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“Tribus interactivas”

Los indígenas perdidos y hallados en la televisión

Fuentes: Fundación Kuramai (España)

El domingo 31 de enero, el Canal Cuatro de la televisión española comenzó a emitir la segunda serie del programa titulado Perdidos en la tribu. En la primera serie, tres familias españolas de clase baja dijeron (sic) haber convivido durante 21 días con sendos pueblos indígenas: los Himba, los Mentawai y los San -mal llamados […]

El domingo 31 de enero, el Canal Cuatro de la televisión española comenzó a emitir la segunda serie del programa titulado Perdidos en la tribu. En la primera serie, tres familias españolas de clase baja dijeron (sic) haber convivido durante 21 días con sendos pueblos indígenas: los Himba, los Mentawai y los San -mal llamados «bosquimanos»-. En esta segunda serie, otras tres familias, esta vez de clase un poco menos baja, dicen que convivirán durante 30 días con los pueblos Kamoro (Papúa Occidental, antes Irian Jaya o Papúa bajo ocupación indonesia), Hamar (Etiopía meridional) y «Nakulamené» (Tanna, Vanuatu).

La primera serie (casi 20 horas repartidas en diez capítulos que se emitieron entre mayo y julio de 2009) concluía dejando la inesperada sensación de que los directivos habían diseñado el programa para que los ridiculizados no fueran los indígenas sino, ¡oh, sorpresa!, las familias españolas. De ‘las tribus’ se ofrecía la imagen de unos pueblos prístinos sin contacto con el mundo circundante. Obviamente, esa imagen era tan falsa como verdadera parecía ser la ofrecida por unas familias españolas que rondaban la imbecilidad -¿por necesidades del guión?-.

Pese a esta ingeniosa vuelta de tuerca intercultural, la serie levantó en su día protestas muy justas y muy variadas, tanto coyunturales como generales, tanto pragmáticas como teóricas. Por ejemplo, la ong CEAR-Habitáfrica aclaró que los «desconocidos bosquimanos» les eran perfectamente conocidos puesto que llevaba años trabajando con ellos y Survival International denunció el «lenguaje racista» de la serie mientras que el profesor Bartolomé Clavero demostraba en un corto pero comprensivo, documentado e implacable ensayo que la serie era una muestra de «racismo gratuito más allá del negocio del espectáculo» (ver http://clavero.derechosindigenas.org/?p=2821 )

La mayoría de las críticas descartaron investigar temas irrelevantes como, por ejemplo, cuán exacto era el plazo de esos 21 días de ‘convivencia con las tribus’ o cuál era el verdadero estatus económico de las familias seleccionadas. Asimismo, el buen juicio aconsejó no prestar atención a temas evidentes como el hecho de que las «tribus ignotas» contaban todas ellas con una voluminosa bibliografía -tanto en las bibliotecas como en Internet- o que, desde hace años, las «aldeas tribales» escogidas estaban integradas en los circuitos del turismo internacional. No menos superfluo resultaba incidir en lo más obvio: que todas las secuencias habían sido grabadas por un enorme equipo profesional lo que, desde el punto de vista técnico, supone una laboriosa preparación de horas y horas por cada minuto de emisión. Nada podía ser improvisado puesto que nunca hay margen para la espontaneidad cuando el taxímetro del gasto en la producción corre a toda velocidad. Por ello, resultan grotescas las pretensiones del Canal Cuatro 1 de haber conseguido enfrentar dos comportamientos muy distintos: el absolutamente previsible de una familia europea y el ‘relativamente imprevisible’ de unos indígenas puros.

Los mismos requisitos técnicos que anulaban la sorpresa nos daban la medida de la habilidad actoral -performativa se dice ahora- de los grupos en escena. Para quien suscribe, la representación era muy aceptable en las familias españolas y simplemente excelsa en el caso indígena. Esta desigualdad en la actuación tiene presente un factor de corrección: que las primeras carecían de la experiencia dramática de los segundos, indígenas obligados desde hace décadas a ‘hacer el indio’ delante de las cámaras. Dicho sea todo ello para recordar el único aspecto interesante de toda la serie.

Pero había -y hay- otro aspecto de la serie mucho más interesante: ¿qué perjuicios y qué beneficios reportaba a los indígenas su participación en aquél guiñol? Incluso dejando aparte el problema fundamental de la voluntariedad o involuntariedad de sus actuaciones, no era una pregunta fácil. Simplificando la respuesta, nos atreveríamos a señalar que ambos, daños y bienes, fueron efímeros y escasos pues se trataba de aldeas turísticas de antemano. La invasión de la televisora española (en realidad holandesa-hispano-argentina) era una más dentro de unas relaciones laborales desiguales, humillantes y mal pagadas que tanto españoles como indígenas conocían de sobra -y a las que, ambos colectivos, no podían ni siquiera aludir-.

Ahora bien, en las líneas anteriores nos hemos referido a la microscópica incidencia concreta sobre unas aldeas concretas. Otro gallo cantaría si ubicamos este episodio en el marco general que le corresponde: el de las relaciones neocoloniales. Desde este punto de vista, el balance no puede ser más negativo, sea para los indígenas sea para los españoles. Bien a su pesar, los primeros contribuyeron con su mera presencia a reforzar el más racista de los -ya de por sí racistas- imaginarios colectivos eurocéntricos: aquel que se desarrolla en la creencia de que al colonialismo occidental todavía le quedan ‘tribus’ por democratizar y alfabetizar -antes, cristianizar y reducir- cuando todos deberíamos saber que, por desgracia, las «tribus sin contactar» se reducen a unas pocas docenas.

Esos pocos miles de personas de las que Occidente sabe poco más que una vaga ubicación geográfica representan, sin embargo, un importantísimo capital simbólico. La maquinaria del espectáculo -intrínseca al capitalismo actual- funciona en buena medida gracias a ellas como lo prueban engendros al estilo Perdidos en la tribu, tan abundantes en la actualidad como para conformar un nuevo género televisivo: el de «las tribus interactivas».

