Debe lucharse con todo el razonamiento contra quien, suprimiendo la ciencia, el pensamiento y el intelecto, pretende afirmar algo, sea como fuere. Platón, Sofista (249c) La posverdad: ¿un viejo nuevo concepto? Se dice últimamente -cada vez más- que vivimos en los tiempos de la «posverdad». El Diccionario Oxford designó la palabra «posverdad» como […]
suprimiendo la ciencia, el pensamiento y el intelecto,
pretende afirmar algo, sea como fuere.
Platón, Sofista (249c)
La posverdad: ¿un viejo nuevo concepto?
Se dice últimamente -cada vez más- que vivimos en los tiempos de la «posverdad». El Diccionario Oxford designó la palabra «posverdad» como la palabra del año 2016. Dicho término denota «circunstancias en que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública, que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal». En 2004, el sociólogo Ralph Keyes usó el neologismo para titular su libro Post Truth y, más tarde, Eric Alterman y David Roberts lo aplicaron en un sentido político, para referirse a la utilización de la falsedad y la manipulación como estrategias discursivas con el claro objetivo de alcanzar el poder político a través de la persuasión de las masas.
La noción de «posverdad» va ligada a la de «hechos alternativos», que se contrapone a la de «hechos objetivos». Nada tiene de extraño que en nuestra época los hechos objetivos hayan llegado a ser menos importantes que las creencias o las emociones dado el desprestigio generalizado que sufre la razón, sitiada desde tantos lugares por parte del discurso post moderno. Resulta evidente que quien cuestiona los hechos objetivos utiliza un recurso tramposo para blindarse contra la refutación porque no tiene interés alguno en apoyar sus posiciones en argumentos, sino en causar en el interlocutor un determinado impacto a través del adecuado manejo de sus más recónditos resortes sentimentales. Esta es hoy una estrategia habitual y plenamente consolidada en el mundo de la política, como bien saben todos los demagogos y lobos disfrazados con piel de cordero que, con su animada palabrería, sus estudiados gestos y su maquinaria propagandística, pretenden embelesar a las audiencias.
No está claro que eso que hoy se llama posverdad sea algo muy distinto de un eufemismo para referirse a lo que siempre ha sido la mentira disfrazada de verdad. El asunto, en efecto, es muy viejo, tan viejo, acaso, como la propia historia de nuestra civilización occidental, si nos remontamos hasta los tiempos en que la democracia comenzó a dar sus primeros pasos, y junto con ella, el logos que permitió abrir en el mundo una brecha de sentido y significado.
En ese universo griego en el que la filosofía emergió por primera vez como un saber sistemático, Sócrates y los sofistas mantenían concepciones muy diferentes acerca de lo que eran el ser, la verdad o la justicia.
Los sofistas se dedicaban profesionalmente a la instrucción de jóvenes a cambio de unos honorarios; jóvenes, por lo general, de buena familia, que querían entrar en la política. No pretendían enseñar la verdad -pues no creían en ella- sino el arte de la persuasión, el arte de la apariencia que confería autoridad y resultaba útil para acceder al poder en una sociedad democrática como la ateniense del siglo V a. C. donde importaba más convencer que decir la verdad. Se vanagloriaban de ser capaces de hacer «fuerte el argumento más débil», de ser lo suficientemente hábiles retóricamente como para hacer aparecer cualquier mentira como verdad. Protágoras afirmaba: «No hay saber, sino un opinar«. Igualmente representativa del pensamiento sofista es la frase de Gorgias: «No hay ser; si lo hubiera, no podría ser conocido; si fuera conocido, no podría ser comunicado por medio del lenguaje.«
Su relativismo y escepticismo les abocaba a afirmar que lo que llamamos «virtud» no existe realmente, sino que es una ficción, es decir, el deseo de figurar como virtuosos a ojos de los demás, y ello exclusivamente por el reconocimiento social que ese hecho trae consigo. En realidad, lo que llamamos «virtud» y «bondad» serían cosas antinaturales, producto de la convención (nomos), ya que la auténtica virtud (physis) sería lo que conviene al más fuerte o poderoso. Como dice Protágoras: «La virtud es la destreza del fuerte«.
