Sinopsis Durante décadas los ciudadanos hemos estado luchando y reivindicando lo que se ha denominado el «libre acceso a la información». Gobiernos, grupo económicos, sectores políticos o militares y todo tipo de agentes sociales manejaban una determinada información que no hacían pública y, gracias a ello, lograban un determinado poder sobre los ciudadanos. Hoy, sin […]
Sinopsis
Durante décadas los ciudadanos hemos estado luchando y reivindicando lo que se ha denominado el «libre acceso a la información». Gobiernos, grupo económicos, sectores políticos o militares y todo tipo de agentes sociales manejaban una determinada información que no hacían pública y, gracias a ello, lograban un determinado poder sobre los ciudadanos. Hoy, sin negar que esa situación sigue sucediendo, el problema es mucho más complejo. Para empezar, el ciudadano no demanda información, está saturado, desbordado, atragantado de tanta información. Desde el poder se han dado cuenta de que el mejor modo de ocultar la información importante era enterrarla junto con la prescindible. El problema ahora sería, recurriendo al refranero, cómo separar el grano de la paja.
Por otro lado, en las democracias la opinión pública se ha revelado como un agente fundamental de poder por un lado y de consumo por otro. De modo que, por cualquiera de estas dos razones, ahora todos los sectores quieren ganarse su simpatía y aceptación. Para ello deben difundir informaciones positivas de las entidades, instituciones o productos que desean alcanzar una buena imagen en el ciudadano. O sea, más información -valiosa o no- con la que se nos bombardea.
El resultado de todo ello es que lo valioso ya no es la información, sino las audiencias. Lo que se cotiza no es la calidad de la información, sino las cifras de lectores o espectadores que tiene un medio. Eso provoca que ahora el poderoso es el medio. Puede condenar al silencio, o sea la censura, a quién desee, ignorando sus pretensiones de difundir algo; y puede vender sus cifras millonarias de audiencias a quien quiera hacerles llegar una información. Una información no vale por lo que revela, sino por la ubicación que le dan los medios de información a la hora de difundirla. Y el acceso a una información no depende de ningún tipo de censura de quien las posea, sino de que la elijan o no los medios para difundirla.
Exceso de información
Durante décadas los ciudadanos hemos estado luchando y reivindicando lo que se ha denominado el «libre acceso a la información». Gobiernos, grupos económicos, sectores políticos o militares y todo tipo de agentes sociales manejaban una determinada información que no hacían pública y, gracias a ello, lograban un determinado poder sobre los ciudadanos. Hoy, sin negar que esa situación sigue sucediendo, el problema es mucho más complejo. Para empezar, el ciudadano no demanda información, está saturado, desbordado, atragantado de tanta información. Desde el poder se han dado cuenta de que el mejor modo de ocultar la información importante era enterrarla junto con la prescindible. La sobresaturación es impresionante, y si la comparamos con lo que fue habitual en la historia de la humanidad es estremecedor. Un solo ejemplar de la edición dominical de The New York Times contiene más información de la que adquiría en toda su vida un europeo del siglo XVII [1]. Marshall McLuhan dijo que «cuanta más información haya que procesar menos se sabrá».
El Pentágono creó en 2002 el Departamento de Información Estratégica [2]. ¿Eso era un paso para el libre acceso a la información?, ¿para qué se creó?, ¿para informar? En absoluto, para enterrar la información buena que pudiera salir con la paja informativa, con el ruido. Antes para estas cosas se utilizaba la palabra propaganda, ahora esa palabra se ha desterrado, porque como todo el mundo hace propaganda, no hay ni un sólo sector al que le interese que circule ese vocablo.
En 2009 se supo que la red de ferrocarriles alemanes había destinado 1’3 millones de euros a relaciones públicas ocultas, es decir, a colocar información positiva de la compañía en foros de internet. De modo que el problema no es de falta de transparencia informativa sino de sobredosis e intoxicación. Si los ciudadanos viesen en los presupuestos de un ministerio una cifra alta destinada a información pública no pensarían que se está satisfaciendo el derecho a la información, sino que se está derrochando en publicidad y relaciones públicas.
