Durante décadas, mi predisposición como ciudadano fue de una irrestricta admiración hacia los medios de comunicación costarricenses. A éstos atribuí siempre -más allá de mis preferencias políticas y partidistas- una función esencialmente constructiva en el fortalecimiento democrático. Pensaba, apelando incluso a la más rancia historiografía nacional y quizá incluso a muchos de los mitos fundacionales […]
Durante décadas, mi predisposición como ciudadano fue de una irrestricta admiración hacia los medios de comunicación costarricenses. A éstos atribuí siempre -más allá de mis preferencias políticas y partidistas- una función esencialmente constructiva en el fortalecimiento democrático. Pensaba, apelando incluso a la más rancia historiografía nacional y quizá incluso a muchos de los mitos fundacionales difundidos por ésta, que esos medios, aún cuando tuviesen agenda propia y representasen intereses económicos y políticos específicos, eran indispensables para garantizar la sana conducción de la República y que, incluso más importante todavía, eran un bastión esencial sin el cual el régimen político podía ser pasto fácil de la demagogia gubernamental.
Claro, añoraba la posibilidad de escoger -como podían y todavía pueden hacer quienes viven en países con mayor tradición cultural y recursos- entre opciones comunicacionales que me permitieran leer, escuchar o mirar interpretaciones más cercanas a mis preferencias ideológicas y visiones de mundo. Pero aquello no pasaba de ser una aspiración que era rápidamente superaba no sólo por los límites que imponía la realidad local, sino porque los medios costarricenses -unos más otros menos- posibilitaban el debate medianamente equilibrado, incluso incorporando en algunos casos a la disidencia a sus páginas de opinión. Digamos que era un mal menor soportable que la llegada de la Internet volvió más llevadero todavía, cuando me permitió, sin demasiada dificultad, acceder cotidianamente al New York Times, el Christian Science Monitor, El País, Le Monde o cualquier otro periódico capaz de someter a un mínimo escrutinio, algunas de las «verdades» incontrovertibles del pensamiento único.
Este año llego a la cincuentena con una opinión bastante distinta de aquella. He sido no sólo curtido, sino profundamente afectado por el establecimiento de una realidad mediática en Costa Rica que, a diferencia de aquélla que alguna vez me ilusionó, atenta contra el sano debate democrático y pareciera más bien estar empeñada en inhibirlo.
Semejante afirmación podría parecer exagerada. Muchos dirán que me obnubilan mis prejuicios y que, pese a mi (generalmente buena) reputación como analista, proponer que la libertad de expresión se encuentra amenazada en Costa Rica constituye un atrevimiento cuyo castigo tendrá que alcanzarme más pronto que tarde. Algunos otros pensarán que mis experiencias como férreo opositor del Tratado de Libre Comercio con los EEUU me han hecho naufragar en el arrecife anti-sistémico, convirtiéndome en una víctima más del radicalismo que tiñe de demagogia a muchos de los regímenes neo-populistas de América Latina. En fin, todavía algunos otros me achacarán haber caído en manos de los paranoicos miembros del «Observatorio de la Libertad de Expresión», en su opinión un reducto indeseable de periodistas renegados y otros resentidos sociales cuyo único objetivo es el de mancillar la prístina reputación democrática de Costa Rica.
No haré generalizaciones respecto de los alcances de mi hipótesis respecto de la amenaza que para la democracia costarricense representa el advenimiento del fenómeno del control mediático por pequeños grupos de interés aliados con poderosos bloques políticos, porque afortunadamente la decencia no ha abandonado todavía ni a todos los medios de comunicación social, ni a la mayoría de quienes laboran en ellos. Sin embargo sí diré, para quienes todavía creen en brujas, hadas y demás seres mitológicos incluyendo los unicornios y los elfos, que cualquier mínimo análisis de contenido de las noticias que se publican en los cuatro o cinco espacios mediáticos más tradicionales del país revelará un clarísimo desbalance informativo que siempre y por razones que no son accidentales, favorece a los detentadores del sistema de dominación y perjudica a quienes les adversan.
