IHubo un tiempo en que los conceptos publicidad y propaganda podían ser entendidos cada uno de ellos de manera separada. Un tiempo en que publicidad y propaganda aludían a dos elementos de difusión comunicativa diferenciados. Un tiempo, en definitiva, en que la publicidad era simple publicidad, y la propaganda, propaganda. Un tiempo, eso sí, casi […]
I
Hubo un tiempo en que los conceptos publicidad y propaganda podían ser entendidos cada uno de ellos de manera separada. Un tiempo en que publicidad y propaganda aludían a dos elementos de difusión comunicativa diferenciados. Un tiempo, en definitiva, en que la publicidad era simple publicidad, y la propaganda, propaganda. Un tiempo, eso sí, casi mitológico y, de haber existido realmente alguna vez, cuando menos, muy lejano ya.
La propaganda podía entonces ser identificada con la difusión de ideas políticas, filosóficas, morales, sociales o religiosas, es decir, entendida como un proceso de comunicación ideológica o de valores culturales, cuya finalidad vendría determinada por la transmisión de tal información a la población, con el objetivo de penetrar en la consciencia de sus individuos para aferrarlos a los valores impulsados mediante tal acción, modificando así sus respectivas conductas y garantizando la adhesión de estos sujetos (los ciudadanos) al proyecto político, social, cultural o ideológico planteado por la fuente emisora de la propaganda. Por su parte, en aquellos tiempos, la publicidad vendría a ser una forma de comunicación masiva, destinada a difundir un mensaje impersonal y pagado, a través de diferentes canales informativos, con el fin de persuadir a la audiencia de las bonanzas de un determinado producto, siendo su meta el consumo de tales productos o servicios específicos por parte del receptor final del mensaje (el consumidor).
Es decir, cuando se trataba de vender, cuando la finalidad era económica o comercial, se podía hablar de publicidad; en cambio, cuando su función era la de propagar ideas, doctrinas, creencias, opiniones, etc., se hablaba de propaganda. Así, aunque tanto la publicidad como la propaganda vendrían a ser técnicas de comunicación que estimulaban y condicionaban la conducta y el pensamiento del sujeto receptor del mensaje (bien en su condición de potencial consumidor o bien en su capacidad potencial para ser el destinatario de discursos de tipo político, moral, religioso, social o cultural, etc.) la finalidad última de su acción comunicativa (vender productos vs propagar modos de vida y de pensamiento) podía servir para establecer una distinción entre ellas, si bien no demasiado nítida, sí al menos precisa desde una perspectiva epistemológica. Por un lado, como digo, la publicidad sería una herramienta que se habría de utilizar de acuerdo con determinados objetivos comerciales, para conseguir una venta o para mejorar la imagen y/o reputación de un producto o una determinada empresa. Por otro lado, la propaganda tenía como objetivo ser capaz de modificar ideologías, costumbres o, en su más amplio sentido, ser capaz de modificar la visión de la realidad social y política encerrada en la consciencia del sujeto receptor de tal mensaje. La finalidad de la publicidad se situaba así en la persuasión. La finalidad de la propaganda, en cambio, estaría determinada por la búsqueda del proselitismo o del convencimiento ante una determinada visión del mundo político, social, cultural o religioso.
Este tiempo mitológico, aunque lejano ya, sigue estando, como todo mito que se tercie, muy presente en el pensamiento actual de la sociedad religiosa consumista-capitalista, en tanto que el discurso oficial (científico, académico, etc.) pretende seguir haciendo visible tal diferenciación ante los ojos de la gente como realmente existente. Es decir, los mencionados criterios de diferenciación entre una actividad comunicativa y la otra siguen de plena actualidad, vivos y coleando, según nos cuentan los que saben de esto (comunicólogos, lingüistas, semióticos, publicistas y otros científicos, académicos y profesionales expertos en la materia). Incluso los ordenamientos jurídicos vigentes establecen una legislación diferenciada para los límites de emisión, tanto en el tiempo como en el espacio y el contenido, de una en relación con la otra. Publicidad y propaganda, nos dicen, siguen siendo dos ámbitos diferenciados de la acción comunicativa.
