Son muchos ya los filmes, telefilmes y series que con notable imaginación y fuerte mirada crítica mostraron el mundo de los medios y, en especial, el lado más oscuro de la televisión. Probablemente ninguna realización llegó tan lejos ni expuso tan crudamente las bajezas y excesos de los medios y de quienes trabajan en ellos como Poder que mata, dirigida por Sidney Lumet, basada en un guión de Paddy Chayefsky y estrenada en 1976. Una versión de esa película, posteriormente adaptada al teatro (se dio en Londres, en Nueva York y también en México) está en la cartelera porteña con el título de Network. Con adaptación de Juan José Campanella, dirección de Corina Fiorillo y un elencazo de más de 25 intérpretes, puede verse en el teatro Coliseo.
El gran Chayefsky dejó este mundo en 1981, por lo que no llegó a ver la acción devastadora en su país de cadenas como Fox News, fundada en 1996. Eso sí: en 1974 tuvo frente a sus ojos el horroroso caso de Christine Chubuck, conductora del informativo matutino de un canal de Sacramento, Estados Unidos, que se disparó en la cabeza en plena transmisión. La película original –se la encuentra en YouTube; se sugiere una visualización– es una lograda fotografía que ilustra la influencia de las corporaciones, sin rostro, sin alma. Aquel film que se desarrollaba en la década del ‘70 y sus crías escénicas del siglo XXI presentan el caso de Howard Beale, conductor por más de 20 años del noticiero central del canal UBS, al que le anuncian que su programa no va más porque el descenso de audiencia lo volvió insostenible. Frente a su inminente abismo laboral y a punto de perder lo más importante que tenía en su vida, anuncia que se pegará un tiro en cámara. Concretamente pone fecha y hora, de ese modo trágico piensa despedirse.
Aquí sucede algo inesperado hasta para el propio Beale. Su violenta promesa personal más una fuerte diatriba sobre la situación social eleva el rating a números sorprendentes. Quienes conducen el noticiero, cuya principal razón de existencia es generar audiencia y acumular dinero, coinciden en que en el discurso de ese “articulador de la ira pública” hay un camino novedoso, inesperado, efectivo. Beale asume velozmente su nuevo personaje de “profeta rebelde que denuncia la hipocresía de este tiempo”. Los ejecutivos de la cadena, que no muestran límites éticos o morales, acuerdan que el estado de ira hace crecer la facturación pero que de ninguna manera les conviene propiciar un estado de conmoción. Beale, más agrandado que nunca, invita a sus seguidores a abrir las ventanas y expresar su hartazgo a los gritos, con furia. Al ver la cantidad de ventanas que se abren y escuchar los gritos que llegan de todos lados, el canal se inquieta y razona: “Queremos un profeta, no un iracundo”. Piensan entonces en contratar a un equipo de libretistas para que vuelvan más rendidoras las ideas que Beale tiene para ofrecer a 25 millones de espectadores. El conductor, jaqueado por la realidad, redobla la apuesta y sigue en la suya: “La televisión es irreal; sus propias vidas son irreales”. Y pide: “Apaguen sus televisores”. El texto no ahorra alusiones al poder discriminatorio e incluso destructivo de los medios, de la televisión en general y en particular del sensible espacio dedicado a las noticias, tan lábil a las manipulaciones más desfachatadas.
Comparado con los ejecutivos que lo hostigan, Beale parece un nene de pecho. “Yo hago televisión. Las ideas me importan un carajo”, afirma la programadora Diana Christensen. Quien más, quien menos, los de primera línea de conducción piensan parecido. Reconocen que la TV “es un circo, un carnaval, un negocio para matar el aburrimiento” y que el medio “puede derrocar Presidentes y Papas”. Quien se acerca más a la verdad es el ultrapoderoso Arthur Jensen, cuando en su invectiva expresa que “no hay países, no hay sistemas, no hay ideologías: hay corporaciones”. En la película se menciona como “los nuevos países del mundo” a Exxon, ITT y Union Carbide mientras que en la obra caen en la volteada General Electric, Ford y Coca Cola.
Los tiempos cambiaron. Las empresas que se adueñaron del mundo y que en muchos casos nos tienen como rehenes son otras y hasta hay personas que detentan tanto o más poder que cualquier corporación. En términos de influencia inmediata, la televisión abierta fue superada por el cable y este quedó atrás de cualquier plataforma por demanda. Actualmente digitan la botonera de la construcción de sentido en las redes sociales y deciden acerca de lo bueno y lo malo, de lo aceptable y lo repudiable. La gran diferencia es que hoy hay muchos menos Howard Beale que pagarían un contratiempo laboral o una diferencia ideológica con su vida. Lo resolverían con cinismo, drogas y huidas hacia adelante, atrás o a los costados. En la obra los que tallan son patrones a la antigua usanza (lo que fueron aquí Romay, Grandinetti o Mestre) y los aprendices de CEOs que ya entonces se veían venir. Pero también hay intelectuales, bohemios, románticos y pragmáticos que no ven más allá de sus narices.
