-«Primero hay que lanzar al hombre y luego su programa. El Senador Palantine es un hombre dinámico, inteligente, interesante, fresco y fascinante» -«Además es sexy» -«Sí, exactamente, y además muy sexy» -«¿Te das cuenta? Parece que vendas un dentífrico» -«Es que lo estamos vendiendo». Taxi Driver, Martin Scorsese, 1976. Como no podía ser de otra […]
-«Primero hay que lanzar al hombre y luego su programa. El Senador Palantine es un hombre dinámico, inteligente, interesante, fresco y fascinante»
-«Además es sexy»
-«Sí, exactamente, y además muy sexy»
-«¿Te das cuenta? Parece que vendas un dentífrico»
-«Es que lo estamos vendiendo». Taxi Driver, Martin Scorsese, 1976.
Como no podía ser de otra manera, en la carrera para elegir a los candidatos a la Casa Blanca estamos constatando un traspaso mecánico de las estrategias y técnicas del marketing comercial al campo de la política. Y es que las elecciones primarias no tienen nada de especial en este sentido. Se trata de la política característica de nuestro tiempo, la propia de la Sociedad del Espectáculo debordiana en el que las imágenes y las representaciones se alejan cada vez más de la realidad, creando otra realidad paralela que acaba por imponerse. La apariencia ocupa el lugar del ser, la forma el del fondo y una mediación cada vez más distorsionante el de la experiencia directa y real. El político se convierte en una mercancía que hay que vender a unos consumidores recurriendo al espectáculo, que coloniza así la vida política y social en detrimento de otras actividades más genuinas y trascendentes. En consecuencia, se produce una pérdida cualitativa importante de todo lo que tiene relación con La Política, convirtiéndose ésta, cada vez más en «el arte de evitar que la gente se preocupe de lo que le atañe» utilizando la expresión de Paul Valéry.
En los meses previos a las primarias estadounidenses hemos observado, de nuevo, una ausencia alarmante de ideas para el progreso del país. Lo destacado ha sido la proliferación de emblemas, colores corporativos, eslóganes, frases patrióticas, proclamas populistas, rituales festivos, fotos retocadas, sonrisas Profident y debates con todas las características del pressing catch apoderándose de la campaña electoral y provocando el jaleo de los fans, a la par que desgastando la confianza de los muchos que no encuentran soluciones a sus problemas. Más aún, en lugar de aportar soluciones, la política del espectáculo simplifica el complejo entramado de la realidad comprimiéndolo en imágenes y clichés, y lo redefine mediante lo simbólico confiriéndole un significado que sólo puede alejar al votante del conocimiento necesario para tomar las mejores decisiones.
Los asesores y publicistas de los políticos siguen optando por el uso de poderosos elementos simbólicos atrayentes, la creación de dioses y demonios, la invención de lazos de afectividad y el impacto espectacular (necesariamente breve y emotivo) para hacer partícipe de la experiencia al mayor número posible de personas. Y resulta lógico querer alcanzar su objetivo persuasivo a corto plazo aumentando el sentimiento de pertenencia a un grupo de la misma manera que lo consiguen las marcas comerciales, en lugar de tratar de proporcionar la información necesaria para que el votante se forme un juicio contrastado y meditado.
De hecho, basándose en la experiencia del pasado, los publicistas políticos tienen pocas razones para cambiar. Desde que Dwight Eisenhower requirió por primera vez en política los servicios de una agencia de publicidad en 1952, se le ha conferido una gran importancia al marketing político a la hora del triunfo de un candidato en las elecciones. Rosser Reeves de la agencia Ted Bates aplicó con éxito la estrategia creativa que él mismo había ideado unos años antes para vender productos comerciales (Unique Selling Proposition, U.S.P., o Proposición Única de Venta) y creó el muy publicitario eslogan I like Ike. Aunque el candidato perdedor Adlai Stevenson consideró indigno tratar a un alto cargo político como a una marca de copos de avena, la campaña resultó paradigmática, todo un ejemplo a seguir en el futuro. También fue aleccionador el debate entre Kennedy y Nixon con el curioso resultado de que los que lo siguieron en televisión dieron como vencedor al primero, mientras que quienes lo escucharon por la radio consideraron ganador a Nixon. En este caso, una imagen sí que valía más de mil palabras. En Francia, Jacques Séguéla pasó al olimpo de los dioses publicitarios como asesor de campaña de Miterrand en 1981 (con el mítico eslogan La force tranquille) y en 1988. Séguéla utilizó la Star Stratégie, basada en el poder de atracción de las estrellas hollywoodienses, para conseguir en seis meses que Miterrand pasase de un 36% de intención de voto a ganar la presidencia con el 52%. Su estrategia, que posteriormente utilizó con gran éxito en Citroën, consistía en convertir a la marca-objeto en marca-persona y ésta en marca-estrella.