Contrariamente a los discursos ampulosos de los sofistas, Sócrates iba por la ciudad y preguntaba a alguien qué era la virtud, por ejemplo. El dialogante respondía, pongamos por caso, que no cabe hablar de la virtud sino de diferentes tipos de virtud. Sócrates replicaba que esos diferentes tipos han de tener algo en común, siendo eso precisamente lo que llamamos «virtud». El interlocutor, viéndose obligado a admitir esto, se enfrentaría de nuevo a la pregunta de qué es la virtud. Y así, a través de continuas preguntas y respuestas, Sócrates llevaría a su interlocutor a que se contradijese y abandonase su convicción primera acerca de la virtud; y finalmente, a que se diese cuenta de su propia ignorancia.
Sócrates llamó a este tipo de diálogo «mayéutica», palabra griega que significa «arte de parir»; en este contexto se sobrentiende que lo que se pare son ideas. La mayéutica consiste en una búsqueda conjunta de la verdad, en conformidad con la famosa frase de Sócrates: «Sólo sé que no sé nada«. Con la mayéutica, Sócrates también pretendía rebatir la filosofía de los sofistas, pues solía poner en boca de sus interlocutores las teorías de estos filósofos.
En el año 399 a.C., unos ciudadanos acusaron a Sócrates de corromper a la juventud y de impiedad. El juicio se celebró y Sócrates fue condenado a muerte. Un discípulo suyo sobornó a un carcelero para conseguir que dejase escapar al filósofo, pero Sócrates se negó a huir de la cárcel y bebió la cicuta, acatando así la condena que le había impuesto la ciudad. Platón relató estos últimos momentos de su maestro en la Apología de Sócrates. Para Platón, el hecho de que el hombre más sabio y virtuoso de todos fuera condenado a muerte era la prueba manifiesta de la perversidad de la democracia.
Recordando estas cosas hoy, 2.500 años después, sentimos que nos resultan sorprendentemente familiares. Podría decirse que entre aquel mundo clásico y el nuestro, no ha habido apenas grandes mutaciones.
La novedad: el papel de Internet y las redes sociales
Sin embargo, toda época histórica es siempre repetición en algún aspecto y al mismo tiempo novedad en otros. La diferencia más decisiva entre la Antigüedad clásica griega y el momento presente es la cantidad de medios tecnológicos que tenemos actualmente a nuestro alcance. En particular, las llamadas «redes sociales» han permitido expandir prácticamente hasta el infinito la potencialidad de la mentira como catalizadora social y configuradora de la opinión pública.
Los datos hablan acerca de la abrumadora presencia de las redes sociales en nuestras vidas. El 56,5% de los internautas españoles utiliza las redes para informarse, según el informe «Navegantes en la red» presentado en marzo de este año por la Asociación para la Investigación de Medios de Comunicación (AIMC). Ese mismo estudio señala que el 67,9% de los internautas considera a Internet su fuente fundamental de información. Además, el 62,8% de los encuestados indica que sigue a medios de comunicación en las redes. [1]
Las nuevas tecnologías de la información digital e interactiva han cambiado en los tiempos actuales las condiciones en que la opinión pública es generada y transmitida, y en algunos aspectos, por supuesto, el cambio ha sido positivo respecto al modelo que representaban anteriormente los medios de comunicación tradicionales. Estos medios ya no resultan fiables para un gran número de personas. Sabemos que los periódicos y emisoras de radio y televisión convencionales están en su mayoría en manos de enormes grupos de poder que controlan la información, ocultan aquello que no les interesa, manipulan, mienten y difaman de forma sistemática con objeto de crear visiones de la realidad distorsionadas y favorables a los intereses de aquellos sectores políticos y económicos para los que trabajan. Estos medios se limitan a emitir mensajes que los ciudadanos únicamente «reciben» y procesan sin posibilidad de respuesta. Se trata de un proceso donde no se produce una verdadera comunicación, pues para que ésta tenga lugar ha de haber una interacción entre las partes y un equitativo reparto del poder entre las mismas.
