EFECTOS DE LA PANDEMIA, SEGUNDA PARTE: EN CASA

Mi reino por media terraza

Por José Natanson
Tradicionalmente asociado a incultura y anti-cosmopolitismo, e incluso a depresión psicológica, el espacio doméstico es visto por la izquierda como un ámbito individualista y burgués. Pero el coronavirus cambió las cosas y la cuarentena nos obliga a pasar más tiempo que nunca dentro de nuestras casas, lo que podría llevar a un replanteo de la relación con el espacio doméstico. En esta segunda parte de la serie “Efectos de la pandemia”: el nuevo lugar de la casa.
Hold me tight in Corona times, de la serie United Nations COVID-19 Response (Katrin Wolff)

La casa es, junto al trabajo y la calle, el lugar en el que pasamos la mayor parte del día, el espacio en el que descansamos, pensamos y convivimos con otros, a pesar de lo cual suele ocupar un lugar discreto –a menudo reducido a una lógica funcional– en la cultura y los imaginarios.

Varias explicaciones convergen en este punto. En primer lugar, por supuesto, la casa es el espacio tradicionalmente asignado a la mujer, cuya realización personal estaba históricamente limitada al cuidado de los hijos y la familia hasta que los movimientos feministas del siglo XIX lograron conquistar la polis y romper la división espacio-género (en su interpretación extrema de la sharia, el Estado Islámico prohíbe a las mujeres que viven en sus territorios salir a la calle sin tutor).

Pero la minimización proviene también de perspectivas menos extremas. Ciertas interpretaciones psicológicas suelen asociar el hogar con lo infantil, lo simple e incluso con la depresión, como si quedarse en casa equivaliera necesariamente a abatimiento o desánimo, a abandonarse al abrazo del vientre tibio de la madre. Aunque el espacio doméstico puede ser también un sitio de felicidad y proyectos, y aunque el suicida elija muchas veces el espacio público –el balcón, el tren– para concretar su muerte exhibicionista, lo cierto es que la asociación casa-depresión es parte del sentido común de las sociedades occidentales. “¿Por qué no salís”? es la frase que sintetiza esta perspectiva.

La reclusión hogareña también suele identificarse con ausencia de curiosidad y llanura intelectual. Emilio Salgari escribió Sandokán sin haber viajado nunca al Sudeste de Asia, y Sarmiento el Facundo antes de conocer las pampas de la barbarie. Hoy, además, se puede viajar por Internet, y muchas cosas –salvo el cuerpo, la piel y la experiencia directa– están a un click de distancia, pero de todos modos persiste una mirada que asocia lo doméstico con incultura y anti-cosmopolitismo, como si el solo hecho de “viajar” –el gran fetiche de las clases medias progresistas en la era de la globalización– lo hiciera a uno más interesante. El imperativo del siglo XXI es el movimiento y la casa es por definición quietud.

El último enfoque es ideológico. La casa es percibida por la izquierda política como un ámbito individualista, como un espacio de confort limitado a la concreción del egoísmo burgués, en contraste con un espacio público que es colectivo y tiene la potencialidad de solidario. Y es cierto por supuesto que el poder y las grandes luchas se definen muchas veces en las calles, pero no lo es menos que el ámbito privado puede ser también un lugar para ejercer la generosidad y la entrega, y que es partir de cada ahí que se construye un pueblo, una nación, un “todos”. En su notable ensayo En casa (1), la periodista francesa Mona Chollet escribe: “Es desde el feminismo desde donde mejor se ha explicado la importancia de la intimidad del hogar como espacio en el que se transmiten los valores impuestos por el patriarcado, se consolidan las ideologías y se reproducen determinadas prácticas sociales. Pero considerada como una condición necesaria, indispensable, para poder influir sobre el espacio público, la casa es también el espacio donde es posible subvertir los valores heredados, cuestionar y producir modificaciones que vayan más allá de sus límites. Por lo tanto, la casa no está excluida de lo político, sino que, por el contrario, forma parte indisoluble de ese campo”.

Paradójicamente, al mismo tiempo que la casa es percibida como burguesa e individualista, también puede ser es vista como ociosa, como un espacio utilitario cuyo único objetivo es garantizar el descanso entre una jornada laboral y la siguiente; un obstáculo a las exigencias de la hiperproductividad en el marco de la “sociedad del rendimiento”.

Quedate en casa

La crisis desatada por el coronavirus y las cuarentenas masivas están modificando aceleradamente las percepciones dominantes sobre el espacio doméstico. Si, como señalamos en la nota que complementa este artículo (2), el espacio público ha sido súbitamente cancelado, amputado salvo en su modalidad virtual de posibilidades de encuentro y reconocimiento, recortado a un ámbito de provisión de alimentos a donde salimos como simples cazadores-recolectores, el espacio doméstico, en contraste, adquiere nuevas dimensiones, se agranda.