II
Y aunque bien es cierto que en muchas ocasiones en el lenguaje común, y, por tanto, en el pensamiento cultural-mayoritario que se desprende de ello, ambos términos suelen ser utilizados como sinónimos, lo cual podría dar la impresión de que tal mensaje oficial de científicos y académicos no tiene suficiente calado en la opinión pública, esto realmente ocurre en una única direccionalidad del binomio, exactamente ocurre únicamente para aquella vía que va desde la propaganda a la publicidad, pero nunca (o muy pocas veces) a la inversa. Es decir, si bien es cierto que la palabra propaganda suele ser utilizada con relativa frecuencia como sustitutiva de la palabra publicidad (por ejemplo, cuando alguien dice «han dejado en el buzón propaganda del supermercado»), rara vez suele ocurrir lo contrario. Salvo tal vez en caso de la propaganda emitida por los partidos políticos en tiempos de campaña electoral (que, al fin y al cabo, suelen entrar dentro de la lógica del mercado, bien por el modo de tales partidos de entender la captación del voto, bien por haber pagado un dinero por insertar tal propaganda en un determinado medio), nunca nadie utiliza la palabra publicidad como sustituta de la palabra propaganda, no al menos en su acepción comunicativa. El propio diccionario de la RAE, el cual pretende ser un fiel reflejo de los significados que usualmente los hablantes vinculan con sus correspondientes significantes, pone de manifiesto con bastante claridad estas relaciones sustitutivas unidireccionales establecidas entre ellas:
Publicidad. 3. f. Divulgación de noticias o anuncios de carácter comercial para atraer a posibles compradores, espectadores, usuarios, etc. 1. f. Cualidad o estado de público. 2. f. Conjunto de medios que se emplean para divulgar o extender la noticia de las cosas o de los hechos.
Propaganda. 1. f. Acción o efecto de dar a conocer algo con el fin de atraer adeptos o compradores. 2. f. Textos, trabajos y medios empleados para este fin.4. f. Asociación cuyo fin es propagar doctrinas, opiniones, etc.
Mientras que en la palabra propaganda sí aparece una mención al consumidor como receptor del mensaje emitido, ninguna de las diferentes definiciones dadas para el término publicidad recoge algo similar a la definición establecida de manera científica para la propaganda como elemento de difusión de ideas políticas, morales, sociales, culturales o religiosas cuyo objetivo es lograr la asimilación de tal mensaje por parte del sujeto receptor de la idea propagada.
III
En cambio, la tozuda realidad, a la cual inevitablemente hemos de enfrentarnos, nos dice una cosa bien distinta: la publicidad es a día de hoy la principal fuente de propaganda existente. Concretamente, la publicidad, al margen de su finalidad comercial, es pura y dura propaganda del modo de vida y de pensamiento inherente a la ideología social predominante en la actualidad: el consumismo-capitalismo. La publicidad no sólo vende productos, sino que también impone un modo de vida, unos valores morales y culturales, unos códigos simbólicos y, en definitiva, una ideología.
Como bien afirman Laura del Coz Santos, Marta Fernández San José, Cristina Fernández Segura, Patricia Mateos Martínez, en una serie de textos divulgativos difundidos a través de internet bajo el título «Consumo y consumismo»[1], el factor clave en el sistema capitalista es el consumo. El consumo es considerado como un fenómeno que se produce como contexto del sistema de producción del capitalismo del sistema industrial. Se trata del elemento vital de ese sistema económico. En el sistema capitalista no tiene sentido producir si no se consume lo producido. Esto es lo que algunos denominan capitalismo de consumo. La escalada del consumo ha propiciado que se pueda hablar de consumismo. El consumismo es una forma de pensar según la cual el sentido de la vida consiste en comprar objetos o servicios. Esta forma de pensar se ha convertido en la principal ideología que sostiene al sistema capitalista.
El consumo es, por tanto, una necesidad básica para el buen funcionamiento del sistema capitalista, cuya necesidad de perpetuación ha sido garantizada (sacralizada) mediante la instauración del estilo de vida consumista en el centro mismo de la vida social comunitaria, mediante la otorgación al mismo de un carácter cargado de gran simbología para las relaciones de poder en el mundo social y mediante la vinculación del consumo con un modo de vida y una ideología. El consumo se sacraliza así no como el acto en sí mismo de consumir, sino mediante la idealización simbólica de tal acto, que alcanza el grado de un modo de vida. Así, lo que en origen es una necesidad puramente económica del sistema, es convertido en un ritual con unas connotaciones simbólicas e ideológicas capaces de movilizar y aglutinar el sentimiento de las masas, sus deseos y necesidades, sus aspiraciones y finalidades[2]. El consumismo se convierte así de facto en una ideología, una ideología cuya propaganda se difunde por medio de la publicidad, que a su vez es convertida de facto en toda y cada una de sus expresiones en pura propaganda del modo de vida típico de la sociedad capitalista: el consumismo. Es decir, desde esta perspectiva, la publicidad no es otra cosa que una pura propaganda de la ideología consumista-capitalista. Y como tal, como toda propaganda, tiene unas connotaciones de claro contenido político.