La verdad es que no dedican recursos a informar de lo que queremos saber , sino a aplastarnos con lo que no necesitamos saber, o sencillamente no es la verdad de la información.
La nueva censura
Durante mucho tiempo hemos asociado dictadura o abuso de poder en lo relacionado con la información con censura. Consistía en la prohibición de difundir una determinada información. Es evidente que el problema de la información hoy no es la censura, en pocos países se impide difundir un determinado dato, un determinado hecho o una determinada opinión. Sin embargo sigue existiendo un importante déficit del derecho a la información. O dicho de otra manera, existen otras formas de censura. Analicemos dos símiles. Si estoy viviendo bajo un gobierno dictatorial que quiere impedir que me llegue la carta de un amigo procedente de fuera del país, este gobierno puede hacer lo tradicional de un sistema opresor: poner un policía a vigilar mi buzón de correos y cuando llegue la carta apropiársela e impedir que me llegue. O podría hacer otra cosa, encargar a sus agentes dejar todos los días quinientas cartas en mi buzón mezcladas con la que buena que llegue de mi amigo y que yo no la pueda diferenciar. De este modo habrán logrado igualmente obstaculizar la información entre nosotros dos.
Otro símil es ese juego de niños en el que Pepito le quiere decir algo a Juanito y el resto de los amigos no quiere que Juanito se entere. Entonces, cuando Pepito va a decir algo, todos empiezan a gritar y a hablar al mismo tiempo. Como resultado Juanito no sabe lo que Pepito le quiere contar.
Estaremos de acuerdo en que estos dos ejemplos gráficos y anecdóticos poseen la misma eficacia que un sistema de censura para evitar la transmisión de un mensaje. La idea que yo quiero transmitir es que existe una nueva forma de censura, diferente de la tradicional, pero igual de eficaz. Enterrar la verdad con la mentira o la información inútil. Si la impunidad de los medios les permite mentir sin asumir ninguna responsabilidad, lo harán constantemente, lo hacen, y el ciudadano no sabe diferenciar entre la verdad y la mentira, no sabe cuál es la verdad. O sea, igual que la censura de la dictadura.
El derecho a la censura
Seguimos hablando de censura. El derecho al libre acceso a la información de los ciudadanos debe consistir también en que podamos conocer las reclamaciones y aportaciones de una asociación ecologista, un sindicato, unos abogados de derechos humanos, etc. Es decir, voces críticas que tienen algo que decir. ¿Existen prohibiciones para que esas personas y colectivos puedan hacer sus denuncias? En la mayoría de los países no. Sin embargo, ¿quién tiene el poder para que esas voces lleguen a los ciudadanos? Evidentemente los medios de comunicación. Ellos ejercen no el derecho a la libertad de expresión, sino el derecho a la censura, en la medida en que deciden lo que vamos a conocer los ciudadanos y lo que no. Una democracia debe garantizar el derecho ciudadano a informar y ser informado, no puede quedar en manos de unas empresas de comunicación privadas sin participación democráticas, como sucede habitualmente.
La cultura twitter y la cultura espectáculo
Existen más amenazas al libre acceso a la información. La evolución del formato periodístico está cayendo en una terrible carrera de la simplificación, la frivolización, la espectacularidad y el sensacionalismo. Es lo que yo llamaría la cultura twitter y la cultura espectáculo. El pensamiento crítico, la información compleja necesita espacio y profundización, y los medios -con la ayuda de la carrera tecnológica- están operando en contra de esa complejidad. Una de las razones es la búsqueda desenfrenada de audiencias, imprescindibles para la supervivencia del medio. Otro ejemplo más de la perversión a la que el mercado está sometiendo al sistema informativo de nuestras democracias.
Se venden audiencias
En las democracias la opinión pública se ha revelado como un agente fundamental de poder por un lado y de consumo por otro. De modo que, por cualquiera de estas dos razones, ahora todos los sectores quieren ganarse su simpatía y aceptación. Para ello deben difundir informaciones positivas de las entidades, instituciones o productos que desean alcanzar una buena imagen en el ciudadano. O sea, más información -valiosa o no- con la que se nos bombardea.