Último refugio contra el virus, la casa multiplica sus usos para convertirse en oficina, aula, taller, gimnasio… Por supuesto, al aumentar sus funcionalidades la casa deja de ser un ámbito dedicado exclusivamente a la vida familiar para mezclarse, sobre todo en los sectores medios que pueden permitirse el teletrabajo, con la vida laboral. Y esto aunque la intimidad se resigne a ceder protagonismo, como demuestran los casos tan frecuentes del Zoom de trabajo interrumpido por un gato que entra en cuadro, el encuadre que muestra los platos sucios apilados en la cocina de uno de los participantes o el grito del niño que se infiltra en la charla con un cliente.

Las relaciones sociales al interior del hogar también se alteran por efecto del virus. Como advierte Tamara Tenenbaum (3), la cuarentena nos impide frecuentar a amigos, colegas o familiares con los que nos veíamos cada tanto y nos obliga a estar más tiempo que nunca con quienes convivimos, lo que priva a las relaciones del oxígeno habitual de la reunión con amigos o la salida a tomar el fresco. No debería llamar la atención, por lo tanto, que el confinamiento aumente la violencia intra-familiar o desate una ola de divorcios, como ya ocurrió en otros países. La cuarentena pone a prueba nuestros nervios y agudiza las tensiones previas: los hogares violentos se vuelven más violentos, los indiferentes estiran la distancia, los desordenados son un caos. La suspensión de clases, los cambios en los modos de trabajo y la alteración de las rutinas trastocan los horarios, desorganizan la casa.

En este contexto inédito, las tareas domésticas adquieren un nuevo peso y constituyen la estructura a partir de la cual se organiza la jornada, una especie de esqueleto del día. Las familias de clase media, privadas del trabajo de las empleadas domésticas, se ven obligadas a asumir ellas mismas el desafío de limpiar, cocinar y lavar. En el marco de una división sexual del trabajo que sigue siendo muy desigual, la carga mayor recae sobre las mujeres. Al mismo tiempo, como sostiene Cristina Rivera Galarza (4), la imposibilidad de salir, es decir, la imposibilidad de no verlas, las vuelve monumentales: la cocina sucia nos persigue desde que nos despertamos hasta que reunimos las fuerzas suficientes para acometer la tarea, un registro fluorescente de camas deshechas, polvo en el piso, migas en los sillones, ropa acumulada, azulejos manchados…

Pero mejor no deprimirnos. Concluyamos. La casa, relegada a un rol secundario en la vida cotidiana de las ciudades burguesas, ha adquirido, por imperio del coronavirus, una centralidad impensada. Como en otros órdenes de la vida, la pregunta es si esta situación excepcional producirá cambios duraderos, si desarrollaremos nuevos modos de apropiación del espacio hogareño. Si, como todo indica, la convivencia con el virus y el riesgo de contagio se prolongan durante un tiempo, incluso después de que pase el pico de la pandemia, con cuarentenas intermitentes y la amenaza de infección pendiendo como una espada, seguramente sí. ¿Se cerrarán las casas, limitando las visitas de amigos o familiares por miedo a los contagios? ¿Seguiremos lavando las latas de tomates, sospechando de todo lo que ingresa como un vector en potencia del coronavirus?

Más en general, cabe preguntarse si los riesgos generados por el hacinamiento nos llevarán a replantear el modo de vivir en las ciudades, si será posible construir sistemas más justos de distribución del hábitat, si habrá más gente decidida a permanecer dentro de sus casas una vez que pase lo peor de la crisis: ¿qué harán, por ejemplo, las personas pertenecientes a los grupos de riesgo, los paranoicos o los hipocondríacos? Consecuencia del teletrabajo y las nuevas modalidades de empleo y autoempleo, la morfología del hogar seguramente se vea alterada. ¿Mutará el mercado inmobiliario, revalorizando el tamaño de los ambientes y la disponibilidad de un espacio al aire libre por sobre la ubicación en el entramado metropolitano y su cercanía a los nodos de transporte? ¿Cuántas familias cambiarían hoy la cercanía al subte por un patio o media terraza?

1. Mona Chollet, “En Casa. Una odisea del espacio doméstico”, Editorial Hekht, 2017

2. José Natanson, “Hambre de ciudad”, en el dipló digital, https://www.eldiplo.org/notas-web/hambre-de-ciudad/

3. “Amar en tiempos revueltos”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, N° 252, junio 2020 https://www.eldiplo.org/252-como-sera-el-dia-despues/amar-en-tiempos-de-pandemia/

4. “Del verbo tocar: Las manos de la pandemia y las preguntas inescapables”, Revista de la Unam, junio 2020, disponible en

https://www.revistadelauniversidad.mx/articles/6428d816-f2cf-420d-977e-c9c0f8fc7427/del-verbo-tocar-las-manos-de-la-pandemia-y-las-preguntas-inescapables

 

 

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© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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