IV
Un contenido político, en tanto y cuanto, el modo de vida consumista-capitalista es también un modo de propagación, difusión, consolidación y perpetuación del sistema capitalista, sobre todo en consideración a la lucha política que éste sistema lleva siglos arrastrando en combate directo con su oponente máximo: el socialismo. Una vez los ciudadanos aprehenden e interiorizan los valores propagandísticos difundidos a través de la publicidad, pasan a ser elementos plenamente integrados, alienados, en el sistema capitalista, y su modo de vida, orientado por el consumo como referente simbólico máximo de su cotidianeidad, una estrategia política en manos de los intereses de las clases burguesas dominantes. El consumismo, a través de la publicidad, no sólo produce, por tanto, efectos desde un punto de vista económico, sino, sobre todo, y ante todo, efectos desde un punto de vista político.
Todo sistema político que pretenda establecerse como hegemónico necesita del seguimiento ciudadano de unos determinados criterios ideológicos que garanticen la adhesión (o, en su caso, sumisión) y fidelidad del ciudadano a los designios del sistema, criterios que en muchas ocasiones acaban por ser convertidos en verdaderos dogmas de fe. Estos criterios pueden ser de carácter científico (caso del marxismo), o pueden ser simplemente de carácter orientativo (caso del capitalismo). Por carácter científico entendemos el seguimiento ciudadano de unos postulados ideológicos que son fruto de un análisis racional de la realidad social, transformado a su vez en una serie de leyes y de principios que adquieren validez universal, siempre y cuando no se produzca una modificación radical del contexto social en el que se produjo tal análisis y, por tanto, del que fueron extraídos tales leyes y principios. El carácter orientativo, por contra, no responde a análisis racional-analítico alguno, ni está expresado en términos de leyes ni de principios universales, sino, simplemente, se presenta al ciudadano bajo la forma de una lluvia de ideas, cada una de ellas cargada por un determinado componente simbólico-social, y todas ellas condicionadas por una misma base, entre las cuales el sujeto tiene la posibilidad de optar (o al menos intentarlo) por las que le parezcan más atractivas para acomodarlas a su realidad vital. La vinculación simbólica establecida entre el dinero y la felicidad, o el carácter exitoso asociado a la adquisición de determinados productos del mercado («el Mercedes»), así como la extensión simbólica asociada al concepto «vida normal» mediante el seguimiento generalizado de las pautas de vida y consumo en un principio representativas de una familia acomodada de clase media (casa, coche, trabajo estable, seguridad alimenticia, hijos, comodidades domésticas, relativa comodidad y seguridad vital, etc.), serían algunas (sobre decir que hay muchísimas más) de estas ideas que se lanzan en masa para servir como orientadoras a manera simbólica de la vida que deben seguir los ciudadanos dentro del sistema.
El carácter orientativo de tales criterios no implica, por supuesto, y a pesar de la inexistencia de leyes o principios de validez universal, que su seguimiento no pueda acabar siendo convertido en un dogma de fe. Más aún, el aparente carácter opcional asociado a la condición orientativa de estos valores inherentes a la sociedad consumista-capitalista, hace que su aplicación resulte mucho más atractiva a primera vista por el ciudadano, en tanto y cuanto parecen nacer de un supuesto acto de libertad. Sin embargo, esta libertad de elección resulta ser en última instancia una mera apariencia.
En primer lugar, porque todas las opciones ofrecidas por la lluvia de ideas se vinculan con un mismo nexo, en este caso la centralidad de la sociedad de consumo y sus valores inherentes como referente simbólico de la vida social.
