Por 56 votos a favor y 47 en contra, el pleno del Congreso de la República aprobó recientemente interpelar a la ministra de Educación a propósito de la nueva ley del Magisterio que comienza a debatirse en el país. Curiosa decisión por cierto que dice más de la fragilidad parlamentaria del gobierno que de los […]
Por 56 votos a favor y 47 en contra, el pleno del Congreso de la República aprobó recientemente interpelar a la ministra de Educación a propósito de la nueva ley del Magisterio que comienza a debatirse en el país.
Curiosa decisión por cierto que dice más de la fragilidad parlamentaria del gobierno que de los aciertos o errores que pudieran detectarse en la gestión de la titular de ese portafolio siempre complejo y difícil. Y curiosa también porque en el pasado -hasta lo que se recuerde- en ninguno de los gobiernos posteriores a 1968 ha sido un titular de ese sector víctima de un acoso congresal como el que le ocurre a la ministra Salas. Ni la catastrófica Mercedes Cabanillas ni el inefable Chang, pasando por los fujimoristas que usaron el portafolio para enriquecer a consorcios privados, debieron enfrentar operativos de esta magnitud liderados, además por quienes -en materia de educación- saben lo que podría saber María Conchita Alonso de Física Cuántica.
La demanda contra la Salas no tiene el menor sustento ni académico ni pedagógico. Se basa tan sólo en consideraciones menores de quienes -heridos pos la derrota del Gabinete Valdez- creen que es ella hoy el eslabón más débil del nuevo equipo, y quieren golpearla para desacreditar su gestión y mostrar que Ollanta Humala no da pie con bola. Por eso la intención interpeladora se inició antes que se conociera el proyecto de ley que remitiera el ejecutivo al Congreso y antes que se iniciara el debate de prensa en torno al conflicto magisterial que aún no concluye. No obstante, el cuestionamiento esbozado por la oposición, sintetiza elementos acuciantes.
El primero, tiene que ver con el modo cómo la derecha más reaccionaria ve al Maestro de Escuela. Aldo M. en su columna del jueves 9 de agosto en el diario «Correo» sintetiza el tema de una manera transparente: «El profesor público es simplemente un empleado que contrata el estado para darle le mejor educación posible a los alumnos». No es, entonces, un profesional al servicio del Estado, ni mucho menos una personalidad formada académicamente para modelar infantes. No merece atención a su calidad de docente, porque podría no serlo en tanto que sólo debiera poseer conocimientos para trasmitirlos a sus alumnos. Cualquiera que sepa algo, podría ser Maestro. Después de todo, también se dice «maestro carpintero» al que maneja sabiamente los tablones del aserradero.
Esta es una óptica que no se usa para calificar a ninguna profesión. El médico no es ningún empleado que puede tratar a un enfermo. Ni el arquitecto, un obrero que sabe construir. En ambos casos se trata de profesionales calificados, que siguieron esas carreras por poseer características personales definidas y que hicieron estudios especializados para perfeccionarse en su función. No. Los maestros son apenas «empleados del estado», como podría serlo un honorable ascensorista o un esforzado secretario de juzgado.
La segunda idea que fluye de este debate es el pretender la existencia de una contradicción. ¿Qué es más importante? Se dice, ¿el Maestro, o el alumno? Por cierto, para el proceso educativo lo esencial es el niño. El Maestro, entonces, pasa a integrar un rol subsidiario que muy poco importa. Esta reflexión es una trampa que nos puede llevar a aquella del huevo y la gallina, porque sin huevo, no hay gallina y sin gallina no hay huevo. Es que, en efecto, en cualquier escuela que se precie de serlo, Maestro y Alumno forman un dúo inseparable. Uno es tan importante como el otro y ambos constituyen la base esencial del proceso educativo. El maestro porque enseña y el Alumno porque aprende son las dos caras de una misa medalla: la formación humana.
Para ese efecto -eso está claro- el Maestro debe serlo. Es decir, debe alcanzar la categoría y el nivel humano indispensable, que sólo es producto de una vocación definida y una selecta formación. Precisamente por eso los gobiernos reaccionarios mostraron en el Perú tanta desidia e ineptitud para formar Maestros. Nunca los quisieron. Les negaron siempre educación universitaria y cuando eso ya no fue posible, se empeñaron en destruir la Universidad que los formaba desmoralizando y corrompiendo a sus estamentos hasta tornarla irreconocible. Pero, además, negaron ingresos básicos a los docentes y los acosaron con hambre y miseria, para que desertaran de las filas y fueron reemplazos por personal descalificado al que le entregaron títulos de Maestros en escuelas normales a docenas surgidas al calor de intereses partidistas.
