Gobierno o campo. Asumir esta dicotomía simplificadora y enrolarse en una u otra fila, equivale aproximadamente a embanderarse en el proyecto de vasallaje que intenta estructurar la gestión presidencial para reproducir su espacio de poder, o apoyar el real crecimiento privado de alguna parte del sector agrario. Para nada ingenuas, estas posturas sólo discuten quién […]
Gobierno o campo. Asumir esta dicotomía simplificadora y enrolarse en una u otra fila, equivale aproximadamente a embanderarse en el proyecto de vasallaje que intenta estructurar la gestión presidencial para reproducir su espacio de poder, o apoyar el real crecimiento privado de alguna parte del sector agrario. Para nada ingenuas, estas posturas sólo discuten quién se apropia de la renta, pero en ningún momento cuestionan la lógica de producción privada: no atienden al uso social que podría y debiera hacerse de los medios de creación de riqueza. Mientras tanto, alguna parte de la izquierda movilizada, de la izquierda intelectual y de organizaciones de derechos humanos, parecen entretenidos en ser orgánicos al gobierno y en no generar disputas más allá del interés corporativo inmediato, quizá buscando rédito político propio.
Estado centralista feudal o monárquico por un lado y, por el otro, el desarrollo de latifundios dedicados al monocultivo de especies transgénicas, se instalan en la mesa de «debate» y / o en el imaginario colectivo de estos días como los únicos dos modos posibles de pensar el progreso del país.
La controversia acerca de la propiedad y el uso de la tierra no existe, no es formulada de manera seria o no es reproducida públicamente.
En torno a este eje central, giran muchos otros problemas cuyo abordaje tampoco se escucha: la dependencia comercial hacia empresas como Monsanto o Cargill, la sostenibilidad del modo de producción actual, la generación de diversidad productiva, la de cómo lograr la soberanía alimentaria del país, el cuestionamiento al monocultivo de especies modificadas genéticamente, la protección de bienes naturales (como por ejemplo los bosques nativos) devastados por grupos económicos dedicados a la agricultura y producidos con la complicidad del Estado nacional, el repoblamiento del campo. Tampoco se polemiza sobre cómo garantizar la producción de alimentos sanos para toda la población, cómo resignificar la idea de oligarquía (puesto que la oligarquía de hoy no es la misma que la de décadas atrás), la forma de detener los desalojos de familias campesinas o indígenas, la recuperación de las identidades regionales, las diferentes formas de entender el espacio de producción campo (puesto que no son lo mismo las miles de hectáreas que trabaja el senador nacional Roberto Urquía, que la pequeña parcela que un humahuaqueño cultiva con verduras), etc.
En suma, el planeamiento de una reforma agraria auténtica; producida hacia adentro del país y afectando las relaciones de producción que en él se dan, pero también reformulando la posición y los roles que asume Argentina en el mundo. Decisiones necesarias para generar, a mediano y a largo plazo, realidades beneficiosas para todos y no sólo para el sector terrateniente o para el Estado recaudador.
Resulta interesante escuchar por estos días a Rafael Bielsa, ministro del gobierno que creara el «modelo» económico actual, recuperar el análisis según el cual el cultivo de la soja genera sólo un puesto de trabajo cada quinientas hectáreas sembradas. En tanto que la agricultura campesina «tradicional» produce treinta y cinco puestos genuinos cada cien hectáreas [2] .
Curioso que se use esta idea para dar solidez a medidas que probablemente favorezcan al crecimiento de los denominados pooles de siembra que se dice combatir, además de apuntar claramente a la centralización del poder y al antifederalismo [3] .
Llamativo es escuchar a medios, a los mandatarios nacionales, incluso a buena parte de la sociedad, cuestionar a los productores cuando tiran leche que no pueden comercializar debido a las medidas de protesta asumidas desde el sector agrario. «¿Cuánta gente pobre, cuántos niños desposeídos, comerían con eso que ahora se derrama, así sin más?», no dudan en moralizar.
Extraña pregunta si se tiene en cuenta que el planteo es olvidado o no formulado en las condiciones «normales» de un país que produce alimentos para un número muy superior al de su población, pero en el cual ellos poseen un valor financiero como cualquier otro producto de mercado (por ejemplo, un coche de lujo). ¿Los indigentes deben esperar estos momentos únicos de la historia, de «anormalidad», en los que los trabajadores se deshacen de sus productos para poder alimentarse?