Ahora lo difícil es hacerse un hueco en el alud de comunicaciones. Un hueco en el escaparate del quiosco de prensa, un hueco en el noticiero de televisión, un hueco en el catálogo de libros, un hueco en el tiempo disponible del ciudadano para informarse. Hoy los que escribimos un libro, cuando se lo regalamos a un amigo, somos nosotros los que debemos agradecerle que dedique su tiempo a leerlo, no agradecernos él que se lo hayamos regalado. Como consecuencia de la sobredosis de información, ¿qué sucede entonces? Que la verdad no basta. Porque ahora sólo se oye al que grita, al que más insiste, al que más repite, al que tiene el megáfono más grande, al que paga para ocupar el escaparate del quiosco.
El resultado de todo ello es que lo valioso ya no es la información, sino las audiencias. Lo que se cotiza no es la calidad de la información, sino las cifras de lectores o espectadores que tiene un medio. Eso provoca que ahora el poderoso es el medio. Puede condenar al silencio, o sea a la censura, a quien desee, ignorando sus pretensiones de difundir algo; y puede vender sus cifras millonarias de audiencias a quien quiera hacerles llegar una información. Una información no vale por lo que revela, sino por la ubicación que le dan los medios de información a la hora de difundirla. Y el acceso a una información no depende de ningún tipo de censura de quien la posea, sino de que la elijan o no los medios para difundirla.
Los gabinetes de prensa y los departamentos de comunicación
Mis primeros pasos en el periodismo fueron en la sección de Sucesos de un periódico madrileño. Como se pueden imaginar, entre nuestro trabajo estaba llamar a las fuerzas de seguridad cuando teníamos constancia de algún delito o accidente. Con mayor o menor éxito, el oficial al mando, a cualquier hora de cualquier día, te contaba lo que consideraba oportuno hacer público sobre lo sucedido. Un día crearon un gabinete de prensa. ¿Qué sucedió? Que ya ningún oficial ni agente ni policía te daba una sola información, todos te decían que llamaras mañana al gabinete de prensa. ¿Qué más hacía el gabinete de prensa? Nos bombardeaba con notas de prensa anunciando noticias como que desarticulaba una banda internacional de narcotraficantes porque habían detenido a un español y dos extranjeros de diferente nacionalidad vendiendo hachís en la Gran Vía madrileña. Pero si el asunto trataba de corrupción en la policía, un político implicado o cualquier otro tema delicado, el gabinete de prensa, la única vía de información, no decía nada. O todavía peor, te lo contaba en exclusiva si tú, la semana anterior, habías publicado a toda página el gran éxito de la desarticulación de la banda internacional.
Ésta sólo es una anécdota, además de una sección relativamente poco importante del periodismo, pero el ejemplo es extensible a las políticas de acceso a la información por parte de las instituciones.
Durante años se dijo que periodismo era publicar algo que alguien no quería que se supiese, pero hoy el 80 por ciento de las informaciones son inducidas, es decir, promovidas por alguien que tiene interés en que se digan. Debemos tener en cuenta que mientras nosotros aquí hablamos del libre acceso a la información lo que más hay son gabinetes de comunicación pensando en cómo conseguir que su información acceda a nosotros.
El poder se ha dado cuenta de que lo inteligente no es ocultar la información que le afecta negativamente sino manejarla y enfocarla según sus intereses. Los silencios tienen un gran coste político para los gobiernos. A finales de julio se produjo un accidente de tren en China. El gobierno de Pekín rodeó el asunto de un tremendo secretismo que disparó la indignación popular [3]. Yo creo que los chinos tienen muchos motivos para quejarse de su gobierno, sin embargo, lo que más les molestó fue la falta de información de un accidente de tren.
Durante la dictadura de Franco cayeron dos bombas nucleares de un avión estadounidense en la costa española. Cualquier dictadura habría optado por ocultar esa información. Sin embargo, por iniciativa de la esposa del embajador de Estados Unidos, este embajador y el ministro del Interior español se bañaron en esa playa delante de las cámaras de televisión para demostrar que no había peligro. En unos años en los que la dictadura franquista fusilaba a los disidentes hacían esto para ganarse a los ciudadanos. Aquí el gobierno estadounidense estaba dando una lección de estrategia y modernidad a la dictadura franquista y le enseñaba cómo una dictadura podía ser más eficaz con métodos adecuados para manejar a la opinión pública.
