El filósofo Friedrich Nietzsche (1844-1900) aseguró que «no hay hechos sino interpretaciones» y vinculó el concepto de verdad con el poder: es verdad aquello que el que tiene más poder dice que es verdad, afirmó el pensador alemán. La aristocracia griega, menciona Nietzsche, decía «nosotros los veraces» para definirse a sí misma y dejar claro que de ellos emanaba la verdad.
El psicoanalista Jacques Lacan (1901-1981) indicó que la realidad «tiene la estructura de un relato de ficción», y consideró que aquéllo que experimentamos como realidad no es nunca la cosa en sí, sino que ya está simbolizada, constituida, estructurada por mecanismos simbólicos. Y esa simbolización, además, nunca logra cubrir por completo lo real. Siempre queda algo por cubrir, por simbolizar, señaló el psicoanalista francés.
El lingüista Oswald Ducrot osó poner en duda lo que nos enseñaron en la escuela. En la clase de Lengua se hace una diferencia tajante entre el discurso argumentativo, donde sí estaría puesta la subjetividad del emisor para convencer de su postura al receptor, y el discurso descriptivo, que, en cambio, sería un «reflejo objetivo» de la realidad. Para Ducrot no se puede trazar tan claramente esa línea divisoria. Y va más allá en su ataque a la objetividad: las descripciones son argumentaciones ya naturalizadas, asegura Ducrot.
La discusión es eterna, farragosa e implica una multiplicidad de factores y variables que atañen a disciplinas como la lingüística, la filosofía, la comunicación social, la semiótica y la hermenéutica, entre otras.
En medio de estas reflexiones, que son tan viejas como las propias palabras, el lugar del sujeto y del objeto se ha puesto más de una vez en el centro de la cuestión. Y la gran pregunta es si la lengua resulta apta para dar cuenta de la realidad, para representarla, para simbolizarla, siendo que siempre va a estar la mediación de un sujeto, quien además actúa determinado por otras tantas mediaciones.
En los últimos años esta antigua cuestión, que aparece una y otra vez y jamás desaparecerá, porque está en el corazón mismo de la cultura lógica y logocéntrica de Occidente, mostró una nueva cara y se incorporó a otro tema de análisis más específico: la objetividad en la prensa. Los ejes del debate pasan por dilucidar si la presunta objetividad existe, si es deseable, si es una excusa vil de los más deshonestos o acaso un anhelo bienintencionado pero condenado al fracaso, entre otras muchas cuestiones. El último avatar de esta polémica tiene que ver, asimismo, con la reflexión, más nueva, acerca del incierto futuro de la prensa escrita. Los diagnósticos en este sentido varían. Algunos ya le dan la extremaunción, y otros plantean que son necesarios profundos cambios para que sobreviva. En una nota publicada en el sitio estadounidense Truth Dig y reproducida en Alternet se afirma que la búsqueda de objetividad está matando al periodismo, porque lo condena a la falta de pasión, a una mirada fría, sosa y hueca, que no transmite sentimientos ni ideologías, ni las posturas personales del testigo de los hechos. Según la nota firmada por Chris Hedges y titulada «La objetividad está matando a los diarios y vamos a estar peor cuando cierren» no hay que echar la culpa de la debacle de los diarios a Internet sino al periodismo «sin sangre y sin alma» cuya existencia puede verificarse incluso entre los medios progresistas, según se afirma.
Hedges plantea una situación cotidiana en una sala de redacción de un diario. El periodista vuelve de cubrir una nota, regresa de ser testigo, por ejemplo, «de lo peor del sufrimiento humano». El cronista se siente indignado, furioso y conmovido por lo que le tocó ver, pero una vez en el diario se enfrenta con sus jefes, sus editores. Y muchas veces, señala el autor de la nota, es silenciado por quienes están en puestos jerárquicos y se interponen entre la pasión del periodista y el lector. «El credo de la objetividad y el equilibrio, formulado a principios del siglo XIX por los propietarios de los periódicos para generar mayores beneficios de los anunciantes, desarma y deja lisiada a la prensa», señala la nota de Hedges. «Y el credo de la objetividad se convierte en un vehículo conveniente y rentable para evitar enfrentarse a las verdades desagradables y para no enojar a una estructura de poder. Este credo transforma a los periodistas en observadores neutrales o voyeurs. Se destierran la empatía, la pasión y la búsqueda de la justicia. Los periodistas están autorizados a ver, pero no para sentir o para hablar con su propia voz. Funcionan como profesionales y se ven a sí mismos como científicos sociales desapasionados y desinteresados. Este alarde de falta de parcialidad, impuesto por las jerarquías de los burócratas, es la enfermedad del periodismo estadounidense», señala el autor de la nota, que se refiere específicamente a la prensa de su país, aunque acaso su análisis bien podría funcionar como disparador para visualizar qué sucede en otras latitudes.
Hedges demuele el mito de las dos caras de la realidad, el cuentito de contar las dos campanas y ese tipo de simplificaciones, siendo que la realidad posee infinitas y cambiantes aristas, afirma el autor. Estas falacias finalmente conducen, se indica en la nota, a publicar la «versión oficial» de los hechos. Es decir la del poder.
Volvemos a la época de la aristocracia griega, entonces. Los más poderosos son los que indican qué es verdadero y qué es falso. Lo pueden hacer directamente o a través de escribas a su servicio. Porque lo que el texto muchas veces oculta bajo el ropaje de la objetividad (y a esto le han llamado «ideología»), es desde dónde, desde qué lugar social e histórico, desde qué intereses particulares se dice lo que se dice. O sea, al servicio de quién, de los intereses de qué actor social, está el texto. O sea que muchas veces sigue ocurriendo lo mismo que durante la aristocracia griega, pero ahora bajo el ropaje de una presunta «objetividad» que es apenas una engañifa.
La opacidad del discurso, su capacidad o incapacidad para reflejar la realidad, sin embargo, no borran en absoluto el límite ético en el ejercicio de la labor del trabajador de prensa. Ese límite es claro, concreto, y preciso. El límite es mentir a sabiendas, tergiversar una información. La mirada subjetiva pero honesta describe lo que ve, desde su particular punto de vista, desde su específico lugar social y económico, pero describe lo que sinceramente ve. El mito de la «objetividad», en cambio, oculta muchas veces los intereses más inconfesables e inconfesados.
Por eso, los que hablan de «objetividad» y «periodismo independiente» dejan al desnudo, al usar estas expresiones que saben falaces, que cuentan con el alto grado de impunidad de los más poderosos, en principio. Y develan, asimismo, el núcleo duro, el trasfondo más oscuro y oculto de su ideología: desprecian al público, no lo respetan en absoluto, intentan manipularlo en beneficio de sus patrones. Y hablan desde la orgullosa posición de quienes lo hacen en nombre de una élite que ha hecho de la verdad su propiedad privada.
Fuente: Nota tomada de argenpress.info