Por todo ello, podemos preguntarnos, ¿es que el eurocentrismo nunca va a descansar en su invasión del planeta? Pues parece ser que no, al menos mientras cuente con familias cristianas felices de ser baboseadas y ridiculizadas a cambio de un plato de euros. Occidente, sin crisis y más aún con ella, dispone a sus anchas de una gigantesca fuerza laboral de sumisión –islam, en árabe- bastante bien articulada que se añade a una hegemonía cultural a la que sólo resisten, precisamente, los pueblos indígenas. De ahí que, para cerrar el círculo de la globalización perfecta, Occidente utilice contra los últimos bastiones de la diversidad cultural una variopinta panoplia de sus armas, en este caso la mezcla perversa del empresariado transnacional y del proletariado cualificado -los técnicos del espectáculo- y sin cualificar -las familias de clase baja-.

En resumidas cuentas, por involucrar a clanes indígenas archiconocidos2 , era fácil calificar de engañosa y racista a la primera serie a la vez que podíamos certificar que sus relaciones laborales con la empresa televisora fueron demasiado asimétricas. En lo que respecta a la segunda serie, se mantienen estas características pero con una salvedad: una de las tres ‘tribus’, los Tanna, no se disfrazan de ‘salvajes’ sino que, en efecto, se visten cotidianamente casi -repetimos, casi- como aparecen en pantalla. El pormenor es poco significativo, pero vista la impudicia con la que los realizadores cambian los harapos que realmente visten los figurantes por atuendos tradicionales, este detalle deja de ser totalmente trivial y, por ende, merecedor de un breve comentario que realizaremos más adelante.

Las mitades del nuevo género televisivo

Cuando todos los pueblos indígenas habían sido filmados, grabados y sonorizados -o así lo creíamos- 3, cuando no nos quedaba ningún indígena por retratar y describir -o eso esperábamos-, cuando todos los indígenas del mundo estaban almacenados en las videotecas -cadáveres exquisitos, sin culpa y sin olor-, en la muy boyante industria del espectáculo surgió la imperiosa necesidad de seguir utilizando audiovisualmente el tema nativo. Y es que, en efecto, se había acabado una era etnográfico-cinematográfica que tenía en su haber joyas como Las Hurdes de Buñuel o Tabu de Murnau y Flaherty pero eso sucedía al mismo tiempo que el mundo moderno, ahíto de orientalismos, desarrollaba una enfermiza glotonería de exotismos indigenoides.

Comenzaba así la era de los modernos documentales «interactivos» 4 . En este nuevo género, ya no se estilan las fugaces o continuas apariciones de un narrador-director con aires omniscientes, sino que ahora la relación entre el equipo de rodaje y los indígenas es el eje de la narrativa. A primera vista, deberíamos saludar a esta moda con alborozo pues la verdad es que resultaba demasiado cansina la manía de ignorar a los indígenas reales así fueran como mano de obra, así fuera en aquellos rodajes en los que su (esclavista) utilización hubiera representado un ahorro económico y un aporte de realismo5 .

La productividad, rentabilidad e incluso popularidad de este nuevo género son apabullantes. Además, es tan prolífico que, a efectos de análisis, debemos subdividirlo en dos categorías básicas:

a) Hacer el indio (going native) o productos grabados en territorios indígenas. Los equipos occidentales interactúan simétricamente con los indígenas; es decir, intentan aprender su forma de vida, un dislate coloquialmente expresado como «ser adoptados por la tribu» -en su caso extremo incluso pretenden «casarse con una princesa india»-. Las dos series objeto de estas notas se incluyen en esta categoría.

b) Descubrimientos del Viejo Mundo6 , productos que pretenden narrar las visitas de los indígenas a Occidente. Aunque es posible que se invierta el panorama, ¿huelga añadir que este conjunto cuenta con bastantes menos ejemplos que el anterior?

Las diferencias entre una y otra categoría suelen ser evidentes con gran ventaja moral y de calidad documental a favor de la segunda. Las enseñanzas etnográficas que podemos extraer de la primera suelen limitarse a comprobaciones sobre el avance de la frontera turística -por lo demás disponibles en otras fuentes-, unos datos descorazonadores cuando no superfluos. Por el contrario, la palabra del indígena en su visita a Occidente siempre tiene un valor en sí misma, amén de que su comportamiento suele ser digno -si se lo permite la empresa productora-.

Además, cuando el occidental decide ‘hacerse nativo’, la misma pretensión resulta ridícula en extremo. Lo que ya no es ridículo sino intolerable es que esta pretensión suele estar acompañada por la inicua explotación de sus anfitriones. A esta regla no escapan ni los ejemplos extremos puesto que, si la aproximación a los indígenas se realiza desde la desigualdad política y la óptica eurocentrista, poco importa que el occidental de turno haya vivido largamente entre los indígenas. Tal suele ser el caso de nostálgicos hijos de misioneros o de extravagantes que se casan (temporalmente) con alguna «princesa india»: por añadir a la prepotencia el sarcasmo sobre las coyundas interétnicas, el resultado es doblemente sombrío7 .

Más aún, podríamos decir que triplemente cuando, como empieza a estar de moda, son mujeres occidentales las que se ayuntan con «guerreros indígenas» -el sinónimo de «príncipes indios»- 8 . El fenómeno no pasó desapercibido para los magnates de la tele, incluida la más supuestamente honorable: así, en 2006, la BBC Two envió a seis inglesas a ‘convivir’ durante un mes con «some of the world’s most remote communities». Según sus promotores, la serie Tribal wives (= Esposas tribales) pretendía ofrecer «una investigación profunda sobre la vida real de las mujeres tribales» -¡ahí es nada!- pero, al utilizar a mujeres occidentales sacadas del arroyo, lo que inculcaba en el televidente era la viejísima y retorcidamente paternalista idea de que los indígenas lo saben todo y, además, pueden curar los males de nuestra sociedad -ojalá-. Ya lo avisaban los títulos de algunos capítulos: «Cómo la tribu Waorani consiguió relajarme», «La vida de los Mudhut fue suficiente para que Lana dejara el alcohol» -¿tan crispada estaba la una y tan alcoholizada estaba la otra como para curarse en un mes?-. Todo ello olvidándonos del mayor atractivo: el morbo sexual implícito en el atisbo de unas inglesas a pecho descubierto -esta vez no por «exigencias del guión» sino por requisitos de la interculturalidad-.