En segundo lugar, porque los condicionantes relacionados con la clase social del sujeto, o, en su defecto, con el poder adquisitivo de su nexo familiar de consumo, determinan ya en la práctica, y desde un principio, el ámbito de opciones que pueden ser barajadas de manera real por el sujeto de entre todas las alternativas de sentido ofrecidas como alcanzables dentro de la supuesta pluralidad, quedando estas en la práctica reducidas a un número limitado (mucho menor del que puede parecer en primera instancia), y todo ello a pesar de que el sujeto suele fantasear ya desde la infancia con poder alcanzar todas y cada una de estas expectativas simbólico-vitales de sentido propuestas por el sistema, aún cuando es evidente que en el 99% de los casos esto jamás llegará a producirse (¿O quién no soñó ya desde su tierna infancia con ser rico y famoso, con todas las repercusiones a nivel simbólico que eso implica y evoca en la mente del niño?). Cada clase social tiene sus propias opciones, y es en ellas, y sólo en ellas, donde acabará por desenvolverse, le guste o no, el 99% de los sujetos nacidos, criados y crecidos en ambientes sociales y familiares vinculados con tal clase social determinada.
En tercer lugar, porque las elecciones de los ciudadanos en el contexto de la sociedad de consumo no son tan libres como ellos pudieran pensar en primera instancia. Muy al contrario, son verdaderas imposiciones de sentido. Desde que Edward Bernays (sobrino de Freud) se percatarse del incalculable potencial que las teorías psicoanalíticas de su tío ofrecían al capitalismo y su visión del mundo, la libertad del ciudadano a la hora de escoger entre unos u otros productos de sentido y orientaciones éticas y vitales ofrecidas en aparente pluralidad por el capitalismo, debe ser, cuando menos, a modo de los procederes fenomenológicos, puesta entre paréntesis. El razonamiento propuesto por Bernays, y que ha condicionado todo el acontecer posterior de la ciencia publicitaria, fue sencillo: si es verdad eso de que el hombre está sometido por una serie de fuerzas, pulsiones, deseos y necesidades inconscientes que ni si quiera él mismo conoce, y que operando desde un oscuro lugar de la mente tienen capacidad para influir en la conducta del hombre, también lo será que, manipulando convenientemente estas pulsiones, deseos y necesidades ocultas, quien sea capaz de realizar tal manipulación será capaz también de influir directamente, sin que ellos lo sepan, en la conducta, el pensamiento y el comportamiento de estos sujetos, y todo ello, además, mientras que por la vía de los mecanismos conscientes habituales se les está diciendo que se hace justamente lo contrario[3]. Por tanto, nada de lo que se emite a través de la publicidad es aleatorio o casual, todo, absolutamente todo, tiene un estudio previo donde el análisis del componente psicológico del potencial consumidor presenta un papel prioritario en el proceso de diseño y elaboración de las diferentes campañas. Los deseos, pulsiones, necesidades y referentes simbólicos del sector de ciudadanos al que debe ir destinado el anuncio en cuestión son estudiados hasta el mínimo detalle[4]. Y si estas necesidades, pulsiones o deseos no existen de manera previa en el ciudadano, se las crea igualmente mediante el carácter propagandístico de la publicidad.
V
Y es que, como bien expone Gustavo Esteva en su texto «Desarrollo»[5] el capitalismo necesita jugar con la expansión social del concepto de escasez como condición sine qua non de la ciencia económica:
«Los padres fundadores de la teoría económica vieron en la escasez la piedra angular de su construcción teórica. El hallazgo marcó la disciplina para siempre. Toda la construcción de la teoría económica se sustenta en la premisa de la escasez, postulada como una condición universal de la vida social (…) La escasez connota falta, rareza, restricción, deseo, insuficiencia, incluso frugalidad (…) La ‘ley de la escasez’ fue construida por los economistas para denotar el supuesto técnico de que los deseos del hombre son grandes, por no decir infinitos, mientras que sus medios son limitados aunque mejorables.»
Esto quiere decir que existe un límite al reparto de los recursos existentes, límite cuyos fundamentos otorga valor económico a los elementos integrantes del mercado. Pero, más allá de esta perspectiva limitativa, el concepto capitalista de escasez juega con una variable clave para el funcionamiento global del mercado: la idea de que los deseos del hombre son infinitos.
Por tanto, si los deseos del hombre son infinitos, nuevos deseos, nuevas necesidades pueden ser constantemente desarrolladas, cada una de ellas, evidentemente, con su respectivo producto en el mercado para satisfacerla. La propaganda publicitaria, como no podía ser de otra manera, juega un papel central en todo esto: es ella la encargada de desarrollar estas nuevas necesidades en el individuo, mediante el componente simbólico-social que va asociado al producto en cuestión dentro de la red global de significaciones consumista-capitalista.