Tampoco le fue nada mal a otros presidentes -algunos con encanto natural y otros sin él- el asesoramiento profesional a nivel comunicativo. Por ejemplo, a Ronald Reagan (quien a pesar de haber sido un mal actor acabó siendo apodado «El Gran Comunicador»), a Felipe González (el lema «OTAN, de entrada no» debería estudiarse en los libros de texto como ejemplo de la táctica propagandística que Woodward y Bernstein llamaron durante el Watergate Non-denial denial), a Bill Clinton (simpático saxofonista que usó la misma táctica aunque con menos éxito en el caso Lewinsky), o a Tony Blair (quien, al igual que González y Clinton, fue muy hábil en camelarse mediante la retórica a votantes de izquierda, centro y derecha).
Además, parece aún más lógico (casi obligado) recurrir a lo que Adorno y Horkheimer llamaron en el ámbito comercial el proceso de pseudoindividualización, que sirve «para mantener la apariencia de competencia y de posibilidad de elección» de productos muy similares (Dialéctica de la Ilustración, 1947), en el contexto político estadounidense. Cuando los programas de uno y otro partido y las ideas de los principales candidatos son muy parecidas, se hace necesario diferenciarlos artificialmente. Según la Ley de la Percepción de los gurús del marketing Jack Trout y Al Ries «el marketing no es una batalla de productos, es una batalla de percepciones», y lo mismo es aplicable en política cuando lo que hay que vender tiene pocos atributos diferenciadores. Hay que inyectarle valores fuertemente connotados que acerquen el candidato al posible votante. Como con cualquier producto de éxito los publicistas buscan un posicionamiento en función del público objetivo y de la competencia para alcanzar una determinada cuota de mercado. Se completa el producto simbólico con el packaging adecuado y ya está listo para lanzarse al mercado.
El candidato debe recordar que tiene que repetir una y otra vez las mismas ideas sencillas de forma breve para que penetren en la mente del electorado y mantenerse coherente (lo que no es deseable es el cambio de opinión). Las ideas se presentan como axiomas incontestables lo suficientemente ambiguos como para no ser excluyentes. Por ejemplo: «debemos apoyar los esfuerzos contra el terrorismo internacional». Claro que debemos luchar contra el terrorismo, pero, ¿eso significa también apoyar la reciente aprobación por parte del Senado, de mayoría demócrata, de setenta mil millones de dólares adicionales para las guerras de Irak y Afganistán, por ejemplo? No importa, en el lenguaje del espectáculo no hay lugar para los matices, o se abraza la idea en su totalidad con júbilo o se está contra ella. Después, es suficiente con adornar este tipo de ideas vagas con elementos que persiguen la filiación emocional.
Los políticos buscan su éxito, pues, en el impulso y en la identificación simbólica más que en el nivel de las ideas. Como ha escrito el profesor canadiense Terence H. Qualter «los partidos buscan la victoria, no un electorado más racional. Su objetivo no es informar sino persuadir. Como los publicitarios comerciales, los propagandistas políticos buscan, con todos los recursos, reducir cualquier evaluación racional o crítica de sus declaraciones. Apelan primariamente a la mente subconsciente, no racional» (Publicidad y democracia en la sociedad de masas, 1994).