[Estudiaremos en el siguiente acápite -el específico de las series españolas- algunas otras notas características de las mercancías Hacer el indio]

La observación del Descubrimiento del viejo mundo o segunda categoría es bastante menos deprimente aunque sólo sea porque en la categoría Hacer el indio sólo encontramos ejemplos a cual más monstruoso mientras que, al contrario, de los productos resultantes de la visitas de los indígenas siempre podemos extraer algún párrafo ilustrativo.

Describir Occidente según la mirada del extranjero es todo un género literario con larga tradición9 . En el marco del furibundo eurocentrismo que caracteriza a Occidente, cuando no se queda en el mero lujo, representa una concesión. En cuanto a su efectividad pedagógica, obviamente no es mucha. Por lo demás, su traducción al lenguaje de las series televisivas es reciente pero ya cuenta con ejemplos muy dignos entre los que podríamos destacar la adelantada aportación hispano-lacandona de Bilbao (ver nota 6), el caso de los Tanneses que veremos en el último acápite o la micro-serie que documenta la gira por Francia de una pareja de Papúas 10 .

En esta categoría, todo depende del grado de autonomía que se les permita a los indígenas visitantes. Lo que, en principio, es una invitación y, por ende, debe respetar las estrictas leyes de la hospitalidad, en manos de desaprensivos puede convertirse en cautiverio. Hasta hace pocas décadas, todos los indígenas que ‘visitaban’ Occidente lo hacían encadenados como esclavos o, con el paso del tiempo, en la más caritativa pero siempre indignante condición de monos de feria. Mejor o peor cuidados pero animales al fin. Es interminable la lista de los indígenas vivos expuestos en ferias, circos e incluso modernas exposiciones universales; ello por no hablar de los esqueletos que aparecen como por arte de magia (blanca) en los museos o de la última versión de este saqueo -el robo del patrimonio genético de los indígenas-. Otro tanto puede suceder en las series televisivas y ya hay ejemplos españoles de ello 11 .

En definitiva, el valor de estas series está en razón directa al tiempo que dejen para la palabra indígena. Por ende, el modelo óptimo prescindiría de todo comentario occidental y, por supuesto, de tendenciosidad alguna en la selección de los lugares a visitar y de las personas con las que dialogar. Por fortuna, ya hay ejemplos de supresión de la voz en off pero escoger qué deben conocer los invitados es tema que requiere un análisis muy cuidadoso.

Llenos deben estar los archivos audiovisuales del Estado Vaticano con documentos de las visitas de indígenas a Occidente pero, ¿nos sirven de mucho cuando éstas se reducen a la Piazza de San Pedro o al obispado de turno? Dicho con otras palabras: la selección de lo que debe ver un indígena puede ser más o menos acertada pero, al menos, debe aspirar a descubrir la variedad intraespecífica del bosque occidental. No estoy nada seguro de que la antropología académica, demasiado encerrada en su torre de marfil, esté a la altura de este reto aunque, huelga añadirlo, nada me sería más placentero que estar equivocado.

Una primera aproximación a este problema consistiría en priorizar aquellos segmentos de la sociedad occidental que protagonizan la invasión directa de los territorios indígenas. Ahora bien, ¿quiénes serían éstos malvados: los militares, los misioneros, los geólogos, los empresarios, los comerciantes, los genetistas, los antropólogos mismos? Evidentemente, cada director de serie tendría su propia respuesta. Una segunda aproximación podría ser repetir en Occidente el clásico esquema del documental holístico etnográfico (a saber, paisaje-aldeanismo-trabajo-familias-cena-fiesta) pero es obvio que así no resolvemos el problema sino que solamente lo atomizamos: ¿cuántos paisajes, urbanos o rurales, tenemos que mostrar? ¿cuántas clases de trabajo? Y así sucesivamente. El plan de rodaje no debe ni puede ser tarea menor pero, reconociendo su dificultad, ya estamos avanzando en su solución.

Familias españolas optan por hacer el indio

Regresemos al origen con el simple recordatorio de que buena parte de los comentarios que siguen son aplicables a la primera categoría (going native). Ante las críticas recibidas durante la emisión de la primera serie de Perdidos en la tribu, el Canal Cuatro y Cuatro Cabezas -la productora in situ-, arguyeron que su producto «no pone el foco en los pueblos anfitriones del programa, sino en el choque cultural» (comunicado del 12.V.2009) Sin entrar en honduras, podríamos responderles: ¿realmente creen que, si tal fuera el objetivo de la serie, habría más de una docena de espectadores dispuestos a tragársela? ¿A cuántos más les interesaría el choque cultural experimentado por tres familias absolutamente anodinas?

No dejemos que el exotismo pseudo-sociológico nos aleje de las verdaderas tendencias actuales del mercado televisivo, esas que, según entiendo, se sustentan sobre la inversión del modelo previo. Antes, la televisión buscaba deslumbrar al espectador presentándole unas gentes sobrehumanas y unos sitios lujosos. El televidente tenía que inclinarse ante la ostentosa superioridad de unos brillantísimos personajes que se paseaban con toda naturalidad por los lugares más política o económicamente prohibitivos. Por el contrario, la televisión más moderna ofrece unos figurones de inconcebible bajeza y unos salones al alcance de cualquiera -incluso de familias pobretonas-. Ayer, el propósito era humillar al televidente; hoy, acariciarle el ego. Que piense: «yo soy infinitamente mejor que esos facinerosos/as y, además, puedo ir a los mismos sitios». A mi juicio, tal es la clave de series como Perdidos en… y no un afán antropológico propio de especialistas -el 90% de los adictos a la droga tonta, ¿sabe siquiera lo que significa la expresión «choque cultural»?-.