Distribución de la ciudadanía
Dijo Manuel Castells que el mundo está dividido entre los desinformados que sólo tienen imágenes, los sobreinformados, que es la mayor parte del planeta, que vive en el torbellino, y los informados, que seleccionan, ordenan y pueden pagar la información. Insisto, la mayoría de los ciudadanos son los del segundo grupo, los sobreinformados que tienen una empanada que no se aclaran. ¿En qué debe consistir entonces la reivindicación del libre acceso a la información? No puede consistir en mandar más información a ese grupo que ya está perdido.
El problema ahora sería, recurriendo al refranero, cómo separar el grano de la paja. ¿Cómo ayudar al ciudadano en ese gran reto? ¿Cómo crear filtros que no sean censura? Ya hemos visto que la ausencia de filtros tiene un efecto desinformador igual de eficaz que la mayor de las censuras.
El libre acceso a la información y los medios
Durante décadas hemos asumido que los medios de comunicación eran los mediadores entre las instituciones y los ciudadanos. Un político, un ministro, el informe anual de un ministerio, los datos estadísticos de un gobierno, todo ello, se ponía -o se debía poner- a disposición de los medios, de la prensa, de los periodistas y éstos aplicaban unos criterios de selección y los difundían. El poder acumulado por los medios de comunicación, su estructura empresarial determinada por grandes grupos económicos, los intereses cruzados con emporios económicos, unido todo ello a los métodos cada vez más refinados y sutiles de manipulación y aplicación de intencionalidad en sus informaciones, ha provocado que estos medios se hayan convertido más en un elemento de deformación y de interceptación de la información que de difusores de ésta.
O dicho de otra manera, los medios han pasado de ser unos facilitadores del libre acceso a la información a ser un obstáculo. Un discurso de diez minutos de un ministro no es reproducido por los medios, es deformado, desenfocado, recortado, titulado y contextualizado con intencionalidad muchas veces discutible. O incluso silenciado. Todo menos transmitido con rigurosidad.
Veamos un ejemplo. El 10 de diciembre de 2008, el ministro español de Exteriores, Miguel Ángel Moratinos, comparecía ante la Comisión de Asuntos Exteriores del Congreso. El motivo era la difusión por el diario El País, diez días antes, de documentos oficiales calificados de alto secreto que demostraban que el gobierno español durante la época de José María Aznar conoció y aprobó que los vuelos clandestinos de la CIA con destino a Guantánamo utilizasen aeropuertos y espacio aéreo español. El 11 de diciembre los medios se hacían eco de la intervención oficial del ministro a partir, sólo y exclusivamente, del contenido de su discurso. Sin embargo, esas mismas palabras sirvieron para que los periódicos titulasen de esta forma tan dispar, en función de sus alineamientos políticos: En El País embestían contra Moratinos y contra Aznar: «Moratinos justifica la connivencia de Aznar con los vuelos a la prisión de Guantánamo» [4]. El diario Público, sólo contra Aznar: «El gobierno confirma que Aznar autorizó los vuelos a Guantánamo» [5]. Y ABC exculpaba a todos: «Moratinos proclama que los vuelos de Guantánamo nunca tocaron España» [6]. Es evidente que si los ciudadanos se hubieran dirigido a la página Web del ministerio español y hubieran leído la intervención del ministro [7] se habrían informado de forma mucho más rigurosa, sin tener que someterse a la decantación ideológica de cada periódico. Los medios, en esta ocasión, en lugar de facilitar la mediación entre gobernante y ciudadano, lo que hicieron fue interceptar la comunicación que permiten las nuevas tecnologías e incorporar ruido y sesgo a las palabras originales.
Para trabajar y defender el libre acceso a la información, debemos definir quién nos lo impide, cuáles son los obstáculos, qué agentes operan para dificultar ese acceso. Antes era sencillo: el sector que poseía la información no la revelaba. La policía no facilitaba los datos de criminalidad para ocultar su fracaso en la persecución de la delincuencia, el gobierno no difundía las condiciones de contratación con las empresas privadas, el ejército ocultaba los accidentes en sus maniobras, los hospitales callaban las cifras de sus errores médicos, los servicios de seguridad manejaban decenas de acciones encubiertas secretas, los presupuestos de los diferentes ministerios se ocultaban y no se sabía el coste de las diferentes partidas… Todo eso en el ámbito de la información de las administraciones públicas.
