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Nombrar para empoderar: una mirada crítica al lenguaje

Fuentes:

Hace unos días leí una nota periodística titulada: “Campesinas bolivianas se forman como plomeras para garantizar el agua en sus comunidades” en un diario español, sobre un grupo de mujeres que han roto esquemas al capacitarse como plomeras en Arani, Cochabamba, gracias a un taller impulsado por la ONG Water for People y la Embajada de Canadá. Más de 70 mujeres, entre los 16 y los 67 años, aprendieron no solo instalación de sanitarios y sistemas de riego, sino también liderazgo, finanzas y empoderamiento. Sin embargo, a pesar del impacto transformador de esta iniciativa, el lenguaje que enmarca su historia merece una reflexión crítica.

Los medios de comunicación y discursos institucionales suelen referirse a estas protagonistas como campesinas, un término aparentemente neutral pero cargado de simbolismo. Desde la perspectiva de Pierre Bourdieu, el término puede parecer descriptivo, pero en el campo discursivo muchas veces opera como una marca de clase y de capital cultural limitado. No se las nombra como “mujeres técnicas en plomería” o “mujeres profesionales en formación”, sino que se perpetúa su condición de subordinación simbólica.

Esta denominación, al estar naturalizada en el lenguaje institucional, reproduce una forma de violencia simbólica, es decir, una dominación que no se percibe como tal, pero que contribuye a mantener las jerarquías sociales. Al decir “campesinas”, el discurso periodístico puede colocarlas en una posición “de mérito” por salir de su condición, reforzando al mismo tiempo la idea de que esa condición es deficitiva.

Al no ser nombradas por el rol técnico que están asumiendo (“plomeras certificadas”), se les niega el capital simbólico profesional que les otorgaría mayor legitimidad. Esto limita su reconocimiento social y refuerza su ubicación en los márgenes del campo laboral.

A su vez, Michel Foucault nos recuerda cómo el discurso no solo describe el mundo, sino que produce sujetos y configura realidades sociales:

Discurso asistencialista y gubernamentalidad: Este tipo de relaciones puede formar parte de un dispositivo de “gubernamentalidad” donde las mujeres rurales son construidas como sujetos necesitados de intervención, “beneficiarias” de programas de empoderamiento, y no como agentes políticos o técnicos que gestionan saberes útiles a su comunidad.

Producción de subjetividades: Al insistir en sus roles de madres sacrificadas, viudas, víctimas de violencia o jóvenes que “rompen estereotipos”, el discurso hegemónico también moldea su subjetividad como mujeres luchadoras, sí, pero dentro de una narrativa que las encierra en una identidad vulnerable. Esto impide que sean pensadas en términos de capacidad técnica, liderazgo comunitario o innovación rural.

Biopolítica y control social: El “empoderamiento” también puede ser leído como una forma biopolítica de gestionar poblaciones rurales, insertarlas en lógicas de mercado y producción, mientras se mantiene una relación humanitaria que tranquiliza a los centros de poder: cooperación internacional, ONGs y medios.

Al reiterar sus roles como madres sacrificadas o víctimas de violencia, se corre el riesgo de encerrar a estas mujeres en una narrativa asistencialista que refuerza su condición de vulnerabilidad, incluso dentro del empoderamiento.

Más allá de buenas intenciones, nombrar importa. Llamarlas técnicas, líderes comunitarias o gestoras del agua no es un simple cambio semántico: es reconocer su agencia, su saber, su poder.

En tiempos donde la equidad pasa también por el lenguaje, urge que el discurso acompañe verdaderamente la transformación.