Piadoso deseo que en los primeros días de todas las guerras, acostumbran a llevarse a la boca los espíritus humanistas que pueblan los medios de comunicación. Cierto que no son tan rápidos y diligentes como para exigir que no se inicie nunca pero, en su descargo, queda el misericordioso anhelo de que la guerra, horror […]
Piadoso deseo que en los primeros días de todas las guerras, acostumbran a llevarse a la boca los espíritus humanistas que pueblan los medios de comunicación. Cierto que no son tan rápidos y diligentes como para exigir que no se inicie nunca pero, en su descargo, queda el misericordioso anhelo de que la guerra, horror inevitable, como los malos tragos, si es que ha de ser, que sea y pase cuanto antes.
Tampoco son los únicos en manifestar semejantes inquietudes. Otros hay, precisamente, los pirómanos que atizan el fuego, multiplican las hogueras y desatan los incendios, que haciendo causa común con el coro propuesto y para que no se erosione su civilista fachada, coinciden en el mismo y pusilánime deseo: que la guerra termine cuanto antes…
Los mismos que cuanto antes comienzan las guerras, a veces, sin embargo, no encuentran el modo de acabarlas.
Les hubiera encantado que la masacre pudiera iniciarse y concluirse en un único día de batalla, en una sola y eficaz operación; que antes de que la noticia de la guerra llegara a oídos del mundo, ya se les hubiera ingresado a su cuenta la victoria; que en menos de lo que se monta un titular de prensa o se improvisa un experto contertulio, ya los condenados hubieran rendido la vida… pero los muertos que dejan las guerras siempre tienen el mal gusto de agonizar más tiempo del debido y estropear las declaraciones de armisticio que formulan los vivos.
Es el problema que tienen las guerras, que a veces se sabe cuando empiezan pero nunca cuando terminan. Al Imperio le cabe la ignominia de iniciarlas pero no el derecho de declarar su fin y, con frecuencia, la barbarie se aferra a las portadas y los silencios terminan por poblarse de voces de condena.
Por ello es importante que la guerra termine cuanto antes, para que no se desparramen por el calendario los inevitables daños colaterales, para que las víctimas del fuego «amigo» no vuelvan a cuestionar la pericia de sus aliados, para que las torturas no sean pasto de editoriales, para que los tantos niños reventados no pongan en entredicho ni la inteligencia de las bombas ni la legitimidad de la ignominia…pero el calendario oculta muchos meses y los meses emboscan muchos días.