En el ámbito privado podemos también enumerar un largo listado de información de difícil acceso: denuncias de los consumidores sobre un producto, sueldos de los ejecutivos y directivos, condiciones laborales en esas empresas, comportamiento medioambiental en los lugares donde operan.
Hoy el problema ya no es tanto si esa información es conocida o no. Yo sinceramente creo que es bastante conocida. Sabemos lo que cobran los directivos bancarios, existen observatorios que elaboran informes sobre las consecuencias medioambientales de las empresas energéticas, los sindicatos difunden información sobre abusos laborales. ¿Cuál es el problema entonces? El problema, como en otros tantos ámbitos, es el filtro al que se somete toda esa información antes de que llegue al ciudadano: los medios de comunicación. Si las empresas energéticas dedican millonarios fondos a la publicidad del medio, no se difundirán sus tropelías medioambientales; si el banco es accionista o acreedor no se publicarán los millonarios sueldos de sus ejecutivos, las denuncias de sus trabajadores o las sentencias judiciales en su contra que se produzcan. Obsérvese que estoy hablando de informaciones que quizás no sean secretas (los agresiones medioambientales estarán recogidas por grupos ecologistas, las denuncias laborales y sentencias serán públicas), pero no llegarán a la gran mayoría de la población gracias a la censura de los medios o el ruido mediático que las enterrará.
Castigo al poder político, impunidad al mediático
A pesar de la responsabilidad de los medios en las desinformaciones y censuras, pocas veces terminan pagando por ello. El sistema logra que sean los políticos las cabezas de turco que asuman el coste de operaciones de engaño que fueron tramadas en total connivencia con el poder mediático. En España tras los atentados del 11-M en la estación de trenes de Atocha en Madrid, el gobierno de Aznar puso en marcha una operación de mentira destinada a hacer creer a la población que el autor era ETA y que la masacre no tenía relación alguna con la decisión de nuestro gobierno de unirse a Bush en la invasión de Iraq. Eso sucedía unos días antes de las elecciones, la farsa fue poco a poco desvelada por las investigaciones policiales y la ciudadanía se indignó contra el gobierno, que terminó perdiendo las elecciones. Pero en la trama del intento del engaño también había medios de comunicación, que por cierto siguen insistiendo en la teoría de ETA. Ellos nunca son castigados.
En mayo de 2008 tuvo una gran repercusión la presentación del libro [8] del ex portavoz de la Casa Blanca Scott McClellan en el que reconocía la manipulación a la que sometieron a los medios de comunicación. En su volumen McClellan acusa a los medios de haber fracasado en su función fiscalizadora y de «tragarse» la propaganda. Lo que aparenta ser un reconocimiento de culpa, si se observa bien, es toda una operación para eximir a los medios y a los periodistas. El objetivo es que aunque una administración estadounidense salga mal parada, el complejo mediático aparezca como víctima y no como cómplice. Saben que vendrá otra administración y otro gobierno diferente, pero los medios seguirán siendo los mismos y no es recomendable que su imagen quede dañada. Algo similar se hizo en enero de 2008. En aquella fecha se difundió un estudio de la organización «Integridad Pública» en el que se recopilaban nada menos que 935 declaraciones falsas realizadas por Bush y otros siete altos funcionarios de su gobierno en poco más de dos años [9]. Los medios fueron muy diligentes para publicar la noticia de Efe que recogía la investigación [10] porque les interesaba que el delito de la mentira se circunscribiera a la Administración Bush, olvidaban que si esas mentiras tuvieron tanta repercusión y efectividad es porque los medios las dieron por válidas y no cumplieron su función de recoger las voces de quienes denunciaban la falsedad. Al poner ahora en la picota a Bush y su entorno, los medios salen indemnes de la situación.