Es de subrayar que estas series se mueven en el azucarado ámbito de la corrección política. Por ello, están obligadas a olvidarse de los tópicos racistas predominantes hasta hace minutos pero siempre anclándose en lo fundamental: la superioridad del hombre blanco. Les está permitido abandonar toda alusión a la (supuesta) hegemonía tecnológica aunque, en la práctica, lo compensen ninguneando el profundo conocimiento del medio ambiente que respiran los anfitriones y en este detalle podemos reconocer que es una serie de puro entretenimiento; i.e., que no pretende documentar el único saber indígena que realmente interesa a Occidente -el del manejo de sus territorios-.

De las variadas opciones ideológicas que la productora puede disponer a la hora de mantener su producto dentro del eurocentrismo, estas series han escogido tres: una fundamental -el feminismo– y dos accesorias -las maneras de mesa y las maneras de excretas-.

Las familias españolas son superiores moralmente a las familias indígenas porque éstas son machistas; de hecho el lema dominante en la campaña publicitaria de esta serie reza Las mujeres de la tribu están peor consideradas que cerdos. Según el parecer de la productora, entre los aborígenes de todo el planeta es imposible que exista el matriarcado. No importan los datos etnohistóricos ni los etnográficos: el primitivo es machista y punto. Es curioso que la última trinchera en la defensa de Occidente pase por el hoy llamado «enfoque de género», una metodología maltratada por una televisión que, paradójicamente, se niega a reconocer que el matriarcado existe -y el patriarcado no digamos-. Para mayor abundamiento, incluso alguna de las ‘tribus’ participantes en estas series es claramente equitativa en el reparto de los papeles de género; por ejemplo, las Kamoro de las que hablaremos en breve, no sólo poseen tierras sino algo menos llamativo pero también muy importante: las canoas. Sin canoas no hay comercio posible ni tampoco desplazamientos para viajar o eludir las mareas, dos rasgos básicos de la sociedad kamoro.

Las «maneras de mesa» o, mejor dicho, la comida aborigen, constituyen el siguiente bastión del eurocentrismo más o menos racista. Aunque es ideológicamente accesorio, la productora equilibra su fuerza dándole una destacada presencia en el espectáculo. Los gusanos, arañas, vísceras y demás manjares asquerosos propios de la dieta indígena serán repugnantes pero son muy televisivos por su tremendismo facilón. En lo que nos ocupa -lo ideológico-, son cuasi neutros. En las reacciones que provoca, son potencialmente conflictivos porque los políticamente correctos nos escandalizaríamos ante cualquier sarcasmo proferido contra la dieta indígena. Y, más aún, ante una provocación racista, el público televidente (gran tragón de marisco y casquería que sólo comparte con los indígenas su deleite por esa excrecencia de unos tipos de moscas a la que llamamos miel) podría recapacitar sobre sus prejuicios gastronómicos y ya sabemos que, en televisión, recapacitar es tabú.

La última frontera eurocéntrica cruza transversalmente la higiene, la ropa y el excusado. Son las «maneras de excretas». Dice la serie que las familias españolas son muy limpias, comparativamente muy cautelosas en su vestimenta y, sobre todo, muy discretas en la disposición de sus excretas. Ergo son superiores a unos indígenas que siempre están sucios, que usan taparrabos y que cagan a saber dónde. Salvo este último rasgo cuya traducción visual es demasiado problemática -aunque todo se andará-, el resto es de gran fuerza visual… y de facilona impunidad expositiva. En cuanto a los dos primeros puntos, procede enfatizar que:

a) la ropa indígena está más adaptada al medio que la eurocéntrica pero, a veces, la estética desvirtúa su funcionalidad; en la vestimenta occidental esta relación se invierte. Otra diferencia consiste en que los criterios estéticos son consensuados entre los indígenas y sujetos de polémica entre los occidentales. Estas razones deberían ser tenidas en cuenta por la productora pero la empresa pasa de puntillas por ellas y no permite que las familias alaben o denigren los atuendos de sus anfitriones. b) los indígenas son más limpios que los occidentales y este aserto no es xenofilia pura sino sentido común; los aborígenes son más limpios no sólo porque se lo permite un entorno natural menos industrializado sino por la simple razón de que, de otra manera, no hubieran sobrevivido. Huelga añadir que la productora no comparte esta evidencia. Al revés: corta y pega la serie para exagerar la suciedad de los torpes y la limpieza de los espabilados.

Finalmente, hay que subrayar que la productora miente al quitar los harapos de fibra sintética que cotidianamente visten los indígenas -fruto venenoso de su proximidad a las empresas de turismo- para disfrazarlos de ‘prístinos nativos’ y también miente alterando las condiciones de higiene en las que realmente viven los clanes anfitriones -condiciones que, a falta de informes etnográficos detallados, no sabemos muy bien cómo son-.

En fin, minucias si las comparamos con la prohibición absoluta de situar a los indígenas en una perspectiva histórica. Estamos ante un punto clave que, además, es compartido por esta serie con los demás productos que hacen el indio. En todos ellos, la etnohistoria es anatema. Negando el pasado, se niega una historia abarrotada de infamias que comienzan en la esclavitud y llegan a su apogeo con el genocidio. Los pueblos indígenas de hoy son el resultado de la invasión de ayer -y también de hoy-. No viven así porque quieren sino por imposición ajena. Presentarles como aislados por voluntad propia -que más quisiéramos-, es ocultar que nuestra prosperidad y su marginación son fenómenos inseparables. Retratarles como independientes y autárquicos es la última infamia sobre la que están obligados a callar.