La película –la obra no modifica la época– se desarrolla hace casi 50 años. En los Estados Unidos es el tiempo del Ejército Simbionés de Liberación, que tuvo a su cargo varios episodios antisistema. La inescrupulosa programadora Diana Christensen, inspirada por esos hechos, propone con deleite un nuevo ciclo que se titularía La hora del horror. En aquellos años –seguramente ahora más– los norteamericanos se quejaban de los precios, de la inseguridad, de la corrupción, del caso Watergate, de la –en ocasiones– debilidad de la democracia. Es posible que aquellas desilusiones con la política sean equiparables a las dramáticas posiciones anti-política actuales, vigentes en muchos países, incluido el nuestro. En una entrevista con el diario La Nación, Florencia Peña, seguidora de Cristina Kirchner y del kirchnerismo, descartó que la obra incline la balanza hacia algún peso partidario. Y justificó: “Estoy yo, pero también está Campanella, los dos con diferentes maneras de pensar”. Posiblemente consignas como las del atribulado Beale (“Estoy furioso, la puta madre, no pienso aguantar más”) puedan asociarse a actuales corrientes de polos ciudadanos fastidiados e intolerantes con la realidad. “Hablemos de todo esto y recién entonces ocupémonos del precio del petróleo”, estalla el conductor cercano a su cesantía. Una pregunta posible es si el de Beale es un estallido de furia conducente o es el producto de una exasperación cuya primera y única víctima será él.
Para los tiempos que corren –en que el mundo creativo y artístico se acostumbró a obras que como máximo tienen cuatro intérpretes– la producción de Ariel Diwan y su socio mexicano Gilbert Morris es fastuosa. La escenografía y un desarrollo poco frecuente convirtieron al Coliseo en un estudio de televisión, con muchos metros de pantallas, cuatro cámaras que siguen la acción y un efecto sonoro inmersivo que sorprende. La directora, para quien el procedimiento escénico que eligieron es más audaz que los que se hicieron afuera, acierta con una puesta en la que por momentos, como en un dispositivo de relojería, pone en movimiento a 25 intérpretes al mismo tiempo.
Lo que se ve y escucha constituye una fuertísima impugnación acerca de la consecuencia de los medios. Es llamativo que las frases más fuertes salgan de las bocas de actores como Coco Silly o actrices como Florencia Peña, ambos con años de trayectoria en televisión y en donde trabajan actualmente. Y algo que sorprende menos: según declararon en varias entrevistas, en algún tramo de sus carreras los principales integrantes del elenco padecieron destratos como los que trastornan a Beale. Otro tema para pensar es cómo recibe el público argentino el mensaje de la obra. Tal vez no todas las cosas que en términos de conflicto dicen los personajes sean desconocidas para los seguidores de un medio que en la Argentina atraviesa su séptima década de vida. En varias ocasiones, líneas muy dramáticas son decodificadas por el público con risas o sonrisas. En especial, las relacionadas con el poder. Lo que lleva a sospechar que, superado el inicial impacto visual, el espectador local considere algo naif o también pasado de moda el corazón de una clase de conflicto que sigue tan presente. Y que ahora se llama fake news (buen título para una próxima película, si es que ya no la filmaron).
Sobre el elenco
Lo encabezan Coco Silly (Howard Beale) y Florencia Peña (Diana Christensen), con protagónicos también de Eduardo Blanco (Max Schumacher), César Bordón (Frank Hackett) y Pablo Rago (Arthur Jensen). Y junto a ellos, Ana Padilla, Ángeles Clavijo, Carlos Ledrag, Charlie Nieto, Gaby Ferrero, Juan Martín Calé, Julián Marcove, Leo Bosio, Mercedes Torre, Nacho de Santis, Pablo Palavecino, Pablo Covello, Roco Sáenz, Santiago Lozano y Tomás Claudio. En el detrás de escena, pero que se ve, Jorge Ferrari (escenografía), Mercedes Colombo (vestuario), Ariel del Mastro (iluminación), Maxi Vecco (video), Gastón Briski (sonido), Juan Manuel Corino (dirección técnica), Federico Vilas (música), Claudio Penta (coordinador de producción) y muchos más.
Otras producciones para seguir con el tema
Desde el clásico El ciudadano Kane, de Orson Welles, a la miniserie de origen croata The Paper, hay una enorme cantidad de realizaciones que analizaron el poder de los medios y los efectos de la televisión. Aquí van otros títulos, todos dignos de verse: Max Headroom, Muerte en directo, de Bertrand Tavernier, Detrás de las noticias, El póker de los jueves, Todos los hombres del Presidente, Videodrome de David Cronenberg, The Truman show, Buenas noches, buena suerte y The Newsroom, de Aaron Sorkin.
Fuente original: https://www.elcohetealaluna.com/network-los-medios-por-dentro/