«(…) el lujo de omitir la violencia de la gentrificación de nuestro ámbito es un lujo político que nace de los privilegios de raza y de clase.» SMITH, Neil. La nueva frontera urbana. Iniciado en la década de los 70, la gentrification es el proceso por el cual los barrios pobres y obreros ubicados en […]
«(…) el lujo de omitir la violencia de la gentrificación de nuestro ámbito
es un lujo político que nace de los privilegios de raza y de clase.» SMITH, Neil. La nueva frontera urbana.
Iniciado en la década de los 70, la gentrification es el proceso por el cual los barrios pobres y obreros ubicados en el centro de la ciudad, son reformados a partir de la llegada de capital privado y de compradores de viviendas de clase media. El concepto fue acuñado por la socióloga Ruth Glass en 1964. Parece incoherente que el nacimiento del término sea anterior al proceso, pero la cuestión es que cuando Glass habló de gentrification se refirió a un conjunto de cambios que venían sucediendo desde la década de los 50 en ciudades como Nueva York y Londres. Ahora bien, no fue hasta los 70 cuando estas transformaciones se sistematizaron por toda Europa.
El geógrafo escocés Neil Smith estableció tres fases de enoblecimiento de la ciudad de Nueva York. La primera fase consistió en pequeños cambios en el ámbito artístico y cultural que propició la llegada de la clase media al centro de la ciudad; en la segunda etapa, se produjo una gran inversión financiera gracias al greenlining, es decir, al aumento de la concesión de crédito a aquellas personas y empresas que quisieran trasladarse al centro; y la tercera estuvo basada en la rehabilitación de los edificios y en la apertura de restaurantes, tiendas, salas de exposiciones, oficinas, etc. Hasta aquí todo parece perfecto, muy hollywodiense. Sin embargo, Smith remarcó que durante la segunda fase, el número de desalojos se disparó, lo que hizo elevar los homeless de la ciudad de los rascacielos. Además, entre la segunda y la tercera etapa, el rol del Estado desapareció y se produjo una fuerte financiación privada. Finalmente, acabada la tercera, comenzaron los problemas con los vecinos de toda la vida y sus asociaciones.
Este proceso se extendió en Londres y París primero y el resto de Europa después; pero además, el movimiento okupa ejerció un rol de contrapeso a esta privatización del espacio público. Por supuesto en el viejo continente, la policía y gran parte del periodismo criminalizó este movimiento de contestación urbana durante la década de los 90. Lo importante era conseguir que las consecuencias se convirtieran en la causa, y viceversa; es decir, que la violencia generada por un proceso de extremada privatización y empobrecimiento fuese la consecuencia del movimiento okupa, y la aparición de éstos fuese la causa de una apuesta por un proceso de limpieza conocido como gentrification. «Barcelona, posa’t guapa», les suena, ¿verdad? En España los términos anglosajones no triunfan, así que se optó por la «regeneración urbana».
Esta idea es la que se desprende del documental emitido el sábado 17 de enero por el canal autonómico catalán Canal 33 «Ciutat morta», la historia desgarradora de cinco personas acusadas, arrestadas, torturadas y encarceladas por un delito que jamás cometieron. Pero su estética, o mejor dicho, unas rastas, unos piercings, un look original, pero también una procedencia geográfica, sirvió como justificación.
A medida que avanzaba el documental, censurado por un juez, los espectadores podíamos escuchar un procedimiento más semejante al de la Santa Inquisición que al de un Estado de Derecho que, además, ha ratificado la Declaración Universal de los Derechos Universales. El único rol que desempeñaron las cinco personas detenidas durante el proceso fue el de averiguar de qué se les acusaba y, posteriormente, reconocer el delito que se les imputaba. El auto de fe les llegó con la libertad condicional.
Sin embargo, una de las detenidas decidió poner fin de la manera más trágica, aunque como reflejó en el documento uno de los acusados, más nobles. Porque ante la atrocidad de la acusación policial, el suicidio es una opción más digna. Las palabras de la poeta muerta y la imagen de la ventana parecía lo más coherente de esta repugnate historia. ¿Estamos ante un caso aislado de corrupción policial? ¿Y la juez instructora? ¿Y el alcalde? ¿Y la televisión autónomica?
«Ustedes responderán por su sangre, yo no tengo la culpa.» Mt, 27:24
Pero a estas alturas, estas palabras carecen de valor. No sólo se es culpable por acción, también se es por omisión. Así pues, ¿fue todo una simple venganza por el policía que cayó en coma el 4 de febrero de 2006 tras el lanzamiento de una maceta desde un balcón? No, evidentemente que no. La venganza es siempre individual, no colectiva. Desgraciadamente para el policía gravemente herido y para las cinco personas detenidas, lo que se esconde detrás de la detención, tortura y prisión es una justificación de un proceso más amplio.
En un artículo publicado en El País [1] en el año 1995, Francisco Fernández Buey defendió la recuperación del uso político de las palabras. Afirmó que la capacidad de poner nombre a los hechos era la clave para cambiar el mundo. Incluso también para tergiversalo. En las declaraciones de dos de los acusados, éstos recordaron que durante el juicio se repitió constatemente el término «estética okupa» y «antisistema». El documental va más allá y nos relata algunos datos interesantes de Ciutat Vella y del Forat de la Vergonya y de la terrible privatización que sufren desde hace décadas muchos barrios de la capital catalana. Por lo que hay algo más que una simple venganza.
Smith remarcó que la victoria ideológica de la gentrification es producto de la anestesia de un lenguaje eufemístico que esconde la legimitación de una injusticia ciudadana y humana. Así que mejor será que tomemos en serio a Fernández Buey, no tergiversándolo, sino creyendo firmemente en sus palabras. Para empezar, hagamos que «Barcelona, posa’t guapa!» no sea la victoria ideológica de la barbarie.
Nota
[1] FERNÁNDEZ BUEY, Francisco. «Dialéctica de la esperanza utopica.» en El País, 16 de junio de 1995. http://elpais.com/diario/1995/06/16/opinion/803253607_850215.html
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