En cuanto a otros aspectos menos relevantes, añadiríamos que las (imprudentes) familias españolas confían en la productora y que esta confianza se basa en el presupuesto de que los indígenas están domesticados. Por ello, las familias se mueven en las aldeas como por un hotel de perros, con cierto recelo pero con el íntimo convencimiento de su dominio sobre unos animalillos que dependen de sus euros para sobrevivir.

La última ratio de su seguridad estriba en la (no menos imprudente) certeza de que los indígenas son un bloque homogéneo -«como lo son los perros»-. La importancia concedida por la productora a esos fantasmagóricos «Consejos Tribales» que deben decidir sobre la suerte de las familias españolas no radica alguna clase de respeto por la realidad étnica sino en un estereotipo: que los indígenas son unánimes. Estamos ante otro de los últimos refugios del racismo. Los pueblos indígenas han de ser monolíticos; la productora exige que sean cuerpos sociales en los que no hay diferencias individuales. Cual si fueran una colonia de paramecios o una enorme ameba.

Otro aspecto secundario pero significativo es que las familias españolas no hacen regalos ostentosos a sus contrapartes indígenas. Bien, pero… constantemente se insinúa que las mercancías occidentales -se supone que benéficas per se-, pueden forzar el cambio social -perogrullada habemus-. Con ello, se olvida que toda mercancía tiene un precio, así sea un regalo de ong. Por lo demás, la antropología moderna se fundó desfaciendo entuertos muy arraigados en la superficie del imaginario eurocéntrico, entre ellos el concepto de regalo. Los padres de la antropología actual se esforzaron en demostrar que el regalo no es unívoco, gratuito ni siquiera generoso sino que impone obligaciones al (supuesto) beneficiario. En otras palabras, que los caramelos pueden estar envenenados. Aparentemente, las familias no reparten caramelos pero ¿y la productora?

No menos perverso es comunicar la ilusión de un protagonismo indígena cuando, como subraya Clavero en su opúsculo antes mencionado, los indígenas participantes en este nuevo género tienen un margen de decisión menor que «en los tiempos colonialistas de La Reina de África o de Mogambo… y no digamos en la actualidad… como los contratos que se suscribieron con las comunidades donde iba a rodarse El jardinero fiel«. Y que su autonomía laboral es menor resulta palmario si observamos que las redes empresariales eurocéntricas son cada día más densas, robustas y efectivas.

Para compensar en alguna medida las falencias históricas y etnográficas consustanciales a estas series, terminamos estas notas con unos concisos apuntes sobre los pueblos indígenas invadidos por las invencibles armadas españolas.

Los Kamoro (Papúa Occidental, ex Irian Jaya)

Papúa es tierra fértil en extravagancias turísticas… y en dobleces sobre las invasiones, genocidios, etnocidios y saqueos cotidianos. Tal es su común denominador aunque haya una gran diferencia entre la Papúa ocupada por Indonesia y la Papúa independiente. Cuando la serie Perdidos en… utiliza al pueblo Kamoro como anfitrión de una familia española, lo presenta tan aislado como si viviera en Marte. Por ello, conviene recordar que, como pueblo costeño, los Kamoro mantuvieron relaciones comerciales con los sultanes malayos desde siglos antes que les invadieran primero los holandeses y después los indonesios.

Hoy, hablar de los Kamoro sin mencionar la mina Grasberg es como hablar del ghetto de Varsovia sin hablar de los nazis. Esta mina, controlada por la transnacional Freeport-McMoRan, es el mayor yacimiento del planeta en oro, cobre y otros valiosos minerales. Al comenzar su explotación, esta empresa expulsó de sus territorios a los legítimos propietarios de la mina, el pueblo Amungme en especial pero también a buena parte del pueblo Kamoro -e incluso de pueblos vecinos como los Dani-. Como era previsible, estos pueblos llevan décadas en abierto conflicto con la Freeport, guerra que unas veces es fría pero que, más a menudo, es tan caliente como para que los indígenas asesinados por el ejército indonesio o por el paramilitarismo empresarial asciendan a cuatro o seis centenares. A estos muertos directos hay que añadir los desastres producidos por la violación de las montañas sagradas, la deportación y los accidentes ‘laborales’. La primera ha supuesto que unos pueblos montañeses se hayan visto forzados a residir en la costa -donde reina la malaria-; en cuanto a los ‘accidentes’, baste mencionar que, en mayo del año 2000, se rompió un dique de contención causando muertos y una contaminación que, en general, ya alcanzaba cifras espeluznantes. Por ejemplo, Freeport producía diariamente unos desechos de cadmio y mercurio altamente tóxicos cuantificados en 110.000 Tns. para 1995, 230.000 Tns. en 2000 y hoy, gracias a la censura empresarial, quién sabe cuántas más -repetimos: diarias-. Si tenemos en cuenta que Grasberg lleva en explotación intensiva desde un mes después del golpe militar de Suharto (1965), es sencillo hacerse una idea de los millones de hediondas toneladas que inficionan el territorio Amungme-Kamoro 12 .

Por resistirse a todo ello, los Kamoro han sido recalificados en el imaginario mediático: de caníbales han pasado a ser terroristas 13 . Como era de esperar, Perdidos en… sigue aferrada a la antigua descalificación, menos comprometida y mucho más espectacular que la actual. La consecuencia es obvia: en los años 1950’s, el antropólogo Jan Pouwer señalaba que los Kamoro eran totalmente cristianos cuando el misionero estaba delante y totalmente paganos cuando se quedaban solos. Hoy, los Kamoro deben ser absoluta, idílica e idealmente indígenas mientras están las cámaras e indígenas reales cuando no están.