Pero esto, de partida, choca con la propia naturaleza humana: las necesidades básicas son limitadas y fácilmente delimitables. Necesidades alimenticias, necesidades de supervivencia en medio de una naturaleza hostil (casa, ropa, protección, etc.), necesidades higiénicas o de salud, necesidades fisiológicas, todas ellas no sumarían más de una centena de supuestos, y creo que me estoy excediendo. Ni si quiera las superaría si a ellas les sumamos aquellas necesidades de un mayor carácter intelectual (necesidades de conocimiento del medio, etc.). Por tanto, un mercado orientado simplemente a la satisfacción de tales necesidades básicas (sumadas a las intelectuales elementales) ni sería rentable, ni, por supuesto, se podría plantear en términos de escasez. En nombre de la economía burguesa hay, en consecuencia, que inventar, crear o fomentar nuevas necesidades, de tipo simbólico-social fundamentalmente. Y ahí es donde la publicidad, con su manejo de las técnicas psicológicas más contrastadas, se convierte en indispensable.
Podíamos hablar, según este razonamiento, de dos tipos diferenciados de necesidades humanas: las necesidades básicas (o interiores) y las necesidades sociales (o exteriores). Las primeras se generan de manera natural en todo sujeto y tienen un carácter limitado. Las segundas son creadas mediante un proceso de construcción social (de afuera hacia adentro), tienen un fuerte componente simbólico y presentan un carácter prácticamente ilimitado (siempre pueden ser impulsadas nuevas necesidades de este tipo).
Por tanto, las necesidades básicas serían aquellas que se desprenden del propio funcionamiento interno del organismo de un sujeto cualquiera (comer, beber, dormir, etc.), así como las que se derivan de la relación que éste mantiene con su entorno social y natural más próximo (de amor, protección, cariño, conocimiento, etc.). Son idénticas para todo sujeto y son, por tanto, limitadas. Tienen su origen ya desde la primera etapa de la vida física del individuo, así como en la formación y desarrollo de las primeras estructuras mentales del sujeto, acompañándolo, por ende, desde el momento mismo de su nacimiento, pues le vienen dadas por la acción de su propio desarrollo individual. De aquí su nombre de primarias o interiores. Su satisfacción es indispensable para la supervivencia y la estabilidad emocional. Las necesidades sociales, por su parte, son aquellas que le vienen al sujeto desde afuera hacia adentro, aquellas que se desprenden de las exigencias sociales planteadas a nivel simbólico por la estructura social reinante. Son necesidades adquiridas, necesidades que le vienen dadas al sujeto por el cuerpo simbólico-estructural de la sociedad que lo circunscribe y lo forma, de ahí su nombre de exteriores. Son diferentes en cada sujeto. Su satisfacción solamente podrá condicionar la estabilidad emocional del sujeto en el grado en que él mismo, desde su propio desarrollo psicológico, haya determinado, aceptando o rechazando unas determinadas pautas de orientación simbólico-social como proyectos para la acción y el desarrollo de su propia existencia vital. Se generan usualmente a lo largo del desarrollo de la infancia (principalmente) y la adolescencia, que son los dos momentos determinantes en el desarrollo e interiorización de la concepción simbólica de la sociedad en la cual habita y que le ha de servir de guía en su vida adulta, aunque tienen la capacidad de mutar, desarrollarse y reproducirse de manera constante durante toda la vida, a medida que el entorno va generando nuevas exigencias de alguna manera relacionadas con los modelos simbólicos interiorizados durante estas etapas infantiles y adolescentes.
Podría expresarse también esta dualidad a través de la siguiente variable: aquellas necesidades cuya satisfacción es buscada porque se requiere obligatoriamente para el bienestar físico y biológico de uno mismo (necesidades interiores), y aquellas necesidades que o bien podrían ser perfectamente prescindibles sin causar ningún tipo de malestar de carácter físico o biológico, o bien cuya satisfacción es buscada únicamente para poder ser mostrada a la sociedad, como símbolo que alude a alguna otra cosa relacionada con el ámbito socio-estructural (necesidades exteriores). Por ejemplo, una persona come, bebe y duerme porque lo necesita para su propia supervivencia, pero busca alcanzar un patrón de belleza determinado o un nivel social específico, consumir, en definitiva, una serie de productos o estereotipos simbólicos, porque se necesitan para ser mostrados a la sociedad, pues sin el juicio de ésta carecerían de sentido.