No hay que olvidar que los 400 «Pedagógicos privados» que surgieron sólo en Lima bajo la administración aprista, no tuvieron más propósito que entregar títulos pedagógicos a los activistas de ese partido en los años 80. Luego de ellos el país entero habló del «bajo nivel académico de los docentes». Por eso es verdad que los profesores de hoy carecen del nivel adecuado. Pero eso, es producto de la irresponsabilidad del Estado. Constituye un drama que el Estado mismo está obligado a corregir. Capacitar a los docentes es tarea de honor.
Para los áulicos de la educación privada, el 80% de los Maestros peruanos no tuvieron la capacidad de aprobar los exámenes básicos a los que fueron sometidos. Hay que decir, sin embargo que, por la modalidad de las pruebas resultaba muy fácil desaprobar a cualquier docente, porque lo que se valoraba en ellas era la retención memorística y no su destreza en el manejo docente. Por eso se trataba de un examen escrito, y no de un ejercicio en aula.
Ahora se habla de la calificación docente y se asegura que los Maestros deben ser «evaluados», pero se pone el grito en el cielo cuando se sugiere que dicha evaluación sea supervisada por docentes. «Es poner al gato de despensero», gritan a una sola voz los aldos y las cecilias, que no reparan en el hecho que la evaluación de los jueces la hacen los jueces; la de los militares para los efectos de ascenso, la hacen los militares; y la de los médicos en los hospitales la hacen los médicos. ¿Por qué entonces arañar tanto el piso cuando se dice que los maestros pueden supervisar las evaluaciones que se hagan? ¿Qué se pretende? ¿Que a los Maestros los evalúen médicos, abogados o burócratas de oficio y que sean calificados en función a los informes reservados que proporcione la DINCOTE?
Este mismo prejuicio contra la carrera docente salta cuando se dice que «hay que impedir a toda costa que acusados por terrorismo o abuso sexual ejerzan funciones docentes». No hay que olvidar, en el primero de estos extremos, que millares de peruanos fueron acusados sin fundamento algunos de ser «terroristas». Muchos de ellos fueron incluso condenados a largas penas, pero eran inocentes y finalmente recuperaron su libertad. Hoy mismo, con seguridad, hay docentes presos indebidamente acusados de «terroristas» en las cárceles del país. Y es que hoy, cuando se habla de los descontentos en España, se les llama «indignados»; pero cuando se alude a los descontentos en nuestro país, se le llama simplemente «terroristas». ¿O no es así?
Y en el otro extremo también hay que ser cuidadoso porque en diversos casos acusaciones de ese corte resultaron infundadas -luego del escándalo pertinente- porque fueron el resultado de caprichos personales, venganzas mezquinas o castigos injustos. Nadie que sea acusado de «abuso sexual» -con razón o sin ella- quedará bien visto por el entorno social.
El tema de la interpelación prevista tiene entonces diversas aristas. Y no se constriñe al texto de un proyecto de ley que, por lo demás, no crea ningún mecanismo nuevo ni distinto en el sector. En todo caso, reduce y ordena conceptos remunerativos, mejora el valor de la hora pedagógica, incluye la preparación de clases y la evaluación para el efecto de las remuneraciones, amplía las áreas del desarrollo docente, establece 8 niveles de carrera, señala topes fijos para el incremento de haberes y otorga otros reconocimientos, todos compatibles con la función docente. Aunque algunos estaban ya planteados en la legislación, carecían de precisiones hoy necesarias.
Es claro que la ley que finalmente se apruebe -aunque sea la mejor- no cambiará sustantivamente la situación de la educación peruana. Ella, más que una ley, requiere de una Política Educativa que debe diseñarse a partir de la realidad y proyectarse en una sociedad de cambio como la nuestra, en la que el mensaje esencial se afirme en la cultura, la formación humana, el cultivo de la sensibilidad, el amor a la belleza y el aliento a la solidaridad activa con las luchas y con los pueblos.
No hay que olvidar que, independientemente de prejuicios políticos o ideológicos, los avances más claros y definidos en materia de educación y cultura han sido logrados en países en los que -como Cuba y Venezuela- se ha afirmado el cambio social. Es este, como en otros terrenos, no hay que olvidar al verdadero Mariátegui: «La servidumbre de la escuela a un cacique de provincia no pesa únicamente sobre la dignidad de los que aprenden. Pesa, ante todo, sobre la dignidad de los que enseñan. Ningún maestro honrado que medite en esta verdad puede ser indiferente a sus sugestiones. No puede ser tampoco indiferente a la suerte de los ideales y de los hombres que quieren dar a la sociedad una forma más justa y a la civilización un sentido más humano».
Gustavo Espinoza M. es miembro del Colectivo de Dirección de Nuestra Bandera / http://nuestrabandera.lamula.
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