Los Hamar (Etiopía)

La etnohistoria de este pueblo indígena nos enseña que, en el siglo XVIII, fueron atacados desde el Este por los Borana; pero los Hamar les enviaron una plaga de abejas y los invasores huyeron despavoridos. La segunda invasión les vino desde el Sur y fue protagonizada por los Samburu -un pueblo masai-. A finales del siglo XIX, fueron las tropas del emperador etíope Menelik II, en su afán por expandir hacia el Sur las fronteras etíopes -para, de paso, frenar la invasión británica desde sus bases en Kenia-, las que atacaron a los Hamar siendo probable que algunos de los fusiles que les sojuzgaron formaran parte de los que el poeta Arturito Rimbaud le vendió al muy cristiano Menelik II. Una cuarta invasión fue la italiana (1937-1941); cuando se fueron los garbosos fascistas, dejaron atrás una sustanciosa herencia -en armas de fuego-. La quinta invasión no fue directa pero es perfectamente actual. Comenzó en los 1970’s cuando Etiopía y Somalia entraron en guerra y, desde entonces, los Hamar son paupérrimos detentadores de un enrome capital en armas modernas.

Resumiendo: lo que comenzó explicándose con un mito apicultor termina con una explicación de geopolítica contemporánea. Para que luego digan que los indígenas están anclados en el pasado o nos quieran convencer de que la invasión de Somalia se reduce al territorio de ese «Estado fallido» -o «canalla»-.

Los Hamar, próximos a la frontera con Kenia, habitan un territorio convulsionado por unas guerras internacionales que les acarrean lo que es obvio: deportaciones, hambrunas y amenazas inminentes de descomposición social. Por lo tanto, distan mucho de ser el pueblo feliz en su autarquía que nos retrata la televisión14 .

Los Tanna Nakulamené 15 (Vanuatu)

Estos indígenas merecen un comentario especial puesto que, al revés de los dos pueblos anteriores y como decíamos al principio de este trabajo, «los Tanna, no se disfrazan de ‘salvajes’ sino que, en efecto, se visten cotidianamente casi -repetimos, casi- como aparecen en pantalla». Más aún, los Tanneses tienen la fortuna de vivir dentro de una pequeña república donde la población indígena es claramente mayoritaria. Eso conlleva que son muy fuertes los movimientos sociales que preconizan el desdén por los modos y modas occidentales y la vuelta a la tradición: el regreso a la Costumbre (Kastom) Dentro de esta corriente general, Tanna se caracterizó desde los tiempos del colonialismo y, en especial desde los años 1930’s, por una radicalidad aún más notoria que en otras islas del archipiélago antes conocido como de las Nuevas Hébridas.

La apariencia que el regreso a la Kastom adoptó en Tanna fue tan llamativa que, al instante, los científicos sociales fijaron en ella una gran atención, quizá desproporcionada con su incidencia real en el conjunto del país pero, desde luego, adecuada a los mecanismos simbólicos puestos en juego. Comenzó así a formarse un archivo sobre los cultos del flete (cargo cults) en general y sobre el movimiento John Frum en el particular tannese que hoy conforma un corpus gigantesco. Por ello, nada más fácil que documentarse sobre cómo algunos pueblos del Pacífico sacralizan las mercancías occidentales -el cargo cult-, y cómo la creencia en que esas mercancías les eran enviadas a los melanesios desde los lugares de producción. Entonces, ¿cómo explicar que nunca les llegaran?: porque las secuestraban los misioneros y los colonialistas. Pero, según los tanneses, «John Frum» va a acabar con esa rapiña.

Algunas fuentes aseguran que el culto a Frum nació durante la II Guerra Mundial cuando los marines inundaron todo el Pacífico con sus pertrechos; Frum sería un marine -probablemente, negro- que recaló en Tanna en algún momento de la guerra y que se mostró muy dadivoso para con los indígenas locales. Esta interpretación sería plausible… si no fuera porque los cultos del flete son anteriores a la II Guerra Mundial.

Sea como fuere, la originalidad de Tanna no se limita al fenómeno Frum sino que habría que complementarlo con unas subterráneas tendencias autonomistas materializadas en la TAFEA Nation, un elusivo ente que, se dice, busca la secesión de TAFEA -por Tanna, Anatom, Futuna, Erromango y Aniwa, islas vecinas entre sí-. Por grupuscular, el tema sería irrelevante si no fuera porque las fuerzas centrífugas han protagonizado varias rebeliones en Vanuatu y en los países de su entorno.

Añádase a su diversidad lingüística y étnica la espectacularidad natural de Tanna, una isla con «el volcán activo más accesible del mundo», con lagunas sulfúricas y con su consumo cotidiano de kava -una bebida casi alucinógena-, y se comprenderá mejor lo que se perdieron esas familias españolas a las que nunca les informaron de las maravillas que hubieran encontrado desligándose, así fuera un minuto, del despotismo ilustrado de la productora.

Asimismo, de haber estudiado algo más, estas familias se hubieran tropezado con el mismo enigma que todavía intriga a quien suscribe: ¿porqué los Hamar aparecen en la serie escupiendo a los españoles como gesto de bienvenida -un rasgo cultural del que no tenemos información- y no hacen lo mismo los Tanneses siendo que esa costumbre está muy documentada entre los isleños y sigue vigente? 16. Misterios de la producción audiovisual.

Lo que no debe sorprendernos es que los Tanneses que aparecen en pantalla sean los mismos que, a mediados del año 2009, protagonizaron una gira por EEUU (ver National Geographic, edición española, octubre 2009) e Inglaterra. De hecho, el que funge en la serie como ‘jefe’ de la aldea tannesa, un señor bajito y barbudo, se llama Albi y en Internet pueden encontrarse fotos suyas con Londres a sus espaldas. Por detalles como éste asegurábamos párrafos atrás que los indígenas de estas series tienen más experiencia teatral que las familias españolas.

Finalmente, una especulación totalmente gratuita: ¿cuál habrá sido mayor, la generosidad de los anglosajones o la de las familias españolas? El asunto no es baladí porque de la respuesta puede depender que, en un brote de delirio simulado, los tanneses hayan visto a unos u otras como los nuevos proveedores de bienes occidentales; en otras palabras, como la reencarnación de su Héroe -en versión procurador de mercancías-. En definitiva, la aparición de este pueblo melanesio en la pantalla tonta nos llevó a un fabuloso descubrimiento: gracias a la reciente «interactividad de las tribus», ¡puede ocurrir que John Frum sea español!