Pero hasta ahí los lectores me podrían decir, con razón, que tal era la situación que existía en ilo tempore, cuando el que creía en brujas era yo. Lo que pasa es que ahora la cosa es peor que entonces porque a la defensa del statu quo de los medios tradicionales (que nunca ha cambiado), se suma una para nada disimulada intención de acallar a los opositores cerrándoles espacios para la emisión de sus opiniones. En efecto, usando todo tipo de artilugios, unos más sutiles que otros, los dueños de los medios, los dueños de la pauta comercial en los medios, los jefes políticos y toda la fauna que les rinde pleitesía, se han dedicado durante los últimos dos años a una verdadera campaña de descalificación, difamación e intimidación de quienes no endosan el proyecto «oficialista». Ello ha conllevado el cierre de algunos programas radiofónicos, la suspensión de espacios televisivos, la invitación para que analistas independientes dejen de contribuir en las páginas de opinión de los diarios, o el permanente acoso de los hierofantes más consagrados de dichos medios, quienes un día sí y otro también, se regodean hablando de los «intelectualoides», pseudo académicos y otras criaturas producto de la sociología, a quienes acusan de ser responsables de imaginarias traiciones de lesa majestad que no merecen sino el más ejemplarizante castigo de los pueblos.
No me atrevería a afirmar, por un prurito de mínima responsabilidad cartesiana, que la libertad de prensa esté amenazada en Costa Rica. No lo está y aunque con altibajos, generalmente goza de buena salud. Habrá alguna necesidad de afinar, aquí y allá, las regulaciones que garantizan y tutelan dicho régimen. No obstante ello, para todos los efectos, incluso los críticos como yo hemos de admitir que -definida en su acepción más clásica- la libertad de prensa constituye un elemento tan perdurable en el imaginario de la Nación costarricense como la desmilitarización. Eso pareciera no estar en discusión.
Lo que sí sostengo es que desde algunos años a esta parte, a medida que el sistema político deja de estar detentado por las que en algún momento Jorge Rovira Más llamara las «élites mesocráticas», y pasa a someterse a los designios del complejo financiero-exportador-gran comercial-transnacional, la libertad de expresión ha sufrido un grave y progresivo desmedro que lejos de aminorarse, se agrava cada vez más rápidamente.
La colusión de medios de comunicación en manos de pocas corporaciones o incluso personas -algunas locales, otras extranjeras-; la adopción de prácticas periodísticas que lesionan el derecho a la privacidad y el derecho de la ciudadanía a disponer de información veraz; la manipulación de las encuestas de opinión y sus resultados; la manifiesta intención de algunos medios de convertirse en verdaderos actores políticos sin tener la legitimidad para serlo y la cada vez más frecuente tendencia de dichos medios de constituirse en parte explícita y visible de las coaliciones políticas oficialistas, todos son indicios de esa tendencia. Más aún, conforman un cuadro particularmente ominoso de la falta de límites éticos de algunas empresas y comunicadores que, haciendo caso omiso a la responsabilidad moral que tienen como constructores de opinión pública, se han convertido en poco menos que propagandistas a sueldo del régimen de cuyas mieles disfrutan sin pudor ninguno.
¿Por qué se vuelve imprescindible convocar a un debate sobre este particular? En primer lugar, porque lo que está en juego, al final de cuentas, es la democracia costarricense y su institucionalidad. En efecto, aunque parezca un poco cursi afirmarlo, la suerte de esa democracia y de esa institucionalidad en buena parte depende de la legitimidad del sistema de dominación o, si se quiere usar un concepto menos clasista, del sistema político a secas. En un país en donde la clase política tradicional se ha dedicado desde hace ya bastantes años a desdibujar la frontera entre el interés público y el interés privado; en una República en donde la división entre los poderes es cada vez más difusa; en una nación en donde los grados de desigualdad son cada vez más amplios y la concentración de la riqueza cada vez más obvia, la legitimidad no puede basarse en la mentira, en la desinformación o el chantaje mediático.
