No siento a quienes se llenan la boca con la libertad de expresión (del paleoliberal Vargas Llosa para abajo) clamar ahora por la criminalización de Rodríguez & Ripa. Contra el moro todo vale, verdad y mentira mixtificadas. Contra el rey ofendido, si la verdad no fuese penada, se podría decir que el único ofendido, de hecho letalmente, fue el oso. Como ya sabéis, «Mitrofán era -leo la leyenda de la viñeta publicada en Deia- un oso de feria. Lo metieron en una jaula y lo pusieron a tiro del Rey tras emborracharlo con vodka y miel. ¿Lo harían para que estuviera en igualdad de condiciones?»
Aprovecho, Josetxu, para enviar como me pides tus saludos al «prolífico» Kalvellido desde esta casa común.
Para los que ya sabéis algo de mí, no tengo que contaros que aún sigo siendo un chaval y, cuando salió El País , un mocoso de pantalones cortos y pueblerino, como me llamaba alguno de un pueblo un poco mayor que no voy a decir, pero sólo bastará para que os hagáis una idea que osan parangonarlo con París y Londres sin el menor rubor.
De España se puede decir otro tanto: que estaba en las mismas que yo, tal vez por eso mismo, su diario «de referencia» era Pueblo dirigido por un fascista, pajarraco aprovechado hasta en el talle, Emilio Romero. Con el cambio en la cabecera del régimen había también que remozar aquélla. El País , empezando por el nombre, fue lo más conveniente como pronto se pudo ver. Sería todo por el pueblo, pero al fin con una minoría ilustrada, y Pueblo , además de ser un diario franquista, no podía responder a la modernidad por venir. País , ya bien usado por nuestros ilustrados, contaba con la ambivalencia más que necesaria en esos momentos para administrarlo según cada ocasión (¡y con el mapa autonómico por hacer!). No en vano, la reacción rechazaba el término. País sólo había uno y no se llamaba país, sino España, patria…
Con nuestra mejor literatura en la mano no les faltaba razón. País es mucho menos, es esa patria chica, eso sí tan querida y permitida como la grande, única y libre -qué risa- y nunca región o estado (regio, reino), como nunca ha sido mi Rioja o el Ampurdán, por ejemplo. Con estas imprecisiones lingüísticas no es de extrañar que la división administrativa que la constitución diseñó, satisfizo a pocos. Siguiendo con un prurito literario podríamos calificarla de bodrio.
Además, entrando en el objeto del libro comentado, El País era un proyecto de una élite cultural (y política) para una minoría burguesa encargada de mudar un régimen ya tan clamorosamente inviable como impresentable en el contexto europeo. Ésta era la revolución pendiente por falta de un verdadero sujeto histórico homologable al de nuestros vecinos. Seguimos hablando del mismo proyecto reformador que nuestro trágico siglo XIX no pudo alumbrar y tampoco la República de Azaña y de Negrín.
Mi inciso personal introductorio, en este caso, puede que resulte más atinado que otros. Los de mi hornada no fuimos conscientes del franquismo en que nos nacieron ni leímos El País hasta los 80. Somos los que queremos saber de ese pasado borrado y mal contado en aras de la decencia que nos permita de una puta vez reconocernos; por lo que me extraña que un libro como éste, que personalmente juzgo de interés por estos motivos, esté pasando sin pena ni gloria. No he encontrado reseña del mismo por ningún lado. Con esta proverbial orfandad [1] ibérica he de hacerlo yo. Y no haciendo amigos, por desgracia, como quisiera, pues soy de natural tranquilo y conciliador.