Qué hacer
Si al final nuestra reivindicación en lo referente al libre acceso a la información se va a limitar a exigir a nuestros gobiernos y administraciones públicas transparencia en sus datos, estadísticas, documentos, etc., creo que tendremos una oportunidad para mejorar nuestro sistema comunicacional. Por supuesto hay que exigir lo anterior, pero mucho más. Con mis argumentos anteriores he pretendido demostrar que esa transparencia informativa puede resultar inútil si tiene que enfrentarse al alud de información que nos abruma, si depende del filtro de grupos empresariales de comunicación que interceptan esos datos, si junto con la información veraz se puede difundir la mentira, si el mercado exige espectacularidad para conseguir audiencias y rentabilidad, si existen legiones de periodistas y gabinetes luchando para captar nuestra atención y desviarnos de lo esencial.
Las nuevas tecnologías permiten una relación directa entre administración y ciudadanos. No hacen falta mediadores ni interceptores. La información pública no debe ofrecerse sólo a medios y periodistas, debe estar disponible para todos los ciudadanos, sin petición expresa.
Debe darse carta de legitimidad a colectivos informativos no comerciales. Eso está desarrollado en América Latina, no en Europa. En una rueda de prensa del gobierno español o del Parlamento, no hay un solo periodista que no dependa empresarialmente de un grupo importante de comunicación o del Estado.
En España se ha generado un debate importante en el que los periodistas denunciaban las ruedas de prensa en las que los políticos no permitían preguntas. Está bien que se critique eso, pero, ¿a quién denunciamos los ciudadanos cuando los periodistas no preguntan lo que muchos creemos que deben de preguntar? O lo preguntan y luego no se publica en el medio. Los diputados de la oposición hacen muchas preguntas al gobierno que luego no son difundidas por los medios, ¿acaso no son ahora los medios quienes censuran preguntas? Se trata de preguntas realizadas por representantes a quienes han votado cientos de miles de ciudadanos que nunca son conocidas por el público porque son censuradas por los medios de comunicación. ¿Y a quién denunciamos si un político minoritario convoca una rueda de prensa y los periodistas no van? No nos engañemos, tiene más poder de acceso a los ciudadanos un columnista del agrado de un grupo empresarial de comunicación que un ministro. Y eso no es precisamente un ejemplo de democracia.
Resulta impresionante que hicieran falta cincuenta años del invento de la televisión para que TVE se planteara un programa que consistía en que decenas de ciudadanos corrientes elegidos al azar pudieran ir a un estudio de televisión y hacerle una pregunta en directo al presidente. Encima los derechos de ese programa eran de Francia, como si fuera muy complicado haber ideado eso.
En junio de 2009 sucedió un hecho curioso en Brasil. La empresa semipública brasileña Petrobras, sometida a una campaña de acoso por los tres principales diarios privados del país, Folha de São Paulo, O Globo y O Estado de São Paulo, puso en marcha el blog titulado Hechos y datos, toda una revolución informativa que consistía en que la empresa publicaba todas las preguntas que le formulaban los periodistas y las respuestas a las mismas antes de que las utilizaran y publicaran los medios. Era el súmmum de la transparencia: el periodista podía preguntar lo que deseara sin ninguna limitación y el entrevistado (Petrobras) podía responder también sin ninguna limitación. Y ahí estaba el problema, que con el formato del blog el periodista perdía el control para cortar, rehacer, reestructurar, limitar y cualquier otro eufemismo periodístico para lo que no es otra cosa que manipular. La empresa dejó claro que con su iniciativa que lo que quería era que los medios de comunicación relataran fielmente las respuestas que daba a sus preguntas. Ahora, ese blog quedaría como testigo y prueba de cuál fue la respuesta textual de la empresa a la pregunta del periodista.
Desde el principal grupo mediático brasileño, O Globo, embistieron con fiereza contra la iniciativa. El editorial del 9 de junio del diario del mismo nombre se tituló «Ataque a la prensa» , y afirmaba que Petrobras, con su blog, «ha herido a la Constitución». Entre los analistas consultados por el diario se encontraba Carlos Alberto di Franco, director del Instituto Internacional de Ciencias Sociales, quien consideró que el blog «no es ilegal, pero desde el punto de vista ético y de colaboración con los medios de comunicación, atropella el proceso informativo de forma inédita». Efectivamente, atropellaba un proceso informativo dominado de forma privilegiada por los medios de comunicación para, gracias a las nuevas tecnologías, abrir las ventanas informativas y permitir el contacto directo entre el emisor y el receptor de la información, sin negar el papel a los periodistas, pero sí eliminando su privilegio en el control del proceso. Un sacrilegio.