Cierto es que Internet y las redes sociales han venido, por fortuna, a inaugurar un nuevo espacio para la información y la comunicación, haciendo posible que cualquier persona que disponga de un dispositivo digital, pueda difundir una determinada información sin tener que pedir permiso para ello a ninguna autoridad política ni a ningún grupo de poder mediático. Esta posibilidad ha facilitado que aquellos sectores de la población que no se venían identificando con la visión o la ideología sostenida por los grandes grupos de poder -y cuya voz, hasta entonces, no tenía apenas cabida en el espacio de los grandes medios de comunicación-, puedan disputar legítimamente con éstos el espacio de configuración de la opinión pública, dando lugar a interpretaciones alternativas sobre los hechos sociales, políticos, económicos, etc. que acaecen y contribuyendo de esa forma a abrir el espectro de opciones de pensamiento y a minar el «discurso único» establecido unilateralmente desde las instancias oficiales del sistema.
También las nuevas tecnologías de la información han permitido que muchas personas puedan denunciar situaciones de injusticia, violencia, represión, etc., y visibilizar acontecimientos que de otro modo nunca habrían sido noticia en lugares donde apenas existen otras opciones para la libre expresión del pensamiento. Gracias a Internet y las redes sociales, las voces de estas personas pueden ser escuchadas y, dependiendo de la magnitud de los hechos, en ocasiones, se «viralizan» rápidamente.
No obstante, las redes sociales no han podido sustraerse a la influencia que todavía siguen ejerciendo sobre ellas los medios de comunicación tradicionales, hoy volcados en transmitir sus mensajes y difundir sus discursos sesgados también -y muy principalmente- en el espacio que ofrecen páginas como facebook o twitter.
El nacimiento del periodismo digital, que desde hace años ha venido consolidándose como un referente para muchas personas, si bien ha servido para facilitar la creación de espacios alternativos de difusión de información (como, en España, El diario, Infolibre, Publico, La marea, Diagonal, etc.) también ha venido a proporcionar una nueva cobertura al poder de los grandes grupos empresariales de la información -que en sus versiones digitales prolongan su hegemonía- y ha permitido que prolifere la contaminación ideológica gracias a páginas web como Ok Diario o Libertad Digital, que representan la cara más siniestra de este nuevo tipo de periodismo.
Algunos afirman que el problema de la información que circula en Internet y en las redes sociales es que, muchas veces, dicha información no ha pasado por «un filtro profesional». Se supone que la información que es periodísticamente tratada tiene una garantía de mayor objetividad porque cuenta con el aval de unos expertos cuyo trabajo consiste, precisamente, en seleccionar las noticias, elaborarlas conforme a criterios de ética deontológica y contar la verdad de lo que ocurre. Sin embargo, hoy en día la actividad periodística se ha precarizado de tal modo -en paralelo con la precarización de casi todos los sectores profesionales- que los responsables de creación de contenidos no son más que títeres de las decisiones tomadas por las direcciones de los medios, los cuales determinan lo que debe ser publicado y cómo debe ser publicado, sin que el periodista tenga apenas control alguno sobre el resultado final. Por esta razón, ni siquiera el llamado «filtro periodístico» acredita en la actualidad que la información que llega hasta nuestras manos tenga forzosamente una calidad superior a aquella otra información que no pasa por dicho filtro.
La sucesión de noticias falsas ha llegado a sistematizarse gracias a Internet hasta el punto de adquirir el aspecto de un auténtico cáncer social. Conscientes del daño que pueden causar, o del beneficio que pueden extraer, gracias al uso masivo de la mentira, los tergiversadores profesionales de la información se dedican sistemáticamente a escribir falsedades sobre sus enemigos o a maquillar la realidad para torcer la opinión pública a su favor.
Las víctimas personales de las difamaciones y de las calumnias propagadas por las noticias falsas se ven obligadas a tener que salir a la palestra pública para probar que, en efecto, lo que dichas noticias cuentan no es cierto, pero una vez proyectada la sombra de la sospecha sobre cualquier asunto, es harto difícil acallar todo rumor, pues siempre queda pendiente en el ambiente algún rastro de duda, del que siempre habrá alguien que quiera obtener un rédito.
Bueno sería que hubiera un adecuado cribado desde los medios de comunicación porque éstos supieran acometer la tarea de entregar a la ciudadanía unos contenidos informativos verdaderos, objetivos, contrastados y de interés general. Pero ése no está siendo el caso. El periodismo ha llegado a alcanzar un nivel asombroso de depravación e irresponsabilidad. Los medios de comunicación están interesados en producir plebe y no en formar ciudadanía. De modo que, hoy más que nunca, debemos preocuparnos de ser nosotros mismos quienes sepamos filtrar con nuestros propios recursos la información que recibimos. Pero, ¿estamos haciéndolo bien?
