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No es el arma, es el alma

Fuentes: Amauta

¿Sabe usted en qué se parecen Glenn Beck, Bill O’Reilly y Julio Rodríguez? Los tres son periodistas, o personajes mediáticos, u opiniólogos. Esa es la más fácil de las semejanzas. Está claro también que los tres trabajan para los mainstream media, es decir, para medios propagandísticos de capitales corporativos y empresariales. Y, desde luego (¿de […]

¿Sabe usted en qué se parecen Glenn Beck, Bill O’Reilly y Julio Rodríguez? Los tres son periodistas, o personajes mediáticos, u opiniólogos. Esa es la más fácil de las semejanzas. Está claro también que los tres trabajan para los mainstream media, es decir, para medios propagandísticos de capitales corporativos y empresariales. Y, desde luego (¿de qué otra forma podría ser?), los tres muestran diáfanas inclinaciones conservadoras. Los tres, por ejemplo, son religiosos. A los tres les indigna más el presidente venezolano Hugo Chávez que las bombas y las cientos de miles de muertes a cargo de las operaciones militares de Estados Unidos. Pero en esta ocasión en que los junto a todos, han coincidido con perfecta sintonía en contribuir con la caterva de pseudoexplicaciones que quieren dar cuenta de la terrible masacre recientemente ocurrida en la Escuela Sandy Hook en la ciudad de Conneticut, donde 26 personas, entre ellas 20 niños, fueron masacradas por un chico de 20 años de edad llamado Adam Lanza.

Para quien conozca las andanzas de estos tres personajes, será innegable que los tres son asiduos predicadores de pseudoexplicaciones. Lo que pasa es que no me refiero con ello solamente a opiniones falsas (por ejemplo, que falseen los hechos con el fin de que calcen perfectamente con las opiniones de quienes pagan sus salarios, aunque no es raro que lo hagan.) Son, sobre todo, predicadores de explicaciones ideológicas, propagadores de ideologemas.

Una explicación ideológica puede dar la impresión de ser una gran verdad moral; muchas veces incluso coincide con el «sentido común», que, como tantas veces se ha dicho, es el menos común de los sentidos. Pero si para algo sirve la explicación ideológica es para causar confusión, es decir, para dejar precisamente sin explicación lo que debe ser explicado. Y en este sentido, el propósito del dispositivo ideológico es dejar el estado de cosas exactamente como estaba antes, si no es que empeorarlo.

Los ejemplos abundan en los diagnósticos de los políticos, quienes están ahí, en los puestos de poder, para que nada cambie, es decir, para empeorar el estado de cosas. Hay criminalidad, hay inseguridad… entonces, lo que necesitamos es llenar las calles de policías, colocar cámaras para espiar a los ciudadanos, encerrarnos entre rejas, escuchar las llamadas de supuestos sospechosos sin la aprobación de algún juez, esconder los celulares y los objetos tecnológicos, vivir con miedo, sospechar de todo el mundo. Este ejemplo es el de la «mano dura», que, naturalmente, no nos traerá paz ni seguridad social, pero hay que hacer algo, hay que actuar. Curiosamente, este tipo de diagnósticos «geniales» de los políticos, no sólo constituyen el típico caso de cambio de gato por liebre (puesto que a la postre quedaremos con la misma crispación social y con los mismos problemas, pero ahora con nuestras libertades de ciudadanos y ciudadanas reducidas al mínimo), sino que, lo que es peor, no ataca ni siquiera levemente los problemas de fondo. Las causas de la inseguridad, de la criminalidad, del hampa, etc., etc.: esas no son pensadas ni puestas sobre la mesa por los políticos. Ustedes ya saben: ir a la raíz del problema es cosa de radicales y de comunistas. Los políticos, en cambio, son pragmáticos. Ellos no piensan, sólo actúan. Tal como ha argumentado lúcidamente Luis Paulino Vargas Solís, el mantra según el cual sobran diagnósticos en Costa Rica (por lo cual, lo que se necesita son soluciones), no sólo es falso, sino que evidencia la «terriblemente escasa capacidad y disposición para formular las preguntas correctas y relevantes».

Ahora bien, desvarío, pues el punto del artículo no era otro que poner de manifiesto la coincidencia ideológica (en el sentido político de la expresión) entre tres comentaristas esbirros. ¿Por qué pasan tan seguido esas masacres en Estados Unidos con pistoleros frenéticos que luego terminan suicidándose y dejando una inmensa ola de dolor? Según dijo Glenn Beck en su cuenta de twitter, «no es el arma, es el alma». Para Bill O’Reilly, se trata de una fuerza del mal en el universo, contra la cual, desgraciadamente, hay poco que pueda hacerse. Y nuestro criollo desvelado comentarista de La Nación, afirma algo parecido: es obra del demonio, y junto con ello, del libertinaje y de la indiferencia.

Así es, mi querido lector y mi querida lectora: nada tiene que ver, al parecer, una cultura de muerte, enamorada del filme de acción donde los cuerpos descuartizados se cuentan por los millones. Tampoco tiene nada que ver el hecho de que esa sociedad mantiene el flujo constante de billones de dólares por medio de bombardeos e intromisiones internacionales de todo tipo, es decir, el hecho de que se trata de una sociedad cuyo mayor negocio es la guerra y la muerte. Ni siquiera, por último, el hecho de que cualquier ciudadano pueda comprar armas, incluso automáticas, con requisitos mínimos y francamente risibles. No. No hay que hurgar en las causas sociales que subyacen a la constante producción de estos asesinos en serie. Hay que mirar al más allá, culpar al diablo, o a una fuerza cósmica extraña que existe desde que Satanás cayó del cielo.

Artículo publicado en Amauta con permiso de Revista Paquidermo