1. El punto de partida de estas reflexiones es el reciente conflicto entre el gobierno y las corporaciones de productores agropecuarios. La cronología del mismo da inicio formal el 11 de marzo del presente año, cuando el gobierno anunció un nuevo sistema de retenciones móviles a las exportaciones graníferas, ajustable al precio internacional, que despertó […]
1.
El punto de partida de estas reflexiones es el reciente conflicto entre el gobierno y las corporaciones de productores agropecuarios. La cronología del mismo da inicio formal el 11 de marzo del presente año, cuando el gobierno anunció un nuevo sistema de retenciones móviles a las exportaciones graníferas, ajustable al precio internacional, que despertó la enconada oposición de la mayoría de las agrupaciones de productores rurales. Homologados en su conjunto por un sistema tributario que, por sus propias características, no estaba preparado para diferenciar a las grandes explotaciones de las pequeñas y medianas, los representantes de las corporaciones reaccionaron, en una perfecta profecía autocumplida, como un único sujeto opositor.
Muchos referentes del progresismo citadino se preguntaron en estos días qué intereses, más allá de la coyuntura, podían unir a sectores aparentemente tan diferentes como la Federación Agraria y la Sociedad Rural. Las explicaciones, en la mayoría de los casos, reprodujeron anticuados estereotipos simplistas, ligados a imágenes de larga perduración en la memoria colectiva. De este modo, mientras los productores asociados podían presentarse ante los medios como «el campo» -y algún trasnochado llegó a ver en ellos el germen de una genuina lucha campesina-, el gobierno, paradójicamente, no atinó a dar con un discurso público que lograse quebrar la unidad sectorial del bloque, y se refugió cómodamente en la imagen de un actor social singular, de vocación antidemocrática, políticamente hegemonizado por los grandes terratenientes.
2.
Por supuesto, el asunto es más complejo. Las transformaciones acaecidas en el agro argentino durante la última década son poco conocidas. No obstante, en términos estadísticos, está claro que asistimos a un renovado proceso de concentración productiva. Según un relevamiento elaborado por el Centro Interdisciplinario de Estudios Agrarios de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos Aires, entre 1988 y 2002 el número de explotaciones agropecuarias cayó en más de un 21%, pasando de 421.000 a 333.000. El fenómeno es más agudo en la Región Pampeana, donde, en el mismo período, la merma fue del 29%. Como contrapartida a la mencionada reducción en el número de explotaciones, el tamaño promedio de las mismas pasó de 469 hectáreas en 1988 a 588 en 2002. En la Región Pampeana, de nuevo, los números son peores: la escala promedio se incrementó en un 35%, pasando de 400 hectáreas en 1988 a 533 en 2002.[1]
Según el mismo estudio, el proceso, lejos de detenerse, se ha acelerado desde entonces. Sin embargo, la modalidad de la concentración ha variado. Fuera de la Región Pampeana, se ha incrementado la presencia directa de la gran propiedad, en la medida en que los adelantos técnicos permitieron la expansión de la frontera agraria a zonas antes improductivas. Por el contrario, en la Región Pampeana propiamente dicha, los grandes propietarios, aunque siguen estando presentes, ya no son el polo dinámico del proceso económico. Propiedad y explotación, al menos en la Pampa Húmeda, son categorías cada vez menos homologables. Como la tierra raramente se vende, aparece otra salida: el arriendo. Y otro actor: los grupos de inversión. Los nuevos protagonistas del proceso de acumulación de capital son, en efecto, los pools de siembra, grupos de inversión de tipo financiero, generalmente de origen extranjero, que arriendan una superficie de tierra significativa a diferentes propietarios por un período determinado, en general, por el término de una cosecha. Amparados en las ventajas que ofrece la combinación de diferentes factores, como una legislación permisiva, precios internacionales muy altos y un tipo de cambio extremadamente subvaluado, los pools de siembra se han consolidado como un agente económico insoslayable. Asimismo, cabe destacar que estos fondos de inversión, en la mayoría de los casos, están asociados a los oligopsonios de comercialización: un puñado de firmas multinacionales -Cargill, Bunge & Born, Dreyfuss, Noble Argentina, etc.- que concentran en sus manos, desde hace más de un siglo, la totalidad de las exportaciones argentinas al mercado mundial.[2]
3.
Este proceso, inevitablemente, ha desplazado del sector rural a miles de pequeños y medianos productores de tipo familiar. Ante la imposibilidad de competir, sea en términos técnicos, en economías de escala, o en términos de integración productiva, muchos chacareros han elegido convertirse en simples rentistas, opción que se entiende, asimismo, considerando los altos arrendamientos que perciben. En un proceso que asusta por la velocidad con que se desarrolla, la agricultura argentina se está quedando sin agricultores. Al mismo tiempo, el boom internacional de la demanda de soja vuelca las preferencias de los fondos de inversión hacia este producto, encareciendo el precio de la tierra de mejor calidad, tanto para el cultivo de otros cereales -principalmente, el trigo y el maíz- como para la actividad ganadera.
