Habla Platón por boca de Sócrates de una cavernosa estancia imaginaria en el fondo de la cual moran unos prisioneros que , encadenados desde siempre cara a la pared, son incapaces de distinguir de la realidad las sombras chinescas que unos titiriteros con alma de engañadores proyectan sobre el fondo de la caverna. «Extraños prisioneros, […]
Habla Platón por boca de Sócrates de una cavernosa estancia imaginaria en el fondo de la cual moran unos prisioneros que , encadenados desde siempre cara a la pared, son incapaces de distinguir de la realidad las sombras chinescas que unos titiriteros con alma de engañadores proyectan sobre el fondo de la caverna. «Extraños prisioneros, sí…», dice Sócrates a su discípulo, «pero no muy distintos de nosotros: compara esa escena, amado Glaucón, con el estado de nuestra educación.»
Ahora sabemos que ya nada fabrica insignificancia tan eficazmente como la televisión. En su momento, el surgimiento de las cadenas privadas en España se celebró como el triunfo del desenfado, la libertad y la imaginación frente a la pesadez burocratizada de un televisión pública aburrida y acomodada a los dictados del régimen de turno. Aquello tuvo algo de venganza, una venganza que se ha ido disfrutando poco a poco hasta el momento actual, donde el éxito innegable de las dos cadenas privadas que emiten en abierto ha conseguido llenar sus mejores tramos de emisión con la banalización de los contenidos y óptimas facturaciones de publicidad. Es un error pensar que el modelo puerilizado de espectáculo habita únicamente las tertulias rosa, no sólo porque los programas dedicados a «debatir» la actualidad del corazón invadan cada vez franjas horarias más amplias, sino porque incluso los informativos tienden a hacer prevalecer el espectáculo sobre la noticia, por no hablar de las fórmulas del presentador estrella, el horror show («les advertimos de la dureza de las imágenes…») el reality testimonio («fui una mujer maltratada…) y un largo etcétera.
No hay modelo que haya revolucionado tanto el medio como el de la cámara absoluta. Desde la llegada a Telecinco de Gran Hermano, la fórmula no ha hecho sino proliferar en distintas versiones, amaestrándonos para convertirnos en espectadores competentes e interactivos y alejando así el riesgo de saturación del producto en el mercado. Más allá de las características del programa en sí, una especie de panóptico que nos suministra el enorme poder de mirar en directo y a toda hora la privacidad de un grupo de personas, el proyecto es de largo recorrido. Así, el programa incuba durante unos meses una camada de «famosos» con personalidades identificables , los lanza a los platós para no solo vender su intimidad sino además fabricarla , los saca desnudos en alguna revista y acaba contratando a los más escandolosos para alguna tertulia rosa. Éstas, teóricamente dedicadas a cotillear sobre los famosos, se nutren cada vez más de los famosos de segunda fila que fabrica in vitro la propia televisión -famosos sin fuste no envejecidos en barrica como la aristocracia de los antiguos ecos de sociedad, pero con la ventaja de ser como la plastilina, dispuestos a fingir amores y rupturas, dejarse insultar o dedicarse a pegar gritos para atraer el zapping colectivo por un precio asequible.- Más allá del recinto ultrafilmado -la casa, la isla, , el bus…- el reality encuentra su «ágora de reflexión» en las larguísimas tertulias , donde se combina la libre circulación de opiniones sobre los detalles más escabrosos de la vida de los famosos con el debate sobre lo acertado de tales o cuales conductas de los concursantes del Gran Hermano de turno, lo que da lugar a un engrudo de insultos , chillidos, arrebatos de histeria o de cinismo, publicidad de tonos para móviles y gente del público bailando al son de la canción estúpida del momento.
¿Qué hay detrás de todo esto? Podría pensarse que la confluencia del rosa y del reality trabaja en la línea de erosionar los espacios personales. Visualización absoluta, muros transparentes por obra y gracia de la televisión e internet, gobernantes obligados a relatar con detalle por proceso de impeachment sus aventuras extramatrimoniales… diríase que el Leviatán actualizado por Orwell en «1984» ha roto los diques del último reducto en el que se podía proteger el individuo: la vida privada, la familia, el mundo de las relaciones personales, el lugar del secreto y los lenguajes intraducibles… No dudo de que los nuevos poderes han incrementado extraordinariamente su capacidad para saber sobre nosotros. Siempre hemos deambulado, pero nunca como ahora hemos dejado huellas por todas partes, unas huellas que son perfectamente rastreables gracias a las nuevas tecnologías. Y no debemos olvidar que una generación está creciendo mutante, es decir, sin saber que la base sobre la que se sustenta nuestra civilización es la que justamente disocia lo privado y lo público. Por más que esto se les explique a los jóvenes en la escuela, se están formando en un medio donde no existe el secreto, donde todo tiene derecho -e incluso obligación- a hacerse transparente. ¿Acaso el reality y la prensa rosa son el campo de experimentación para un nuevo proyecto de arrinconamiento de las personas?
Quizá sí, pero hay algo en esta hipótesis que nos conduce a una vía muerta. Cada vez nuestras huellas son más seguibles, pero cada vez son más, muchísimas más, las huellas que todos vamos dejando. No parece que vivamos exactamente en una sociedad más controlada y represiva, sino más compleja, más sometida a la alucinación del riesgo continuo y mucho más determinada por las estrategias de seducción y autosugestión que por las de la vigilancia y el castigo de que hablaban Bentham u Orwell. ¿No será que lo que se nos está escamoteando más que la privacidad es el espacio de lo público? Encerrados en nuestras jaulas, observadores interactivos de Telépolis, no es nuestro yo, nuestra sagrada individualidad, cortejada una y otra vez por los medios del «a vuestro gusto», la que realmente corre peligro, sino nuestra condición de ciudadanos.
No deberíamos olvidar que la sociedad moderna se constituyó desde el principio ilustrado de la acción libre y responsable, del pacto social entre clases para salvaguardar la comunidad y de la deliberación como garante de una sociedad justa. De todo ello, las tertulias televisivas y la promesa de convertirnos en consumidores de imágenes son una parodia, un chiste de mal gusto. Más allá del negocio que se ha ido construyendo en base a una oferta televisiva de fast food, macdonalizada y de consumo fácil, son evidentes los signos de que se pretende convertir en proscritas a la reflexión y la crítica. En la medida en que -desde la coartada escondida de que la televisión es incapaz de ser a la vez inteligente y atractiva, y desde la menos escondida de que hay que darle al público lo que quiere- aceptemos que el medio televisivo, el más capaz de transformar en poco tiempo la calidad de vida de nuestras sociedades, no va a salir ya de la espiral de inmundicia en que se halla, estaremos dejando libre el camino a los nuevos reyes de la caverna.