Actualmente, la carrera electoral es el tema de mayor cobertura en los medios de comunicación estadounidenses, siendo el escalón principal que permite a los ciudadanos asomarse al espectáculo circense de la política. Los asesores publicitarios batallan entre ellos por aumentar la visibilidad de sus candidatos, resaltar su lado humano y cercano, explotar los defectos del otro y batear fuera del estadio las críticas que recibe el suyo. Y los medios están encantados (es una relación de complicidad recíproca). Reciben una materia prima muy útil para proporcionar un buen infotenimiento en el que poder destacar lo trivial y trivializar lo importante. Además, el uso del símil deportivo o el del entretenimiento no es banal ya que a la prensa le apasiona presentar la contienda en términos de gran espectáculo deportivo: el púgil que tumba al otro, el que se luce más de cara a la galería, el que va por delante en las encuestas (carrera), los highlights (repetición de las mejores jugadas), lo espectacular de su performance… en definitiva, se trata de showtime, como ha titulado sin ironía CNN a la campaña en más de una ocasión. Los medios buscan lo mismo que los asesores: mucha emoción, una encarnizada batalla simbólica y poco contenido trascendente que trate sobre un cambio real para el país. Lo importante es lo que cada candidato aparente ser. Así lo confirmó el editor de la revista Time en un artículo de opinión en The New York Times al afirmar que la mayor parte de la cobertura mediática se centra en la idea de que se puede juzgar el potencial de cada candidato de ser un buen presidente en función de cómo se presenten en sus campañas electorales.
Pero presentarse al público de manera acertada tiene poco que ver con la capacidad de un político de afrontar la presidencia del país más poderoso del planeta. Al fin y al cabo, George W. Bush ganó, aunque con pucherazo incluido, las dos últimas elecciones presidenciales presentándose como un tipo llano, amigo del pueblo y con un falso acento tejano, que como dice Noam Chomsky no es el que utilizaba en la Universidad de Yale donde estudió. Bush contó buenas batallitas del abuelo, exaltó el patriotismo, se erigió como líder de la cruzada internacional contra el terrorismo y venció. Una fórmula sencilla que básicamente coincide con la definición de buena campaña que Miterrand le dio a Séguéla: «Resulta electo el hombre que le cuenta al pueblo su historia, forma parte de ella en ese preciso momento, a condición de que él sea el protagonista, el héroe creíble del cambio» (e-lecciones.net).
La lucha consiste pues, en vender la mejor historia e imagen a través de los medios más adecuados para llegar al público objetivo. Cada vez aparecen más soportes que sirven para canalizar los mensajes: Google ofrece un servicio bastante completo, en You Tube hay una auténtica guerra de guerrillas, se paga a algunos bloggers, se comunica vía podcasts, fotogalerías, etc. Pero los medios mainstream siguen siendo las estrellas y también están pendientes, sobre todo, de lo simbólico: por ejemplo, sabemos por The New York Times que el republicano Mike Huckabee es un tipo afable, real y auténtico, con humor, gracioso y encantador (el sureño encantador). Además, ha tenido gestos que le han valido bastantes puntos en los medios como tocar con el bajo eléctrico la canción «Takin’ Care of Business» (Cuidando de los negocios) o sus intensos videos promocionales junto al actor Chuck Norris, quien sería su Secretario de Defensa. Incluso se pueden comprar posters con Huckabee posando con su bajo al más puro estilo de estrella del rock. De otros candidatos también hemos podido conocer cosas como las propinas que deja Hillary Clinton, su uso de la carta Bill (Clinton) o que Papá Noel la apoya; la familiaridad y combatividad de John Edwards; de qué equipo de fútbol es Barack Obama; la infancia de casi todos ellos; o los ingresos de campaña de los contrincantes (es fundamental porque se considera síntoma de la seriedad del candidato).
Pero no todo son buenas noticias para los candidatos. Algunos de ellos han recurrido a técnicas sucias típicas del rovismo para producir publicidad negativa de sus contrincantes. Por ejemplo, el republicano Mit Romney ha inundado los buzones de los afiliados al partido con información negativa de su colega Huckabee.
Pero tal vez el caso más interesante es el de Barack Obama. Algunos republicanos -políticos y periodistas- lo han atacado ferozmente por su presunta «musulmanidad» y han enfatizado que su nombre completo es Barack Hussein Obama. Mit Romney incluso tuvo el «lapsus» de llamarle Osama. A Obama, por su parte, le puede venir bien la carta de pertenecer a una minoría, aunque evita usarla no sea que le quite votos provenientes de su discurso principal de conciliación nacional para el cambio (por eso no ha querido que Jesse Jackson aparezca en sus videos promocionales). Lo principal ha sido no entrar en ese terreno peligroso de nombres y religión en el que casi seguro saldría perdiendo. Es curioso que en su sitio Web personal no haya encontrado ni una sola referencia a su segundo nombre, Hussein. Está por ver la tolerancia de los votantes estadounidenses a este tipo de cuestiones, pero no parece improbable que le pueda restar algunos votos. El profesor Grant W. Smith, que ha estudiado la reacción de los votantes al sonido de los nombres de los candidatos cree que Obama podría salir perjudicado entre los votantes indecisos. En términos de imagen la mejor baza del senador afro-americano ha sido el apoyo de la presentadora Oprah Winfrey, una mujer negra de éxito hecha a sí misma, nacida en la pobreza y que gracias al esfuerzo propio se ha convertido en uno de los personajes más poderosos de los EEUU.