El desplazamiento, entonces, es doble: de producción y de productores. Y su repercusión sobre la cadena de precios no puede ser mayor, puesto que las actividades desplazadas, al realizarse forzosamente en tierras menos idóneas, generan mayores costos, que se traducen en significativos aumentos del precio de venta final. Aumentos que, huelga decirlo, repercuten en un ya muy golpeado mercado interno. De este modo, los pools de siembra, sin actuar como los agentes inmediatos del proceso de concentración de la tierra -pues, en general, no adquieren la misma en propiedad- se erigen en sus usuarios por excelencia, y por ende, adquieren el control del proceso productivo global.
4.
La conclusión es elemental. Cuando, el 11 de marzo, el gobierno anunció el nuevo esquema de retenciones móviles, bajo el argumento de que resultaba imprescindible detener el proceso de expansión del cultivo de soja, cometió, como mínimo, dos errores. Por un lado, centró su atención exclusivamente en qué se producía, y no en quién lo producía. Al separar ambas dimensiones, lanzó una medida no sólo explosiva, sino ineficaz: para los grandes pools de siembra, el cultivo de soja sigue siendo rentable, y por su control sobre el proceso de comercialización, estos sectores están en condiciones de descargar los nuevos costos sobre otros productores. Para los pequeños y medianos productores, en cambio, la nueva medida resultó una sentencia de muerte en términos de rentabilidad. La imposibilidad de competir con los fondos de inversión se hizo imposible. La opción por la entrega del campo en arriendo se volvió, más que conveniente, obligada. Y la reacción, desde luego, no se hizo esperar.
En otras palabras, las retenciones, lo sepa el gobierno o no, difícilmente modifiquen, siquiera en el mediano plazo, el escenario productivo del sector agropecuario argentino, pero sí tienen consecuencias inmediatas sobre el escenario social, al continuar y profundizar el proceso de desplazamiento de productores rurales. En segundo lugar, el gobierno subestimó la fuerza política de los fondos de inversión, largamente asociados a los intereses de los grandes propietarios locales. De este modo, quizás sin quererlo, galvanizó a los diferentes sectores sociales que componen el universo agropecuario argentino en un sólo interés. Detrás del negocio de la soja, como agudamente observó Alfredo Zaiat, está pariendo un nuevo bloque de poder:
«Los piquetes verdes que duraron 21 días fueron la exteriorización del poder económico emergente de los barones de la soja. A diferencia de las privatizadas y de los bancos, en este caso cuentan con el invalorable aporte, físico y discursivo, de pequeños productores, y de la clase media agraria ascendente. Como se pudo observar con nitidez en estos días, el gigantesco poder financiero del complejo sojero, que investigadores aliados al negocio de poroto denominan sin inocencia «tramas productivas», lograron capturar el interés de políticos y de gran parte de los medios de comunicación. Hasta reductos de defensa del desarrollismo y de la industria han mudado su vocación a la tutela del negocio de la soja, integrado por grandes arrendatarios, pools de siembra, multinacionales de la semilla trasngénica, acopiadores y grandes exportadores […] El fabuloso ciclo de alza de las materias primas, impulsado por la revolución industrial tardía de China, el avance sostenido de India y el desarrollo de los biocombustibles, ha permitido la creación de un dinámico núcleo de poder económico […] El saldo del piquete del desabastecimiento fue el alumbramiento de un nuevo bloque de poder, que ha tenido como partero la invalorable colaboración de los pequeños productores».[3]
5.
Lo cierto es que tampoco el gobierno hizo nada por evitar este proceso. Al contrario, se asoció a los sectores más concentrados, que en el contexto de la recuperación lograron balances espectaculares. No hubo consideración oficial alguna, en estos cinco años, para las consecuencias sociales del proceso socioeconómico descrito. En la coyuntura desatada por el lock out patronal, el gobierno, pese a su discurso «anti – oligárquico», prefirió dialogar con las transnacionales y con los grandes del sector, tratando de acordar diferenciando por arriba y no por abajo. Tal vez por ello, varias propuestas de la Federación Agraria, como el proyecto para modificar la ley de arrendamientos -un aspecto central del modelo de monocultivo sojero- pasaron desapercibidas. Sin lugar a dudas, hubo aquí otro error de evaluación política: el nuevo bloque de poder se mostró más firme de lo previsto, desatando la peor crisis política desde 2001 a la fecha.
El nuevo escenario económico y social, emergente a la vez de la crisis de 2001 y de la modalidad de concentración que consolidó la recuperación posterior, requiere algo más que maquillaje. El gobierno debe actuar decididamente en contra de la concentración bajo la modalidad de arrendamientos, propulsando una nueva ley que recoja los proyectos archivados, actualizando la legislación y las fórmulas políticas del primer peronismo. Para eso, necesita recuperar paulatinamente la larga tradición de presencia estatal en el sector agropecuario, para convertirse por sí mismo en un árbitro eficiente en el terreno de la producción y comercialización de la riqueza agropecuaria del país. Después de todo, la historia argentina nos enseña que quien controle la distribución de la renta agraria, controla la economía, y, por carácter transitivo, gobierna el país.