El mercado se nutre, evidentemente, de manera principal por la existencia de productos orientados a la satisfacción de estas necesidades de tipo social. Pero incluso los productos o servicios orientados a satisfacer las necesidades primarias, han sido sabiamente recubiertos de un componente simbólico que los diferencia los unos de los otros, que los incorpora de facto al modo de proceder que tienen los productos orientados a satisfacer necesidades de tipo social (no es lo mismo tener un chalet en la moraleja, que un piso en Vallecas; no es lo mismo protegerse del frío con un chándal Nike que con uno de la marca Juanito el de los palotes; no es lo mismo comerse un bocadillo de calamares fritos en un bar del Albaicín, que comerse un centollo en una marisquería de Puerto Banús, etc.). Esto quiero decir que también las necesidades básicas pueden ser explotadas y desarrolladas por la lógica mercantil, si bien no como necesidades básicas en sí mismas, sí a través del carácter simbólico asociado a los productos que el mercado ofrece para sus satisfacción. Se instituye así también el concepto de escasez en el ámbito de la necesidades interiores básicas, y se convierte en infinitos a sus potenciales deseos de satisfacción, si bien no mediante el hecho en sí mismo de satisfacerlos, sí mediante el modo simbólico de cómo hacerlo, con que productos y bajo que supuestos.
Y en todo esto, como decimos, la propaganda publicitaria juega un papel fundamental, en tanto que creador infinito de nuevos deseos, necesidades y simbolismos varios.
VI
Entramos aquí de lleno en el ámbito de la propaganda publicitaria en tanto que creadora de sentido para la vida y orientadora de conductas éticas. Dejamos, por tanto, el plano de lo político para adentrarnos en el ámbito de lo moral, moral en cuanto sirve de guía para la acción práctica del sujeto en sus relaciones sociales y sus propios proyectos de vida.
El primer efecto que se desprende de aquí es la sustitución del componente ético de la acción moral, por otro componente de carácter puramente estético. El sujeto no actúa motivado por reflexiones profundas en tanto a lo bueno o malo de sus actos para consigo mismo y para con los demás, sino por criterios de apariencia, donde lo que prevalece es dar a la sociedad lo que el sujeto cree que la sociedad espera que le dé, donde lo que prima es lo que agrada a primera vista según los códigos de sentido impuestos por el sistema, donde lo que se persigue es la adecuación a la norma social imperante en un contexto determinado, y no la reflexión moral en sentido estricto. Es el triunfo de lo estético (lo aparente, lo condicionado socialmente) frente a lo ético (lo que tiene unas bases profundas según unos determinados criterios de valoración ancladas en una determinada visión de lo bueno en tanto que productor de bien social). Lógicamente, si la satisfacción de las necesidades se orienta más hacia la acción social (en tanto que poder mostrar el producto adquirido o consumido a la sociedad para que éste sea juzgado según los códigos simbólicos imperantes y con ello se otorgue un determinado valor a la persona -la cultura del tener frente a la del ser-) que hacia el fundamento básico o interior de tal necesidad, el actuar en lo moral no puede seguir un camino distinto, en tanto que lo moral se convierte también en un componente simbólico que otorga más o menos valor a la persona según reciba una mayor o menor aceptación de la sociedad dentro del contexto en el cual se actúa. La sociedad se convierte así en la sociedad de las apariencias, donde lo que importa no es lo que se es, ni como se es, sino lo que se tiene, lo que se dice que tiene, o lo que se hace ver que uno es mediante lo que se tiene y mediante sus propios comportamientos dentro de los criterios de aceptación o rechazo que rigen en cada momento el código simbólico imperante en el contexto social donde uno se desenvuelve. La vida se convierte en un teatro, en un dramático teatro.
