asfixiante, comencé a incorporar mis propias convicciones al mobiliario humano hasta llegar a compilar esas pocas verdades absolutas que, desde entonces, siempre han estado ahí, superando toda clase de crisis, desánimos y circunstancias, inseparables absolutos que han ido y venido conmigo todos estos años… hasta ayer en la noche en que perdí una verdad absoluta.

Acababa de oír uno de esos informativos aliñados con los comunes ingredientes que les son propios: una ministra de Cultura seducida por los toros que reprocha a la gente que opine de lo que no sabe ni entiende; otra ministra, de Economía en este caso, que manifiesta levantarse feliz todas las mañanas porque «cada día está lleno de oportunidades» y le parece de ensueño vivir una época «tan apasionante», en la que todavía encuentra tiempo la ministra para llamar al presidente del gobierno murciano y felicitarlo por haber reducido el salario de miles de trabajadores; un ministro de Industria que sonriente reclama más comprensión de la ciudadanía ante la fuerte subida de la luz que, total, asegura el ministro Sebastián, viene a ser el precio de un café, de ese café que a Zapatero le costaba 80 céntimos cuando la crisis era «una falacia, puro catastrofismo» y preferían llamarla recesión.

Y seguía el informativo desgranando su habitual racimo de infamias cuando, de improviso, sentí una insoportable quemazón en el duodeno, que es donde guardo las verdades absolutas, y comprendí que acababa de perder una de ellas.

No es fácil, después de tantos años, aceptar que lo que ayer constituía un santuario inobjetable y absoluto, hoy se transforme en una calamitosa ruina y, además, relativa, pero tenía medio siglo de existencia creyendo que la humanidad progresa, que las esperanzas de una vida más grata, incluso humana, nos esperan delante, en eso que llamamos futuro. Siempre había creído que, no obstante las amenazas que se ciernen sobre la humanidad, el género humano iba a poder enmendar el rumbo… y es triste acabar aceptando que, como apuntara Jorge Manrique en sus coplas por la muerte de su padre, «cualquier tiempo pasado fue mejor», que la humanidad no es hoy más feliz que ayer, ni más solidaria, ni más crítica, ni más tolerante. Probablemente, tampoco más humana.

Y quien lo dude, no tiene más que asomarse a la repugnante crónica diaria que nos sirven los grandes medios de comunicación en la que, de la mano, canallas ilustrados e ilustres miserables, revisan las agendas de la paz y la guerra del día que aún no es y ponen hora a la vida y a la muerte que será. Por eso ayer me acosté desolado.

Suerte que, mientras dormía, ese duende que siempre me rescata de todos los derrumbes me reveló al oído la verdad y así supe que no hemos venido progresando, que no es verdad que el calendario avance, que la modernidad no es un compendio de luces de neón y orgasmos digitales y que, por ello, el pasado siempre ha estado delante, como el mejor futuro posible y el único que nos aguarda. Y cada eslabón que resbalamos es un paso más que nos acerca al cielo, a ese cielo en el que a falta de dioses, conservo mis verdades absolutas, incluida esa que dice que todo tiempo futuro (o sea, pasado) será mejor.

 

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

rCR