NOTAS

[1] Cuando se iniciaron estas series, Canal Cuatro pertenecía casi exclusivamente al grupo político-mediático PRISA pero, a finales del año 2009 y gracias a los manejos del ultra-franquista R. Martín Villa, pasó a estar dominado por el premier italiano S. Berlusconi. Como era de esperar, la nueva dirección, abiertamente neofascista, no alteró la continuación de la serie.

[2] Tenemos pruebas fotográficas y testimoniales de que los mismos individuos Mentawai que aparecían en pantalla trabajaban en el turismo desde principios de los años 1990’s. Si recurrimos a otra clase de informes -administrativos, comerciales, académicos-, las fechas se retrotraerían no menos de otra década. Si del turismo en particular saltamos al contacto intenso con la sociedad envolvente en general, entonces hemos de señalar que A. Cannizzaro, el primer misionero de los tiempos modernos, llegó al territorio mentawai en 1953.

[3] Se había llegado al extremo de grabar los primeros contactos con «pueblos indígenas en aislamiento voluntario». Sobra decir que no todos los indígenas descubiertos ante las cámaras son realmente desconocidos así como señalar que estos primeros encontronazos no son nunca casuales sino siempre provocados por la industria del espectáculo. Véase una narrativa de la mercantilización de este turismo de aventura (que no etnográfico) precisamente en tierras próximas a las del pueblo Kamoro (Papúa Occidental) que citaremos en el último apartado de estas notas, en BEHAR, Michael y DUPONT, S., «The Selling of the Last Savage», pp. 96-113, en Outside , vol. XXX: 2, febrero 2005.

[4] Interactiv idad , neologismo cuya moda se asienta en la (supuesta) igualdad entre sus activistas pero cuya realidad no se compadece con ninguna simetría social salvo en sectores muy limitados -los chats et allii-. La desigualdad entre sus actores se manifiesta con la mayor crudeza cuando se trata de documentales con (a menudo, contra) los pueblos indígenas.

[5] Ya estábamos hartos del desaforado racismo de un Victor Mature haciendo de indio, un Burt Lancaster de apache o un Yul Brinner de mongol. Sus actuaciones eran inverosímiles incluso en aquellos sus tiempos no tan lejanos. Además, s i fu éramos un poco coherentes y no padeciéramos el culto a la personalidad (artística), ahora también nos resultarían grotescas magnas obras como, por ejemplo, Fort Apache ( John Ford, 1948) película en la que el Jefe Cochise habla ¡ en español ! Aún más retorcido es el caso de los indígenas Diné ( alias «Navajos») figurantes en la película El gran combate ( Cheyenne Autumn , John Ford, 1964) pues ocurre que son Diné reales los que actúan y, en efecto, habl an en lengua diné… que en la p elícula es transformada en lengua cheyenne.

[6] Tomo prestada esta expresión del título de un excelente trabajo dirigido por Paz Bilbao. En 1989-1990, Bilbao filmó su pionera y galardonada Crónica del Descubrimiento del Viejo Mundo, por Kayun Maax , un documental que narra la visita de un indígena ‘lacandón’ a España y de cómo, a su regreso, la narra a los sabios de su pueblo. Observar la altura de las discusiones que Kayun mantuvo con toda clase de españoles y la calidad de sus pinturas -fueron expuestas en Madrid, en el Museo Nacional de Antropología-, fue una grata experiencia para quienes colaboramos en aquel emprendimiento. En el plano literario, destacaría que también en España se ha utilizado el recurso estilístico de las ‘Conquistas al revés’. Por ejemplo, en 1977, Avel.lí Artís Gener publicó con relativo éxito una novela sobre la hipotética invasión de España por una expedición ‘azteca’ (ver Palabras de Opotón el Viejo. Crónica del siglo XVI de la expedición azteca a España , Eds. 29, Barcelona, 217 pp.)

[7] Ejemplo: Sabine Kuegler , hija de misioneros evangélicos, vivió su niñez entre los Fayu de Papúa Occidental. Años después, se hizo famosa comercializando en multimedia los recuerdos recogidos en el libro Das Dschungelkind (= La niña de la selva ) Lamentablemente, lo que recuerda es que los niños fayu » no se reían jamás » puesto que vivían en una sociedad » que se caracterizaba por una brutalidad terrible y por el canibalismo, que vivía en la edad de piedra y que un día [ gracias a los misioneros ] aprendió a amar en lugar de odiar » (ver El País Semanal , 27.III.2005)

[8] Esta variante estaría fuera de lugar en estas notas de no ser porque a cada ensayo de nupcias interculturales le sigue indefectiblemente su traducción audiovisual. Así ha ocurrido con los casos de la japonesa Maki Nagamatsu, la francesa Jacqueline Roumeguere-Eberhardt y la suiza Corinne Hofmann casadas todas ellas con Masai. Hofmann es la más conocida gracias a sus libros y, sobre todo, la película dizque autobiográfica La masai blanca (H. Huntgeburth, 2005)

[9] Pensemos, por ejemplo, en las Cartas persas (1721) de Montesquieu o en el correlato español de las Cartas marruecas (1788-1789) de Cadalso. Para el caso específico de los indígenas, Los Papalagi son un referente ineludible pero sobre el que, a riesgo de caer en la pedantería, conviene hacer alguna precisión. Como se sabe, Erich Scheurmann (1878-1957) escribió un relato que, casi un siglo después de su publicación, sigue fascinando a los occidentales: Los Papalagi. Discursos de Tuiavii de Tiavea, jefe samoano (1920) Suele olvidarse que, rozando el plagio, este librito se inspiró en Die Forschungsreise des Afrikaners Lukanga Mukara ins innerste Deutschland (= La expedición de Lukanga Mukara a la Alemania profunda ) ( 1912 -1913 ), una joya escrita por el aristócrata revolucionario Hans Paasche repleta de párrafos a cual más jugoso. Ejemplo: después de mofarse del dinero occi dental, Mukara concluye que «T odo lo que [los alemanes] quieren llevarnos [al África] es denominado con una sola palabra: cultura »