El segundo efecto desprendido de estas pautas morales vinculadas con la difusión de la propaganda publicitaria en sus términos actuales, es la conversión de la sociedad en una sociedad de naturaleza hedonista y constantemente sumergida en una filosofía del Carpe Diem. Si el mercado necesita de una continua emisión de nuevas necesidades sociales, si necesita de una continua venta de nuevos productos asociados a unos determinados componentes simbólicos, es lógico que la filosofía del placer inmediato, así como la de vivir intensamente el momento, se abran un hueco predominante en la acción moral de los individuos. Muchos son los productos etiquetados de manera simbólica como «placenteros», y muchos aquellos que sólo cobran un sentido de valor simbólico mediante su uso fugaz y ajustado al momento concreto de las exigencias del mercado y las expectativas sociales. Es un ciclo que debe ser renovado constantemente. Se compra el producto, se usa, se gasta, se renueva. A veces por la duración de su propia vida útil, otras veces por el avance simbólico de los productos de la competencia que lo hacen pasar a ser un producto obsoleto y sin valor simbólico alguno (en un año, el que hoy es el móvil más mega-guay en el mercado, pasará a ser una reliquia, y así, el que hoy lo tiene y se siente poderoso a través de ello, en un año, o lo cambia, u otros sujetos de sus entorno habrán adquirido algún otro modelo que lo supere y le haga perder el valor simbólico que hacia un año tenía, por ejemplo). Sin embargo, las filosofías del hedonismo y el Carpe Diem son presentadas al mundo como un avance en lo moral respecto de la sin razón estricta de algunas normas de nuestros ascendientes recientes, pero en realidad no dejan de ser meras exigencias impuestas por el sistema y la publicidad, en tanto que necesarias para la expansión de la ideología capitalista, la creación constante de nuevas necesidades, y el desarrollo constante de nuevos códigos simbólicos de valor que sustituyan a los anteriores al menos en apariencia, es decir, para la venta continua y constante de nuevos productos, la mayoría de ellos completamente inútiles, a los consumidores. Y es claro que en esta dinámica hedonista y de Carpe Diem, el sexo y las drogas son productos estrella, a pesar de, o mejor dicho como consecuencia de, la doble moral que existe de manera oficial en muchos países en relación a ellos. La represión aparente es la gran fuente del negocio de estos productos mercantiles.
El tercer efecto es el triunfo de los estereotipos y la superficialidad en todos los ámbitos de la vida social. El desarrollo personal, en tanto que búsqueda de la realización personal, se convierte así en una búsqueda de la satisfacción de los estereotipos impuestos por el sistema (a nivel estético, a nivel de jerarquías sociales, a nivel de relaciones de pareja, etc.). Los gimnasios están cada vez más llenos de gente que busca su felicidad a través de la consecución del cuerpo de moda en los anuncios, los estudiantes orientan sus carreras no hacia una verdadera vocación profesional, sino hacia una salida laboral digna y rápida lo antes posible. El conocimiento de lo estudiado es secundario frente al hecho de poder aprobar el examen sea como sea, conociendo o no lo que supuestamente se te ha enseñado. La ilusión de la riqueza material prevalece frente a la ilusión por alcanzar grandeza personal, ya sea a través de los valores éticos personales, ya sea a través del conocimiento intelectual. El prejuicio se impone a la apertura sentimental. La pasión, y no el amor, envuelven el trasfondo de una amplia mayoría de las relaciones sentimentales. La multitud se transforma en soledad de manera habitual en medio de un mar de gente, o, como afirma Bauman, el sujeto urbano se ha convertido en un extranjero, en un extraño, en su propia tierra[6]. La religión reducida a una mera una excusa para sacar pasos a procesionar y darse golpes en el pecho, mientras se incumplen sistemáticamente todo sus principales planteamientos: paz, amor, solidaridad, igualdad entre los seres humanos, etc. La silicona y las operaciones de estética convertidas en el degradante burka de occidente, en tanto que el burka quiere evitar mostrar la belleza sensual de la mujer, y la silicona, las operaciones estéticas, la belleza natural. A veces es mejor no mostrar, que querer mostrar algo que en realidad no te pertenece, pero que está ahí sólo porque así eres capaz de aceptar lo que antes te daba asco.
En definitiva, es el sistema el que impone sus cánones, el que manda, el que dice cómo hay que vivir, como hay que sentir, como hay que pensar, como hay que actuar, como hay que vestir y hasta que debemos comer y donde. La propaganda publicitaria se ha convertido en la gran Biblia de la religión consumista-capitalista, impulsora de orientaciones éticas, de valores de sentido, de proyectos de vida y de sueños cargados de simbolismo que se manifiestan en pesadillas para la propia vida en medio de un ambiente que parece estar cargado, citando nuevamente a Bauman, de una continua hostilidad, donde la autodefensa (a través del seguimiento de los valores simbólicos impuestos y la alienación con el sistema) parece ser la única salida posible. Antes de que me juzguen, juzgo, antes de que me ataquen por no ser capaz de dar la talla según lo que de mí espera el sistema y sus códigos simbólicos reinantes, ataco yo siendo capaz de satisfacer tales códigos y prejuzgando, mirando por encima del hombro, a quienes, pobres de ellos, no han sabido, no han querido o no han podido satisfacerlos.
VII
Es por todo esto, y por mucho más, que la regeneración democrática y moral de la sociedad postmoderna capitalista pasa ineludiblemente por una prohibición de la publicidad, al menos en los espacios destinados (radio, prensa, televisión e internet) a los medios de comunicación de masas.