Lo diré ya, la confianza en una editorial, la de Ramón Akal y la que merece el director de la colección, Javier Ortiz, presagiaban una solvencia y aún más una lucidez que el vuelo gallináceo del autor sobre los 2.000 ejemplares de El País de ese período no confirman. Su escrutinio y recuento debieron ser laboriosos. Indicar que Luis Negró, profesor de literatura en la Universidad de Caen (añadiré de Normandía, no de Jaén, por si acaso), es especialista en Muñoz Molina. En sí, podría no ser bueno ni malo, de no ser por la rendida admiración que desde las primeras páginas le brinda: «merecidamente celebrado novelista Muñoz Molina». No sé la importancia que a este detalle le daréis vosotros; yo, sobre el pensamiento correctísimo de MM, precisamente escribí en estas márgenes el primero de mis artículos (ver «A Muñoz Molina: la marsellesa no es toda la humanidad», en Otras colaboraciones). Me diréis con razón que no afecta al centro del estudio y que si vamos a tener que compartir filias y fobias vamos servidos. ¡Coño! MM es parte de la ceremonia de la confusión a que obedece todo este tinglado viento en popa. En fin, que leí el libro, con el aprovechamiento un tanto cansino que de él va resultando. Y para que no se me tilde de caprichoso mostraré alguna pifia más, para luego dar paso a su contenido, cuyas valoraciones, menos mal, en general comparto [2]. Así que echar al menos un vistazo al libro, ya veis que me he tomado la molestia de leerlo y dedicarle estas líneas, buenas o malas, que otros no han hecho.
La vida son detalles. En varios lugares habla del Partido Fascista Español (sic), del que no será por falta de lecturas, ¡pero he necesitado de ésta, para saber de su existencia! Por otra parte su fárrago de notas no aportan gran cosa, por obligadas que sean, con una excepción: en la página 168, que aunque, casualmente se abre con estas palabras: «Para mantenernos en el período en el que se desarrolla nuestro trabajo» (a saber 1976-1982), prosigue más abajo: «son cada vez más numerosas las noticias de plagio de libros y escritos que saltan a los medios de comunicación», y lo ilustra en la nota 74 del capítulo (éste de apenas 30 hojas) con un caso muy sonado, pero sin cortarse un pelo al iniciarlo de este modo: «Por ejemplo, en 2001 (¡!, la admiración es creo no sólo mía) nada menos que el director de la Biblioteca Nacional, Luis Racionero…»
El País , diario que fue ganando fama de «progre», jamás fue de izquierdas [3], a lo sumo podría hablarse de una vaga izquierda cultural, pero vamos por partes. Sabía que Fraga estaba entre sus progenitores, o los orígenes de Cebrián, pero desconocía que los accionistas, su organigrama, casi todo, por abreviar, guardaba filiación franquista. Como el propio Estado, su propósito era un cambio controlado por el mismo poder. ¡Cómo romper con el pasado si seguían siendo los mismos! Cito a guisa de compendio por orden alfabético, a los principales tribunos y/o accionistas: José María Alfaro, falangista próximo al grupo del fundador, dirigió la revista Escorial, después de Ridruejo y Laín; Aranguren, el católico con cara de catequista (yo lo conocí en sus giras anuales por los colegios mayores), reconvertido en nuevo gurú; Areilza, de alcalde de Bilbao (1937) a aspirante a Presidente; Cela; Ricardo de la Cierva; Delibes; Jiménez Lozano, director de El Norte de Castilla y católico vigía; Laín, aggiornato al espíritu de Trento y a la Santa Transición, por ese orden; Julian Marías, inocente víctima del franquismo, y nosotros suya; Emilio Romero, al que echaron después del golpe; Antonio Tovar, del grupo de Laín a todos los efectos; Umbral, nueva estrella, rojo dandy de pañuelo fucsia, cheli pasota que saludaba a Ramoncín, ¡anda que vaya dos!
Aun con esta genealogía, cuesta creer, visto hoy, que fuera un «espacio polifónico». Pero veníamos de donde veníamos. Alguna vez he recordado que incluso permitió unos artículos de Sastre, «Reflexiones sobre la violencia», justo después de 1980, el año más sanguinario de ETA, aunque fueron contestados con toda la artillería pesada del new establishment (incluso con un vergonzante Francisco Ayala, como podrá comprobar quien quiera repasar las hemerotecas). Esa conquista del espacio público duró poco. El 23-F sirvió para que catequistas de toda laya (ver, p. ej. pág. 172, « Tras la perplejidad » de J. Muguerza) enterraran al Habermas de la comunidad ideal dialógica tras una visita desesperada a Lourdes: «Virgencita, virgencita…»
Cabe resaltar al hilo de la lectura del libro algunas sorpresillas más:
– El ideal del intelectual de izquierdas que proponía Aranguren hacía aguas. Ya lo estaba haciendo en Francia con Bernard Henry Lévy como paradigma (no voy a ser yo menos que el autor, que bien pronto se une a la moda de este término tan bienquedante: «Tras ellos irá declinándose el paradigma de toda la vida cultural de la España de esos años», pg. 21). Con la muerte de Sartre, moría el engagement, o l’homme revolté de Camus , aún más del gusto del profesor. En El País lo demostraba el peso de Marías o Laín en la sección de Opinión. Lo mismo cabe decir de otros de sus predicados: lejos del poder [4], de la cultura (como industria omnívora) [5].
