La tecnología permite refinar el arte de la simulación y esa tentación es una amenaza para el género periodístico. El antídoto sigue siendo el mismo: subordinar las imágenes a los hechos y las palabras a los documentos, a los testimonios tal como fueron enunciados. El fotoperiodismo contemporáneo puede y suele caer en las tentaciones «pecaminosas» […]
La tecnología permite refinar el arte de la simulación y esa tentación es una amenaza para el género periodístico. El antídoto sigue siendo el mismo: subordinar las imágenes a los hechos y las palabras a los documentos, a los testimonios tal como fueron enunciados.
El fotoperiodismo contemporáneo puede y suele caer en las tentaciones «pecaminosas» que proponen los caminos cinematográficos. Y el periodismo escrito, online o impreso, puede sucumbir también a la pura y apremiante seducción de la literatura. Jayson Blair, el «writer fraudulento» del New York Times, escribe muy bien. Pero no hace periodismo. Sus cualidades narrativas, literarias, son indiscutibles, lo extraño es que, como un bandido enmascarado, hubiera asumido una identidad periodística, que no tiene. También existen periodistas que pretenden usurpar identidades literarias que les son ajenas, pero ese es otro tema.
La historia del cine es la prueba más contundente de que las imágenes pueden cobrar vida propia y cautivar almas y corazones con toda honestidad y vitalidad, aunque esas imágenes no tengan referentes empíricos. La saga de «Casablanca» no aconteció jamás y no por eso es falsa. Simplemente la narración visual y sonora no documenta hechos. Es una historia que por irreal no es falsa. Al contrario, expresa verdades profundas como las que brotan de los avatares de los amores desencontrados, la melancolía, la belleza de la música, el desgarramiento de la guerra, el heroísmo, los dilemas de la libertad…
El cine que no es documental, cuando es bueno, pone en juego lo imaginario como campo magnético de proyección de situaciones humanas no literales, pero sí verdaderas en un sentido profundo, digamos meta-físico. El hecho de que no hayan acontecido físicamente no las invalida, instituye un relato autónomo pero con sentido. Las apariencias, de pronto, no engañan. El género periodístico, es por el contrario, antes físico que metafísico. Exige respeto por los avatares empíricos y concretos. Lo imaginario puede atraer y enamorar, pero no es un buen camino para informar. El montaje de imágenes emancipadas de la realidad por vía digital, perpetra una estafa cuando esas imágenes se pretenden informativas.
Pueden ser espectaculares pero liquidan la lógica del así llamado «Complejo informacional». La racionalidad de la información es efectivamente problemática pero clara a la vez. Se trata, a diferencia del cine y de la literatura, de subordinar las imágenes a los hechos, las palabras a los documentos, a los testimonios tal como fueron enunciados. A partir de la crónica, escrita, oral o visual de los hechos, los puntos de vista posibles sobre lo acontecido, son innumerables, y nada objetivos por cierto. Pero los hechos mismos no pueden soslayarse si se hace periodismo. Y los hechos mismos se fundan y arraigan en una lógica binaria: Ocurrieron o no ocurrieron. Y lo que no ocurre no es un elemento periodístico.
La tecnología permite refinar el «arte» de la simulación a un grado supremo. El producto simulado, el video artificial de una decapitación, o las fotos truculentas publicadas por el Daily Mirror de Londres… no parecen falsas a primera vista. Pero revelan su inmaterialidad a los profesionales. Hoy, ejercer el periodismo es también practicar la filigrana observacional de desocultar simulaciones. No es fácil, porque la ficción tiende mil trampas, se disfraza de realidad, persuade, hipnotiza, convence y a veces vence, es mágica, y viene de lejos.
La magia en general, y la magia comunicacional en particular están íntimamente ligadas y son tan antiguas como la humanidad. Los antropólogos, como el rumano Mircea Eliade, destacan el rol esencial que ejercían los magos en las tribus más recónditas y distantes en el tiempo: persuadían a sus audiencias. Aparentaban estar comunicados con los Dioses. Eran para quienes les creían, intercesores con el otro mundo, aparecían como poseedores de la verdad, voceros de las deidades. Por cierto, para hipnotizar a sus espectadores los magos, que siempre tenían alto prestigio en el pináculo de la aristocracia tribal, apelaban a trucos espectaculares, en general en base a fuegos y juegos lumínicos provenientes de las hogueras que armaban con rigor, y que le daban a sus palabras un tono sacrosanto e indiscutible.
Por otros medios, la magia comunicacional persiste, brotando hoy de calderos digitales, donde se montan fotos falsas o se elucubran relatos fantásticos pero inventados que muchos consumen de un solo trago. Así ocurría con los lejanos nigromantes cuando preparaban sus pasmosos brebajes. Pócimas a las que les atribuían poderes especiales, y que, simplemente, eran adulteraciones brujeriles para controlar y mantener a la tribu en estado de credulidad perpetua. Hoy abundan los cronistas globales, que son magos solamente, y que venden sus trucos amparados en el candor de sus audiencias.