No parece que así sea. Constantemente se comprueba lo sumamente manipulable que es, en general, la masa humana. En la «diafonia ton doxon» del espacio cibernético que conforman las llamadas redes sociales, parece que todo vale. A menudo resulta descorazonador comprobar cuál es el nivel de análisis y de capacidad argumentativa de muchas de las personas que «opinan» a través de sus muy variados perfiles públicos, en los que a menudo exhiben su estulticia sin asomo de rubor alguno.
En facebook, en twitter, en instagram, etc. se ha instalado el reino de la «opinología». El tiempo actual que nos toca vivir es un tiempo en el que los acontecimientos «noticiables» se suceden a una velocidad vertiginosa y en el que todo individuo se siente legitimado para sentar cátedra sobre cualquier cosa, aunque no tenga el más mínimo conocimiento sobre el particular. El narcisismo de la opinión se impone como un fenómeno incontestable: toda opinión es sagrada («igualmente respetable», se dice), aunque esa opinión carezca por completo de justificación. No es que la opinión sea tomada como un instrumento de aproximación a la comprensión de la realidad -por tanto, algo discutible- sino que es vista sin más como un atributo inherente de la personalidad. Se trata de la opinión como carta de presentación del individuo en el mercado de la «comunicación virtual».
En otras ocasiones, la impunidad con la que las opiniones son emitidas (utilizando el insulto de forma profusa y, en ocasiones, haciendo discursos del odio) viene amparada por el anonimato, que permite a los sujetos que las profieren no asumir en absoluto ninguna responsabilidad personal sobre las consecuencias de las mismas.
La falta de contacto físico real entre los interlocutores implica la ausencia de percepción sobre las respuestas no verbales de los otros ni sobre los estímulos que éstos potencialmente podrían enviar en un proceso de interacción constante, lo cual dificulta en buena medida que la comunicación pueda tener lugar de forma fluida, sin malinterpretaciones y sin desajustes.
Las interacciones en las redes sociales están mediatizadas por la importancia de acumular «me gusta» o de ser «retwitteado». Esta búsqueda de la notoriedad presiona para que las personas se pronuncien en un sentido u otro u omitan hacerlo, por miedo al aislamiento o a la crítica, dando al traste de esa manera con lo que pudiera ser una opinión pública real formada sobre la base de un diálogo racional celebrado en condiciones de simetría.
En el mundo de las redes sociales las anécdotas se convierten en noticias de primer orden; las informaciones son sacadas de contexto; se difunden mentiras masivamente; los datos no son contrastados.
Las gentes se movilizan en cuestión de minutos u horas para organizar «campañas» de apoyo o derribo según sus filias o sus fobias. Miles de personas acaban cayendo en la trampa de esta nueva «tiranía del emotivismo gregario», basada en el impacto emocional causado por las frases cortas y los «trending topic». La inmediatez y la simplicidad de los mensajes que se transmiten contribuye a la construcción de un «efecto rebaño» en la formación de las opiniones.
Es patente la falta de rigor y la ligereza con que las personas se posicionan sobre algunos asuntos sin apenas poseer información objetiva y verificada, solamente tomando como guía la corriente de opinión mayoritaria que establece lo que es verdad y lo que no. Esta carencia de sentido crítico provoca que los bulos en las redes sociales se expandan como la peste. Las famosas «cadenas de mensajes» que de cuando en cuando denuncian sucesos supuestamente ocurridos o que critican algunas medidas políticas, las más de las veces contienen informaciones inciertas o están basadas en datos erróneos.
Este fenómeno de masiva infiltración y difusión de mentiras en las redes sociales tiene el efecto perverso de minar la confianza de la gente, por un lado, y dificultar la identificación de lo que es verídico, por otro. La ceremonia de la confusión en que se ha convertido el mundo de Internet y las redes sociales, ha ocasionado que ya sea prácticamente indistinguible lo verdadero de lo falso, o más bien, que los criterios para distinguir ambas cosas sean extremadamente complicados de aplicar, dada la sofisticación de las técnicas de manipulación (por ejemplo, los montajes fotográficos), la dispersión de la información y la rapidez con que la gente replica cualquier noticia sin comprobar antes su veracidad.