– Algunas bastante conocidas como ese Fernando (Fernández) Savater que desde la fulgurante tribuna jugaba a enfant terrible de la sociedad adormecida postulándose, en esa hora, defensor del pueblo vasco, que es tratado como «súbdito» -son palabras suyas- por un nuevo poder insensible a sus reivindicaciones.
En resumen: vista la amalgama cultural y política del propio periódico, el famoso «desencanto» [6], como señala el autor, no les debía ser tan ajeno a los editorialistas cuando diagnostican al llegar a sus primeros mil números «el continuismo de la cultura franquista, (la) parálisis e inhibición de los intelectuales» o es celebrada en sus gacetillas ya en diciembre de 1982 la elección de Laín Entralgo como director de la Real Academia, «un amplio defensor de la democracia».
Con todo, la modernidad o progreso, cantinela a machamartillo de los gobiernos de Felipe González, la alcanzó con más acierto el diario, que en esos pocos años se hizo con el liderazgo y con un emporio empresarial a las órdenes de un tal Polanco. Prueba de ello es su homologación con otras cabeceras de la prensa mundial. Fuera de España he podido constatar el prestigio que aquí, si alguna vez tuvo, ya le falta.
Notas:
[1] Vengo a recordar la que más atañe al tiempo analizado. La cultura (prefiero decir, la «reconstrucción de la razón», con Vázquez Montalbán) habría de retrotraerse a 1936 y recuperar la España del exilio, también muerta (in)civilmente. Con 40 años por medio, más de una generación, no cabe la menor duda de que ya era tarde…
[2] Aunque también deberá perdonarme que no lo haga con título que finalmente las resume, « Elementos para un esbozo de conclusión «, tan pedante como desajustado: mejor que yo sabrá que « Elementos » es categoría académica más propia de un tratado o manual que de lo que él mismo llama un «esbozo de conclusión» de 5 páginas.
[3] Con el PSOE, ¡con él que jamás ha tenido nada que ver!, refleja un curioso parecido. Aunque su origen, por el contrario, sí que es republicano y de izquierdas, podría decirse -me estoy acordando de una viñeta del amigo Kalvellido- que por el camino de la transición fue dejando, la S de socialista, la O -¡disyuntiva!- de obrero, y hasta la E de español. Todo auspiciado por la idea de consenso pregonada por el sedicente diario independiente de la mañana. A ver si es que sólo le queda la P de País .
[4] El viejo profesor de Ética ofreció una imagen penosa en sus últimos días. Defendió lo indefendible del PSOE de entonces en el gobierno. Le honra que trató de desdecirse, empeño ya difícil.
[5] En cuanto a su apología de la «cultura viva» fuera del topos cultural («burocracia cultural», «industria de la cultura», según sus palabras), en una ascesis impracticable tal como la propone, puesto que debe permanecer en la utopía («en ninguna parte») termina por transigir: su intelectual queda diluido «en las instituciones, academias o universidades», en la «ceremonia cultural («conferencias, presentaciones, TV, prensa», etc.). El milagro que con más fe que razón pedía no lo pudo ver: es Internet, ¡somos nosotros, tronco!
[6] Que con singular fortuna se tradujo en el film de Chávarri con ese nombre sobre la familia de los Panero a la situación de la sociedad española.
«El diario El País y la cultura de las elites durante la Transición»
Luis Negró Acedo.- Ed. Foca, 205 págs.