[10] Una tribu en Francia , producción de Canal + y Bonne Pioche, dos capítulos, año 2008. Los papúas Palobi y Mudeva son invitados por el fotógrafo Marc Doz ier a visitar lugares característicos de Francia. Son tratados con respeto y, en consecuencia, sus reacciones no tienen desperdicio. Por ejemplo, c ontemplando a unos deportistas de riesgo, los Papúas comentan entre ellos: «¡ Esta gente no tiene aprecio a la vida! «. La trascripción termina sin que podamos saber si los Papúas se refieren a la vida en general, a la vida humana o incluso a las vidas individuales de los deportistas suicidas. Ello nos plantea una cuestión antropológica: supongamos que la exclamación papúa hubiera sido del tipo » si ni siquiera tienen aprecio a la propia vida…», en el modo coloquial propio de Occidente no hubiera sido necesario añadir » imagínate el aprecio que le tendrán a la vida ajena… «. Pues bien, tal correlato es automático para nosotros pero no necesariamente para los indígenas. Que existan pueblos y culturas en los que el desprecio por la propia vida no presuponga un mayor desprecio para la vida de los demás, es uno de los mejores argumentos para cargar de razón al respeto por los pueblos indígenas.

Para no hacer largo el cuento de la riqueza del documental, sólo vamos a añadir ot ra secuencia: los Papúas visitan un cementerio militar en Normandía y, poco después, son llevados a unos campos agroindustriales donde se cultivan patatas. Ante las innumerables cruces alineadas en la cuidada pelousse , los indígenas callan respetuosamente; pero, al comprobar la enorme productividad de los sembríos patateros, la razón simbólica les estalla en la mente y deducen: » Estas tierras están atiborradas de muertos, por eso producen tantísimas patatas «. Todo agrónomo con perspectiva histórica corroboraría este dictamen.

[11] En noviembre del 2009, la periodista Mercedes Milá tuvo la «graciosa ocurrencia» de encerrar en la jaula de su programa Gran Hermano a tres indígenas, probablemente del pueblo Dani (Papúa Occidental) aunque más de un medio les denominara «zulúes» (sic). Es de mucha admiración la ubicuidad y productividad mediática de los pueblos Papuásicos pero aún más debe emocionarnos la sabiduría que esos tres individuos demostraron lidiando con genuinos «desechos de discoteca» -que no otra definición merecen los españoles/as enclaustrados en ese panóptico-. Por desgracia, la infamia es muy contagiosa así que debemos prepararnos para una avalancha de indígenas incrustados en la televisión basura; que el delito está en muchas cabezas directivas lo demuestra (groseramente) una fácil consulta a Google: solicitándole el 01.V.2009 «reality-shows+with+indigenous+peoples» obtuvimos 272.000 items.

[12] Sin embargo, para el National Geographic , lo único destacable era que Freeport obtenía a diario más de 7 millones de US$ (ver su revista de febrero 1996). A título comparativo, señalaremos que, cuando la transnacional RioTintoZinc (RTZ) tuvo que abandonar Panguna, una mina parecida en un entorno parecido , dejó tra s de sí 1.700 millones de Tns. tóxicas. Véase, PÉREZ, Antonio; «¿Tradicionalismo o nacionalismo? Indígenas y empresas mineras en Bougainville (Papúa Nueva Guinea)», pp. 263-272, en Tradiciones y nuevas realidades en Asia y el Pacífico , F.J. Antón Burgos (ed.), Asociación Española de Estudios del Pacífico, Madrid, 2007. Creo poder hacerme una idea compleja de la caso kamoro porque la lucha de este pueblo contra una transnacional minera es similar a la que he presenciado directamente en otras dos minas de oro y cobre, ta mbién en territorios papúas: la antecitada Panguna (Bougainville) y la de Ok Tedi (Papúa Nueva Guinea, muy cerca de la frontera con Papúa Occidental)

[13] Más información en: www.papuaweb.org/dlibs/s123/ , portal donde hay docenas de tesis académicas sobre Papua Occidental (en bahasa, inglés, holandés y francés); para el caso concreto de los Kamoro y su lucha contra Freeport, véase la tesis doctoral Controlling the Dragon: An ethno-historical analysis of social engagement among the Kamoro of South-West New Guinea (Indonesian Papua/Irian Jaya), disponible completa en http://dspace.anu.edu/handle/1885/47146

[14] Para más información, consúltese el sitio del South Omo Research Center (Universidad de Mainz, Alemania) en www.uni-mainz.de/Organisationen/SORC/ así como los trabajos de Ivo Strecker, algunos de ellos fáciles de encontrar en Internet. Y, puesto que Perdidos en… abunda en el machismo de estos indígenas, bueno sería contrastar esa imagen con las opiniones de algunas mujeres de la comarca, tal y como se recogen en el seminario The Pride and Social Worthiness of Women in South Omo, Etiopi a (Mainz, 2004), disponible en Internet.

[15] No hemos encontrado este nombre en ninguna de las fuentes lingüísticas consultadas, desde el imperfecto pero canónico Ethnologue hasta sites especializados en las lenguas de Vanuatu como el australiano http://coombs.anu.edu/SpecialProj/VAN/tanna.html En Tanna se hablan cinco o seis idiomas pero en ninguno de ellos aparece el término «Nakulamené», ni siquiera como dialecto o como nombre alternativo.

[16] LINDSTROM, Monty; «Spitting on Tanna», pp. 228-234, en Oceania L: 3, marzo 1980. Como Lindstrom nos explica con lujo de detalles, en una de las seis lenguas que se hablan en Tanna, concretamente en lengua kwamera o naninafe, al suroriente de la isla, el escupitajo ritual se llama kuvehi tamafa mientras que el escupitajo cotidiano se denomina karagauvas o katiai .

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