Opinión pública, verdad y democracia
Conviene dejar sentado que no hay una mejor democracia porque la gente opine más, sino, en todo caso, porque la gente opine mejor. No es peligroso para ninguna democracia que la gente participe -todo lo contrario: es un requisito imprescindible para su funcionamiento- pero sí lo es que el nivel medio de la conciencia ciudadana sea tan bajo que de lugar más bien a una masa amorfa de gente adocenada, en lugar de estimular la formación de una ciudadanía cultivada, informada y crítica.
En realidad, no creo que hoy estemos peor informados o más manipulados que hace, por ejemplo, treinta años, cuando ni siquiera existía Internet. Lo que sucede, más bien, es que el incesante flujo de mensajes que circulan por la Red de un lado a otro todos los días, y el acceso cada vez mayor de una gran parte de la población a las posibilidades que las tecnologías informáticas ofrecen, provocan que la capacidad de propagación de la falsedad y el desconocimiento sea mucho mayor y, sobre todo, mucho más visible.
Los problemas se dejan pensar si nos tomamos el tiempo debido para darles vueltas y abordarlos. La reflexión seria y sistemática es enemiga de las prisas. Exige contemplar todas las aristas de las cosas, lo cual requiere la virtud de la paciencia. La perentoriedad con que las redes sociales demandan «respuestas» y «reacciones» impide el trabajo cauteloso del pensamiento. En ellas se vive a golpe de impacto mediático. Y eso no es compatible con la reflexión serena ni con el conocimiento exhaustivo.
Según Habermas, la opinión pública, formada en un proceso racional de consenso al interior de la sociedad civil, otorga legitimidad al régimen democrático. Dicho en otras palabras, la opinión pública se erige como garante de la democracia: «los discursos no gobiernan; generan un poder comunicativo, que no puede tomar el lugar de la administración pero puede influir en ella. Esta influencia se limita a dar o quitar legitimidad». [2]
Ahora bien, la opinión pública puede jugar un papel muy diferente en una democracia según como ésta sea concebida. El sociólogo francés Pierre Bourdieu criticó en una célebre conferencia en enero de 1973 los presupuestos y los efectos de los sondeos y encuestas como motor de lo que se considera la «opinión pública». A juicio de Bourdieu, entre las funciones de las encuestas, la más importante «consiste, quizá, en imponer la ilusión de que existe una opinión pública como sumatoria puramente aditiva de opiniones individuales […] un simple y puro artefacto» . [3]
Haciéndonos eco de las críticas de Bourdieu, podemos distinguir dos tipos de opinión pública: la opinión pública agregada y la opinión pública discursiva. La primera hace referencia al tipo impugnado por Bourdieu, que consiste en el resultado de una mera suma de opiniones individuales generadas separadamente. La segunda, más que un resultado, sería el proceso por el cual las opiniones individuales se van formando en constante interacción mutua a través de procedimientos comunicativos de deliberación conjunta.
Ambos tipos de opinión pública se pueden poner en correspondencia, en realidad, con dos modelos básicos de democracia: el liberal y el republicano. El modelo liberal es representativo, negociador y agregativo. Esto es, este modelo se caracteriza porque en él: 1) quienes toman las decisiones públicas son representantes elegidos por los ciudadanos y no los propios ciudadanos sobre los que recaen las consecuencias de dichas decisiones; 2) las propuestas se sopesan según el poder que las respalda; 3) lo justo es el resultado de una suma de preferencias individuales.
Para la democracia de tipo liberal, la opinión pública tiene simplemente un valor instrumental: no es otra cosa que el conjunto de las preferencias individuales que se forman privadamente y se expresan posteriormente a través de diversos canales (formales o informales). Los partidos políticos, auténticos protagonistas de la escena política, compiten en el mercado de las elecciones periódicas por la captación del apoyo de la mayor parte posible de la opinión pública. Como dicha opinión pública, en sí misma, no es más que una mera suma de votos, y los votantes se comportan como meros consumidores que compran un producto de entre la panoplia de ofertas que los partidos políticos les presentan, importa sobremanera atraer su atención a través de las más variadas técnicas de marketing y propaganda con el fin de transformar las preferencias, no en el sentido de orientarlas hacia lo que es más justo, sino manipulándolas para que se avengan a lo que los dirigentes de los partidos políticos consideran más deseable, aunque esto no sea, ni mucho menos, lo mejor para todos los ciudadanos.