Pero en segundo lugar, hay que hablar sobre las amenazas a la libertad de expresión en Costa Rica porque quienes las generan constituyen también una amenaza para los propios medios de comunicación, los cuales corren el riesgo de derivar irrelevantes en un contexto en donde el escepticismo ciudadano es cada vez más marcado. En pocas palabras, si se amenaza la libertad de expresión la primera víctima de ello, y no en el largo plazo, será la libertad de prensa. Contra todo pronóstico, la «serpiente se estará comiendo su propia cola» y en poco tiempo no habrá espacio ninguno disponible para ejercer, sanamente y sin restricciones artificiales, la libertad de pensamiento.
Me horroriza pensar cómo sería la Costa Rica resultante de un triple expolio: el que puedan producir las corporaciones transnacionales al calor del TLC; el que ejerzan los poderes fácticos por medio de un control absoluto y crecientemente autocrático de las instituciones del Estado; y el que se produzca fruto de los excesos que no puedan ser neutralizados por una opinión pública emasculada de su voz. Los dos primeros factores, nefastos como son, al menos forman parte de las variables que constituyen el corazón de «la política» y pueden ser atendidos, por lo tanto, políticamente. Pero el tercero es perverso porque se entroniza desde los oscuros espacios del silencio, revestido de cánticos de amor por la libertad de expresión que, no obstante, sólo puede ser ejercida por unos pocos en detrimento del bien común.
Quisiera creer, de verdad, que en última instancia esos temores son infundados y que existen condiciones objetivas que, desde el interior del propio sistema, serán capaces de neutralizar a las fuerzas que amenazan a la libertad de expresión en Costa Rica. Lamentablemente esas condiciones o no existen, o bien existen pero no pueden manifestarse porque son inmediatamente reprimidas en medio de una violenta arremetida propagandística. De allí que me sienta cada vez más proclive a aceptar, como lo han propuesto ya algunos compatriotas bien informados, que empieza a configurarse en el país una «dictadura mediática» de la cual, con las excepciones del caso que son notables y valientes, participan cada vez un número mayor de empresas de comunicación social.
¡Pobre Costa Rica si así fuera! No sólo porque habría perdido la posibilidad de avanzar en su proyecto democrático -bastante venido a menos por cierto-, sino porque también se habría convertido en un modelo fallido de convivencia. Quizá, de ocurrir, esta situación no produzca turbulencia ni violencia social, pero con turbulencia o sin ella, con violencia social o sin ella, lo cierto es que el país habrá perdido una parte importante de su calidad republicana. Y aunque para algunos eso de la «calidad republicana» resulte irrelevante, no lo es para mí, orgulloso heredero y fruto de un modelo de Nación en el que dejamos de regatear el precio de la libertad después de que se peleó la guerra civil en 1948.
Así las cosas, habrá que empeñarse en impedir que esos poderes que se ocultan detrás de algunos de los proyectos mediáticos del país, logren capturar la totalidad de los espacios públicos y políticos que están todavía disponibles aunque cada vez son menos. Eso pasa no sólo por aumentar la capacidad de denuncia en los medios alternativos de comunicación, sino también por la articulación de las fuerzas sociales que se resisten a la hegemonía de quienes hoy mandan y gobiernan en Costa Rica.
Y conste, no creo en las conspiraciones anónimas. En lo que sí creo es en las realidades del poder mediático y en quienes lo ejercen a favor de unos pocos y en la necesidad de limitarlo -por vías democráticas en lo posible- como parte de un ejercicio profundamente cívico de rescate del derecho de los seres humanos a expresarse en libertad.
——————-
Luis Guillermo Solís Rivera, Catedrático de Historia y Ciencias Políticas, Universidad de Costa Rica
http://alainet.org/active/24764&lang=es