El presidente de Petrobras, José Sérgio Gabrielli, tenía muy claro que se trataba de un ejercicio de «transparencia informativa» de la empresa. Afirmó que estaba convencido de que, con esta iniciativa, la petrolera «va a revolucionar el periodismo en Brasil» y piensa que pronto otras grandes empresas seguirán el camino de Petrobras. Gabrielli asegura que la empresa no comete ninguna ilegalidad publicando, antes de que las usen los medios, sus respuestas a los periodistas, ya que Petrobras «es la propietaria de sus informaciones» y puede usarlas como desee [11].
Desde el Estado, desde su sistema educativo y cultural se debe luchar por una formación que forme ciudadanos que comprendan la necesidad de la profundización y del análisis complejo frente a un modelo de entretenimiento comercial que opera para lograr ciudadanos simplistas y frívolos. Si el cine comercial de una ciudad emite películas de Hollywood de última generación, el Ayuntamiento desarrollará un videofórum sobre Bardem, Buñuel o cine neorrealista italiano, por poner un ejemplo. Si los escaparates de las librerías están copados por bestsellers impuestos por un sistema de marketing editorial, las bibliotecas públicas desarrollarán propuestas alternativas y clubs de lectura críticos. Puede parecer que esto no tiene relación con la información, pero sí la tiene porque nos estamos jugando la formación de ciudadanos críticos con pensamiento complejo y mentes superficiales alienadas por programas de telebasura y prensa rosa. De nada servirá poner en la página web de un ministerio y de un ayuntamiento las cifras de inversiones y presupuestos si nuestros ciudadanos sólo se han educado en leer prensa amarilla. Se trata de educar para que no triunfe el grito ni el mensaje simple, ni el espectacular ni el morboso.
Desarrollar un marco legal que termine con la impunidad de la mentira y la manipulación. La Constitución española establece el derecho a recibir información veraz, pero no existe ninguna legislación que vele por la veracidad de las informaciones.
Por información también debemos entender no lo que la empresa, institución o administración difunde o quiere difundir, sino lo que los ciudadanos quieren hacer público de esa institución. En España no se hacen públicas las quejas de los consumidores, quizás esas quejas poseen más verdad sobre una empresa de telefonía o de transportes que la que difunde la propia empresa y recogen diligentemente los medios donde ella inserta su publicidad.
La dependencia del mercado por parte de las empresas de comunicación provoca que puedan ser cómplices de anunciantes (públicos o privados) en el ocultamiento de información: sentencias judiciales negativas, demandas de consumidores, quejas sindicales. De nuevo tenemos el mercado como elemento obstructor de la libre circulación de la información.
Las administraciones deben evitar ceder al modelo imperante y evitar un discurso pobre, de titulares, demagógico a la hora de difundir sus informaciones oficiales.
Por último no debemos confundir el acceso a la información con convertir la vida política de un país en un plató de televisión. La mitificación y sacralización de los medios de comunicación puede llevar a sociedades, grupos políticos y gobiernos a ignorar cualquier clave que no sea la del show televisivo. En los últimos años, el caso de Venezuela es emblemático como ejemplo de agresividad y politización de los medios de comunicación, pero también lo está siendo ahora sobre cómo la devoción hacia los medios está consiguiendo fagocitar toda la vida política, social y cultural del país. No es que se produzcan acontecimientos que se recogen en los medios, sino que el único acontecimiento es el contenido de dichos medios. El resultado es que, entre todos, están convirtiendo el país en un plató de televisión. Veamos algún ejemplo.
En agosto de 2008 un político opositor, en respuesta a una supuesta agresión policial en el aeropuerto, inmediatamente convocó a los medios de comunicación para denunciar el maltrato policial. Desde el entorno gubernamental se respondió filtrando a los medios el vídeo recogido en las cámaras del aeropuerto donde quedaba constancia de que no se produjo agresión alguna. Nunca se supo nada más de la denuncia ante los jueces, ni del resultado de la investigación. Fue un combate de shows televisivos.