Ausentes o no reproducidos por los medios, el país carece de debates serios, fundados, en torno al modo de producción del campo, acerca de cómo encontrar alternativas para no ser sólo productores de materias primas, y de cómo producir alimentos y trabajo para todos [4] .
Es necesario cuestionar, para comenzar, la lógica establecida en lo referente al uso de la tierra concentrada: ¿las superficies que generan alimentos pueden ser propiedad privada, o debieran ser utilizadas socialmente?
Probablemente no se trate sólo de la redistribución más o menos igualitaria de los espacios productivos entre cientos de pequeños terratenientes, sino de hacer un uso social de los mismos, a manos de quienes los necesiten y además quieran trabajarlos.
Es fundamental debatir el tema, al menos teóricamente y para pensar, para imaginar, para idealizar, para molestar al poder estatuido que reproduce la desigualdad, para planificar opciones…
Lo contrario sería dejar intacta, como supuesto válido, la verdad según la cual un sujeto puede enriquecerse, en cualquier esfera de la producción, apropiándose del trabajo generado por otro y retribuyéndole sólo una parte de la riqueza que sus brazos han creado.
¿Resulta posible pensar un país diferente, incluyente, nuevo, igualitario, justo, sin revisar las lógicas que ocultan otros intereses? ¿Se puede dejar de reivindicar la importancia de compartir intereses verdaderamente colectivos, de tejer nuevamente lazos de solidaridad que sustenten a la sociedad en tanto conjunto?
Asociado a esto, ¿quiénes se hacen cargo verdaderamente de estos ejercicios de reflexión? ¿Asumen los sectores que se dicen «progresistas» una mirada realmente radical, acorde a la coyuntura actual del país? ¿O se han tornado pragmáticos y oportunistas?
Formulados de diferente modo, estos planteos son equivalentes a preguntar por qué quienes supuestamente bogan por una transformación significativa del orden social, toman como real este pseudoclasismo estatal que no discute efectivamente la formación de las clases sociales; por qué apoyan un proyecto de clientelismo político que a estas alturas ya es monumental [5] …
Pero no: eso no se toca, no se lo cuestiona o -en el mejor de los casos- las críticas emergentes no son oídas.
Es así que la lucha gobierno – campo queda reducida a «buenos contra malos», a un «verdadero o falso», por momentos casi a un «Boca vs. River». Y aunque tanto ruralistas como mandatarios nacionales se los disputen diciendo favorecerlos desde su sector, esta construcción dual no contempla en ningún momento a las mayorías, nunca a los desposeídos, jamás a los nadies, menos aún a los más antiguos moradores de estas tierras.
Mientras tanto, el debate sobre la propiedad compartida y el uso social de la tierra podría acontecer ahora, en las condiciones actuales, o… ¿cuándo?
[1] Por Emiliano Bertoglio, Lic. en Ciencias de la Comunicación. 14 de Junio de 2008. Río Cuarto.
[2] Otros estudios menos elocuentes indican que cien hectáreas de soja generan un puesto de trabajo, contra quince del algodón y cincuenta puestos de los cítricos. Estos fueron los datos que refirió en algún momento el Ministro de Economía Martín Lousteau para justificar las retenciones móviles que detonaran el actual conflicto.
[3] La aplicación de las mencionadas medidas a las exportaciones de algunos cereales, permitirán al Poder Ejecutivo el control y manejo discrecional de gran cantidad de recursos económicos.
[4] Se hace necesario reflexionar además sobre otros aspectos. Primero, lo llamativo que resulta oír a medios y gobierno agitar con alarma el fantasma del desabastecimiento, por momento mostrado como la única consecuencia del conflicto. La situación podría confirmar que para los grupos de poder la sociedad importa en tanto sociedad de consumo, antes que como clase civil – política. ¿El consumo es condición para la disciplina social?
En segundo término, no debe dejar de llamar la atención ver en primera fila a algunos de los empresarios e industriales que en Argentina se beneficiaron con las políticas neoliberales de los noventa, celebrando ahora los discursos presidenciales que hablan de redistribución social…
[5] Aún más, vale plantear por qué muchos sectores que reivindican el signo de la izquierda, así como organizaciones y movimientos de derechos humanos, siguen siendo orgánicos a un gobierno que bebe de fuentes «justicialistas» pero que ante algunas manifestaciones de protesta social, amenaza y avanza con sus fuerzas de choque (institucionales o no institucionales). Contradictorio, sobre todo cuando históricamente estos espectros, siempre que fueron auténticos, denunciaron la agresión proveniente de arriba, y cuando a nivel mundial hoy más que nunca están claramente orientados hacia la no violencia.