Primero por ser fuente constante de propaganda de un sistema político y económico cuyas consecuencias devastadoras generan millones de víctimas mortales al día en todos los rincones del planeta, así como una devastación sistemática de la naturaleza y los recursos naturales existentes en ella.
Segundo por constituirse como punta de lanza de una ideología, la consumista-capitalista, que convierte al individuo en su sujeto egoísta, despiadado, competitivo a más no poder, y orientado por una acción instrumental de la racionalidad, cuyo planteamiento vital no deja espacio alguno para la reflexión hacia un cambio revolucionario que permita restituir la armonía del hombre con la naturaleza, y que apueste por devolver los recursos económicos a sus legítimos dueños: los trabajadores en su trabajo, los pueblos en sus tierras nacionales o étnicas, la naturaleza en su planeta azul.
Tercero porque anula e impide la consciencia de clase, en tanto que tiene la capacidad de crear mundos ficticios en la mente de los sujetos, mundos en cuyas perspectivas entran metas y esperanzas que jamás se podrán alcanzar, en el 99% de los casos, en virtud de las restricciones sociales y culturales propias de las clases explotadas en las cuales han nacido, crecido y formado su identidad y su rol social la inmensa mayoría de los individuos.
Cuarto por ser cómplice de la decadencia moral de mayor envergadura jamás vista en la historia. Una sociedad fundada en los estereotipos, en las apariencias, en las relaciones de interés, en la superficialidad, que no juzga sino que prejuzga, que no actúa según valores éticos sino estéticos, que no es capaz de mirar más allá de su ombligo aun a sabiendas de que el sufrimiento en el que habitan miles de millones de personas en muchos lugares del planeta es directamente consecuencia de nuestro modo de vida, de nuestros valores y de nuestra propia decadencia moral y espiritual.
Quinto porque no comprende, ni quiere comprender, a quienes no tienen las aptitudes, físicas o mentales, o el talento necesario para poder satisfacer de manera eficiente las exigencias planteadas a nivel simbólico por el sistema en virtud de sus necesidades económicas y financieras. Mientras unos ganan miles de millones de Euros fabricando estereotipos, creando exigencias desmesuradas, millones de personas sufren en silencio una lenta agonía existencial, una paulatina humillación reflejada en la mirada inquisidora de sus propios conciudadanos.
Y sexto porque así se acabaría con la principal fuente de recursos e ingresos de los medios de comunicación privados, verdaderos impulsores, a través de sus diferentes espacios, de todo estos valores políticos y morales absolutamente repugnantes y condenables. Cada medio de este tipo que tuviese que cerrar por falta de financiación, sería un rayo de esperanza para la vida de esos miles de millones de personas que pasan hambre y viven en la miseria en remotos lugares del planeta, un rayo de luz para esos que, viviendo incluso dentro de los países falsamente llamados desarrollados, tienen que sufrir igualmente, a nivel económico o existencial, a nivel material o espiritual, las injusticias del sistema y sus códigos simbólicos imperantes.
Por eso, desde aquí animo a los gobiernos progresistas y revolucionarios que están emergiendo en algunos lugares del mundo, especialmente en América Latina, a que se atrevan a llevar a cabo una medida de este tipo, que, al menos en lo moral y en lo simbólico, sería verdaderamente revolucionaria y un verdadero golpe en todo el centro del malvado rostro del capitalismo y sus fervientes defensores contra-revolucionarios.
www.pedrohonrubia.com
Notas:
[1] Laura del Coz Santos, Marta Fernández San José, Cristina Fernández Segura, Patricia Mateos Martínez, «Consumo y consumismo».
[2] Pedro Antonio Honrubia Hurtado. Algunas ideas sagradas en la sociedad consumista-capitalista. Rebelión. 05-07-2008.
[3] Pedro Antonio Honrubia Hurtado. La ilusión de la libertad en el Consumismo-Capitalismo: Libres de derecho, esclavos de hecho. Rebelión. 11-06-2008.
[4] Véase el libro de V. Packard, «las formas ocultas de la propaganda», Editorial sudamericana, Buenos Aires, 1964
[5] G. Esteva. Desarrollo. En W. Sachs, Diccionario del desarrollo. Una guía del conocimiento como poder. PRATEC, Perú, 1996.
[6] Z. BAUMAN, Pensando sociológicamente, Nueva Visión, Buenos Aires, 1994, cap. III: «Los extranjeros».