Cuando portentos de la literatura universal como Honoré de Balzac, Emile Zola, Gustave Flaubert y Guy de Maupassant convertían sus novelas en una implacable crónica de la sociedad en que vivían, nadie hubiese podido imaginar que muchas de las taras de la prensa del siglo XIX que ellos conocieron, vivieron, disfrutaron, describieron y hasta padecieron, […]
Cuando portentos de la literatura universal como Honoré de Balzac, Emile Zola, Gustave Flaubert y Guy de Maupassant convertían sus novelas en una implacable crónica de la sociedad en que vivían, nadie hubiese podido imaginar que muchas de las taras de la prensa del siglo XIX que ellos conocieron, vivieron, disfrutaron, describieron y hasta padecieron, saldrían intactas de ese largo caminar a través del tiempo. Ellos habían retratado unos diarios parisienses que, como setas venenosas, se habían adherido a los grandes periódicos como Le Figaro o L’Intransigeant.
Auténticos órganos oficiales de la estafa millonaria gracias a las informaciones privilegiadas que manejaban y de la corrupción en todos los niveles, desde el gobierno a la bolsa pasando por el menor negocio con pintas de poder ser provechoso.
En el 2005, el presidente George W. Bush tiene que apelar al patriotismo con relentes de macartismo para que los periódicos norteamericanos no le hundan totalmente en la miseria profunda que conoce después de su aventura en Irak.
Bush, como cualquiera de los políticos vendidos y vendibles que los grandes novelistas del XIX no se cansaron de fustigar, estaría encantado si pudiese manejar el Washington Post como «el israelita» Walter (dixit Maupassant) manejaba La vie francaise (en la novela Bel-Ami) para provecho y satisfacción de sus negocios.
Entonces la prensa hacía y deshacía. Lo malo es que, ciento veinte años después esa misma prensa, al menos en el precioso primer mundo, no ha cambiado tanto como debería haberlo hecho en el plano estrictamente moral.
A uno de los más leídos periódicos digitales de España, periodistadigital.com, no le ha temblado el pulso para denunciar que treinta años después del fin del franquismo, en alusión al dictador Francisco Franco que manipuló España a su gusto durante cuarenta años a partir de 1936 (comienzo de la Guerra Civil española), hay «miles de periodistas e intelectuales vendidos».
Los franceses tienen la más terrible sentencia para hablar de los periodistas: el periodismo es estupendo a condición de poder abandonarlo un día. Y «esta es la lectura correcta- para utilizarlo como trampolín en busca de una sinecura: ministro, diputado, millonario». Cualquier cosita así.
Este cinismo fraseológico no impide que Francia sea el país que más ha contribuido al desarrollo del periodismo moderno en el que Charles Havas, publicista y sin embargo creador de una de las más gloriosas agencias de prensa del mundo, France Presse, se introdujo inventando la comunicación rápida, principio y fin de todos los medios de comunicación.
En 1835 no existía Internet ni ese regalo de los militares norteamericanos que es el correo electrónico. Pese a ello, la rapidez era esencial para comunicar informaciones (sobre todo las bursátiles, que todos los días organizan bailes de millones a través del globo).
Todas las mañanas, Havas se leía la prensa francesa, inglesa y alemana y de ella entresacaba lo que le parecía más interesante. Redactaba sus «despachos» y los enviaba a sus clientes por paloma mensajera.
Era entonces la Agencia Havas que, ojo al parche, en el siglo XX se convertiría en una de las agencias de publicidad más prestigiosas del mundo.
Entretanto, France Presse seguía la misión de Charles Havas, menos periodista que publicista o simplemente hombre de negocios y principalmente bolsista.
Quizá no sea casualidad si desde siempre France Presse tiene su sede social en la Plaza de la Bolsa, y que desde cualquiera de sus ventanales se puede admirar la belleza clásicamente burguesa de la Bolsa de Valores, un palacio del capitalismo rodeado de algunos de los mejores restaurantes de París.
Una bolsa mundial donde las fortunas cambian de mano entre el desayuno y el almuerzo.
Tampoco es casual esa concentración de comederos y bebederos porque desde el siglo XIX en ellos calman su sed y su hambre periodistas y bolsistas.
Havas había intuido que información era poder y que quien tuviese la manera de manejar las noticias de cuanto ocurría en el entonces reducido mundo periodístico (Inglaterra, Alemania y Francia) podía ser el amo de Europa.
La embriaguez del poder que supone saber a tiempo lo que todo el mundo ignora es uno de los raros privilegios que tenemos quienes lo hemos poseído sin usarlo jamás. ¿Por qué? Posiblemente porque habíamos llegado a esta profesión atraídos únicamente por la aventura y nunca pensamos en utilizarla como trampolín.
En el siglo XIX el poderío de la prensa era inmenso, el periodismo era el primer poder del mundo, la primera fuerza que movía todas las combinaciones de las cajas fuertes. La bolsa subía o se despeñaba con tal de infiltrar un rumor agudo y pertinaz minutos antes del cierre de las transacciones.
(En el mundo entero esa captación del poder ha continuado hasta hoy).
Recuerdos perdidos en los recuerdos que me hacen pensar en Bel-Ami, el personaje con que Guy de Maupassant, un escritor que yo siempre había considerado como un niñato de buena familia más preocupado por sus erecciones matinales que por el trajinar del mundo, había crucificado «venganza a lo Pilatos» a los periodistas que trajinaban por esas infames publicaciones corruptas que no obstante tenían en sus manos el éxito de un libro, el aplauso de una obra de teatro y el poder supremo de utilizar informaciones de que nadie disponía para ganar dineros a espuertas.
(Poseo que no tengo- una amiga caribeña -vive en una ciudad cuyo sólo nombre me hace gimotear con la misma fuerza que a Adán cuando lo echaron del paraíso terrenal- que me dice que siempre hay que mirar el sol que se despierta por la mañana).
Niño bonito de una raza de estúpidos mentales, nunca he querido mirar más allá de mi pasado.
Y eso me ha llevado a darme de morros con el amigo Bel-Ami de Maupassant, prototipo del periodista que yo más odio (utiliza el periódico como plataforma y a sus amores como trampolines) pero que sigue prodigándose en nuestro supuestamente rico primer mundo, dador de lecciones de moral y democracia.
No hay constancia de que a alguien se le ocurriera silenciar esa prensa a cañonazos como al parecer quería hacer en nuestro civilizado siglo XXI el presidente George W. Bush con la cadena televisiva árabe Alyazira.
Un personaje digno de Guy de Maupassant aunque dudo si lo hubiese incluido en Bel-Ami o se lo habría reservado para uno de sus cuentos de horror.