En la noche del 10 de septiembre de 2008, un emblemático programa de la televisión pública venezolana (VTV) difundió unas conversaciones de exmilitares tramando un golpe de Estado que incluía el asesinato del presidente. Terminaban diciendo en pantalla -menos mal- que el vídeo se pondría a disposición de la Fiscalía General de la República para que se emprendiesen las investigaciones pertinentes al caso. De nuevo el show primero, como si fuese más importante difundir las imágenes del crimen que detener al criminal. El funcionamiento lógico de las instituciones debería haber sido que se investigaran esas grabaciones, se detuviese a los implicados y sólo después se convirtiese en una importante noticia. Pero la perversión mediática ha provocado que primero se emita en televisión una conspiración golpista, sin duda conocida por las autoridades puesto que se trata de un medio estatal, y se ponga después a disposición de jueces e investigadores.
Lo mismo que se hacía en la película El show de Truman con la vida personal de un ciudadano, estamos haciendo ahora con la actualidad política de un país, convertirla en un estudio de televisión. Así, Venezuela deja de ser el país de las telenovelas para convertirse en el de los reality-shows. Las consecuencias pueden ser muy graves, las generaciones formadas en ese modelo llegarán a pensar que sólo sucede lo que aparece en televisión y que todo lo que sucede en la televisión es real, cuando precisamente ese es el formato mental que debemos combatir. Es necesario llamar la atención sobre el hecho de que la única trascendencia de hechos tan graves sea exclusivamente mediática, sin que haya consecuencias reales fuera de las televisiones.
En muchos países, los grupos políticos opositores a gobiernos progresistas ya han comprobado que es más eficaz ejercer el enfrentamiento por la vía mediática que en clave de partido político. Así, han surgido medios de comunicación con más poder que los partidos políticos de la oposición. Más poder para imponer la agenda política, más impunidad para tergiversar la realidad y menos control económico y transparencia de las que deben cumplir las organizaciones políticas. Lo sucedido sólo se podría calificar de golpe de Estado puesto que se están desactivando las instituciones y la capacidad de los partidos para diseñar sus propias alternativas y críticas; y todo ello sin dejar hueco a la participación e iniciativa ciudadanas.
Con esto último quiero lanzar la advertencia de que con el culto a la información no mitifiquemos a los medios, y consecuentemente el espectáculo y el show que ellos elaboran. Porque al final ellos desplazarán la realidad política como ya están haciendo con todas las otras.
Notas:
[1] Ramonet, Ignacio. Le Monde Diplomatique, 24-4-2001
[2] Del Pino, Javier. «Washington crea una oficina para mejorar su imagen en el extranjero». El País, 31-7-2002.
[3] » El accidente de tren mina la confianza en los líderes chinos «. El País, 1-8-2011
[4] El País 11-12-2008
[5] Público 11-12-2008
[6] ABC 11-12-2008
[7] Ver página del Ministerio de Asuntos Exteriores de España http://www.maec.es/es/MenuPpal/Actualidad/Declaracionesydiscursos/Paginas/comparecenciaministro20081210.aspx
[8] What happened: Inside de Bush White House and Washington’s culture of deception (Lo que ocurrió: dentro de la Casa Blanca de Bush y la cultura del año en Washington)
[9] Ver www.publicintegrity.org
[10] Ver Público: http://www.publico.es/040456/bush/eeuu/irak/guerra/mentiras El Mundo: http://www.elmundo.es/elmundo/2008/01/24/internacional/1201138123.html 20 minutos: http://www.20minutos.es/noticia/338682/0/irak/mentiras/bush/
[11] Arias, Juan. «El polémico ‘blog’ de Petrobras». El País. 10-6-2009 http://www.elpais.com/articulo/internacional
Pascual Serrano es periodista. Sus últimos libros son ¿El mejor del los mundos? Un paseo crítico por lo que llaman «democracia» (Icaria) y Traficantes de información (Foca).
Blog del autor: www.pascualserrano.net
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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