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Libertad de expresión y negocio

Fuentes: Rebelión

Algunos periodistas españoles se quejan de que se ataca su derecho a la libre expresión pero no hay que olvidar la naturaleza de su trabajo y para quien trabajan. El negocio de los medios de comunicación está no tanto en proporcionar información y entretenimiento a sus clientelas como en vender lectores y audiencias a los […]

Algunos periodistas españoles se quejan de que se ataca su derecho a la libre expresión pero no hay que olvidar la naturaleza de su trabajo y para quien trabajan. El negocio de los medios de comunicación está no tanto en proporcionar información y entretenimiento a sus clientelas como en vender lectores y audiencias a los anunciantes. Eso explica la preponderancia actual del entretenimiento, el que las noticias, los comentarios, los programas tiendan a ser ligeros, amenos, incluso morbosos porque para alcanzar al mayor número de personas hay que descender al mínimo común denominador intelectual.

Los medios de comunicación son cada vez más parte del entramado económico, en un mercado cada vez más global y en el que el poder financiero impone sus reglas.

Este sistema global favorece a los poderes de dos maneras. La primera es la función narcotizante de la televisión. Decía Berlusconi que bastante harta llega la gente a su casa, harta del tráfico, del trabajo, de sus jefes, para que nosotros le compliquemos la vida desde la pequeña pantalla. Y años después, Emilio Azcárraga, el poderosos dueño de Televisa, afirmaba: «La mayoría de los  mexicanos llevan una vida muy jodida y la va a seguir llevando. Por eso, nosotros tenemos que endulzársela».

Y la segunda es la censura. La censura siempre ha existido. Todos los poderes han querido no solo controlar la realidad sino su interpretación. Todos los poderes requieren, en algún momento de su ejecutoria, que se haga silencio sobre ella, como manera de conseguir esa impunidad que necesitan con harta frecuencia. Los poderes tratan de que no se publiquen las noticias que les perjudican. Y si no hay más remedio tratan de darles la vuelta, en ese arte del «spin», del maquillaje de la información, que es hoy una asignatura de tantos curricula periodísticos. Tal y como funciona la manipulación mediática, más de la mitad de los licenciados consiguen trabajo en gabinetes de imagen, en relaciones públicas, en suma, en el arte de la manipulación. De sobra sabemos que los poderes más concluyentes no quieren que se sepa mucho sobre ellos y alquilan gentes no tanto para explicar cuanto para disfrazar. Para los más poderosos incluso la mejor información es ninguna y la mejor situación, la opacidad de sus asuntos.
 
Y en las redacciones, se ha roto la separación entre información y publicidad, corrompiéndose, siempre en beneficio de ésta, el decir la verdad sobre productos y servicios, públicos y privados.

Hoy hay tres clases de periodistas: los mandarines, «pundits» en inglés, que forman parte del poder, se reúnen, comen y se divierten con los poderosos. Son su apéndice mediático. Luego están los redactores de a pie, con contratos cada vez más precarios y, en medio, los capataces de la redacción, especialistas en lo que se puede o no se puede decir en cada caso, en que no se «pisen los callos» que al dueño no le interesan. Como muchas empresas son multimedia, el mensaje, las consignas se guisan en un solo lugar y se trasmiten a cada medio. Semejante manipulación dificulta el periodismo de investigación, sobre todo en la información económica. Bastantes escándalos empresariales han estallado de golpe, en perjuicio de tantos inversores y clientes, sin que antes se haya dicho nada sobre cómo se estaban fraguando.

Desde luego, a los poderes políticos  les encanta controlar a los medios, véanse  los efectos censores de la reciente «Patriot  Act» americana. Pero los periodistas deben temer sobre todo a sus empleadores porque como decía un empresario americano no hace mucho, después de comprar un periódico: «La libertad de expresión del periódico es mía y sólo mía». Y mi impresión es que si veis comiendo juntos, en un buen restaurante, claro, a un político, un banquero y un periodista, la factura la paga la libertad de expresión.