La cobertura en torno a las personalidades y a los elementos tácticos del «juego» produce aún más juego, pero el problema es que no se abordan los serios problemas del país. Según una encuesta del Pew Research Center los estadounidenses han empezado el año nuevo con una visión altamente negativa de las condiciones nacionales (el 66% está insatisfecho). Es obvio que resulta imposible que los ciudadanos puedan saber cómo se va a resolver la guerra en Irak, la crisis con Irán, la crisis económica, la pobreza, el problema sanitario o el medioambiental. Como siempre, los «expertos» dicen que los medios y los políticos ofrecen lo que los ciudadanos demandan. Por ejemplo, han argumentado que la cobertura mediática y política de la guerra de Irak ha disminuido notablemente porque el público ya se ha cansado. Sin embargo, según varias encuestas en www.pollingreport.com/prioriti.htm el tema prioritario para los ciudadanos es la guerra en Irak. Hay que decir que el demócrata John Edwards es el candidato que ha tratado de abordar seriamente alguno de estos temas y que se ha pronunciado repetidamente en contra del poder de las grandes corporaciones (lo que le ha reportado críticas importantes en los medios). Ha apelado a votantes más progresistas a los que no convencen ni Clinton ni Obama, pero se trata de poco más que retórica en busca de un nicho de votantes. Como demócrata tiene las manos atadas (se le ha considerado un senador demócrata-conservador), sus propuestas -similares a la de sus compañeros de partido- son insuficientes (por ejemplo sobre el seguro médico), evita pronunciarse sobre ciertos temas controvertidos y no debemos olvidar que apoyó la invasión de Irak.
Así, la distancia entre población y élite política se va acrecentando, algo que se demuestra en la alarmante abstención en la mayoría de elecciones presidenciales de las últimas décadas. Se trata de un problema de fondo que difícilmente se solucionará si los políticos no deciden cambiar la distinción simbólica por la real y empiezan a preocuparse más por la población y menos por los intereses político-económicos. Las encuestas muestran que la población está bastante más a la izquierda que los dos partidos principales y los medios de comunicación en temas como el medio ambiente, la sanidad, la educación, los derechos humanos o las guerras. Y es que los Estados Unidos y el mundo entero necesitan la democratización del país más poderoso del planeta. Para eso, los líderes políticos tienen que entender que la gente no reacciona de la misma manera a promesas de futuro de índole distinta. No es lo mismo comprometerse con un producto-fetiche irrelevante para tu vida que pronto puedes sustituir por otro, que dar tu confianza a unos/as señores/as que van a decidir sobre aspectos que te afectan directa y trascendentalmente durante varios años.
Toda la puesta en escena del marketing político no es más que un velo que sirve para mantener el poder de las élites, pero la población está cada vez más cansada de que el campo de batalla esté en el nivel de las formas y no en el del fondo. El jugoso proceso electoral sirve para legitimar la democracia, pero se trata de un juego de élites que queda al descubierto cuando los ciudadanos dejan de creer. En cualquier caso, lo que queda claro es lo falaz del mito liberal de considerar al electorado como un grupo de individuos autónomos, racionales e informados capaces de tomar las decisiones más acertadas. Y es que tradicionalmente los liberales han estado a favor de la democracia siempre que sirviese para mantener sus privilegios. Hoy día, no podía ser de otra manera, y utilizan las distintas herramientas de la comunicación política para mantener el status quo. El problema es que habiendo cada vez menos que vender están llegando a un callejón sin salida. Por eso, las democracias liberales sólo pueden sufrir una deslegitimación progresiva a medida que se acentúan sus contradicciones: democracia sin el pueblo no es democracia.