Entraron a finales de los noventa en nuestras casas sin llamar, pura provocación catódica, rompiendo las fronteras de «lo público y lo privado», abriéndonos las puertas y miserias de los otros y estimulando nuestros instintos más bajos, siempre dispuestos a observar las penurias ajenas para consolar las rutinas propias. Los reality shows televisivos, degeneración escénica […]
Entraron a finales de los noventa en nuestras casas sin llamar, pura provocación catódica, rompiendo las fronteras de «lo público y lo privado», abriéndonos las puertas y miserias de los otros y estimulando nuestros instintos más bajos, siempre dispuestos a observar las penurias ajenas para consolar las rutinas propias. Los reality shows televisivos, degeneración escénica del medio audiovisual, han seguido llenando conciencias y bolsillos de sordidez autopublicitada, de banalidad a granel y del supuesto espectáculo de la «vida en directo» (?). Ahora que el canal español Tele 5 inicia la séptima edición de un programa titulado «Gran Hermano» para escarnio de Orwell, la inteligencia, el telespectador crítico y las cartas de ajuste cerebral, me parece oportuno repasar entre otras cosas el particular obituario de este «formato-espectáculo» tristemente internacionalizado (la globalización fue antes televisiva que televisada) que rompe muñecos y seda sentidos.
No se habla mucho de ello pero en 1997 se producía en Suecia el primer suicidio conocido a causa de un reality. El protagonista se llamaba Sinisa Savija, tenía 34 años y decidió quitarse la vida tras ser el primer concursante expulsado en un programa titulado «Expedition: Robinson» que se grababa en una isla. En febrero de este año, un joven boxeador de un ghetto de Filadelfia se suicidaba tras regresar de Las Vegas, donde había perdido un combate y la posibilidad de ganar un millón de dólares en la final de un concurso patrocinado por Silvester Stallone titulado «The contender» («El aspirante»). En marzo la víctima era Melanie Bell, una joven productora que se arrojaba desde el tejado de un hotel también en Las Vegas donde intervenía como participante en el reality «Vegas Elvis». En mayo, la adolescente británica Carina Stpehenson se colgaba de un árbol al sur de Yorkshire a su regreso de filmar en Australia «The colony» («La colonia») donde se había dado a conocer su condición sexual.
Hay todavía un caso más trágico, si cabe: el canal norteamericano ABC emite «Extreme Makeover» («Retoques extremos») concurso basado, atención, en convertir la apariencia de los participantes supuestamente no muy agraciados en verdadero ejemplo de atractivo físico mediante la cirugía estética, amplia y detalladamente seguida por las cámaras. Pues bien. Entre los elegidos se encontraba Deleese Williams, de 30 años, una joven tejana atormentada (dicen) por «sus dientes torcidos, su barbilla hundida o sus diminutos pechos». La familia de Deleese no cesaba de contar los enormes problemas y traumas que su aspecto físico le generaban. Especialmente explícita era su hermana Kellie, que sin ningún rubor resaltaba su fealdad y sus dificultades de integración en la comunidad. Pocas horas antes de ser sometida a la cirugía, los responsables del programa decidían mandar de vuelta a casa a Deleese porque el tiempo previsto para la recuperación de las operaciones superaba el cronograma establecido para la emisión. El anuncio de su elección para participar en «Extreme Makeover» se emitía el siete de enero de 2004. Pocos días después, se le notificaba que había sido descartada cuando estaba sola en un hotel de Los Angeles leyendo las instrucciones preoperatorias. Unos meses mas tarde, su hermana Kellie madre de dos hijos, se suicidaba con una sobredosis de fármacos, alcohol y cocaína. La razón, el dolor causado a Deleese por sus declaraciones. La familia por su parte ha denunciado al canal ABC señalando que ella trató de resaltar las cualidades de su hermana pero que fue bombardeada con preguntas sobre su infancia y en repetidas ocasiones pusieron en su boca palabras que nunca había dicho.
Son historias ocultas de este «fenómeno televisivo» llamado reality show que llena las horas de programación del mundo sin rubor y con poco gasto de producción. No hay actores ni problemas de grandes localizaciones. La «vida» fluye ante las cámaras y, además, posibilita la retroalimentación de la cadena, encantada con explotar las miserias de los concursantes y su vida anterior y posterior a los «minutos de fama en directo». Todo vale por un índice de audiencia favorable. Casas, granjas, islas, hoteles. Un estudiado microcosmos social en el que la fauna humana queda distribuida con el único fin de lograr la supuesta identificación «telespectador-personaje», es decir, más cuota de pantalla.
Y ahora que se inicia una nueva edición de ese insulto a la inteligencia que responde al nombre de «Gran Hermano» en Tele 5, escucho una entrevista con unas jugosas declaraciones de su «presentadora-estrella», de nombre Mercedes Milá, periodista titulada y encantada (creo que por este orden) de su papel histórico y de su cuenta bancaria: «Harta de la televisión previsible, un programa de estas características hecho con rigor se puede convertir en la verdadera novedad del medio. Real como la vida misma. Sin trucos. Tú decides».
¿Alguien da más? El medio es el masaje. Definitivamente.