El modelo republicano, por su parte, puede ser representativo o participativo, pero en todo caso es deliberativo y está basado en la preocupación por la virtud cívica. Según este modelo, la entraña misma de una democracia se sitúa en la posibilidad de transformar las preferencias por medio del ejercicio del diálogo. Si ha de ser el demos, el pueblo, quien gobierne, ha de ser a través del intercambio de razones, no a través de la mera agregación de intereses y menos todavía a través de la imposición de la fuerza. En una democracia el poder político debe ser, más que el poder del hombre sobre el hombre (de unos hombres sobre otros), la formación de una voluntad común -al menos en torno a algunos asuntos importantes-, lo cual solamente es posible a través de la práctica social de la argumentación.
La democracia no es, como quieren quienes la reducen a un método para la toma de decisiones, la simple agregación de preferencias individuales expresada a través de la «regla de mayorías». La democracia es una determinada cultura moral que tiene por finalidad la protección de la dignidad y la vida de todos los ciudadanos por igual, por lo que es imposible desligarla del concepto de bien común.
La cultura moral, en la que se instala la civilización, exige que las personas se distancien tentativamente respecto a sus propios intereses a fin de pasarlos por el tamiz de la crítica racional. Lo justo no es sin más «lo que la mayoría quiere» (la mayoría puede querer cosas espeluznantes), sino aquello que entre todos, participando y deliberando con arreglo a principios de autonomía, respeto, reciprocidad, imparcialidad y simetría, razonablemente consideramos que contribuye a realizar los derechos y los deberes de todos. Para decidir lo que es justo se precisa, por tanto, deliberar y argumentar, no sólo sumar votos (que es una parte mínima de la expresión democrática). Con el diálogo se traducen los intereses privados en colectivos y se niega el monopolio de juzgar, obligando al reconocimiento de los otros. La deliberación es tan importante o más que el propio acto de votar, aun cuando no sea necesariamente una garantía de que el resultado del procedimiento vaya a ser el mejor de los posibles. Quienes valoran la deliberación, valoran sobre todo el momento de las propuestas, las argumentaciones y las justificaciones, y no tanto el de los resultados. En definitiva, «reivindicar la democracia deliberativa implica reclamar para el ciudadano la posibilidad (nunca imperativa) de ir más allá del rol de votante, espectador y encuestado». [4]
Una democracia de calidad requiere, por tanto, una opinión pública capaz de gestionar de forma responsable la información sobre los hechos que acontecen, argumentar sus convicciones, sopesar los pros y los contras a propósito de cada asunto, escuchar y considerar atentamente los argumentos de las posiciones contrarias, no prejuzgar ni descalificar de antemano a quienes piensan de forma diferente, tomarse el tiempo necesario para dejar que las ideas toquen suelo. Pero, ¿estamos en condiciones de afirmar que el volumen de opiniones generadas a través de las redes sociales (twitter y facebook, fundamentalmente) adopta en general esta serie de características? Es evidente que no.
Ni los medios de comunicación están contribuyendo a ello, ni el sistema educativo formal está cumpliendo su cometido principal de ser decisivo en la forja de un espíritu crítico de ciudadanía a la altura de lo que una democracia madura exige.
¿Qué efectos tiene esta situación, desde un punto de vista normativo, sobre la esfera pública? ¿La supuesta democratización de las opiniones ha eliminado el filtro para poder discernir entre aquellas que pueden tener relevancia en términos de razonabilidad? ¿Nos encaminamos hacia un escenario en el que las opiniones simplemente entran en competición entre sí y se imponen aquellas más emocionales o aquellas cuya formulación estratégica resulta más persuasiva? ¿Qué papel juega en todo este proceso el diálogo racional y la búsqueda de la verdad? ¿O es que la verdad directamente ya ha dejado de importar, tal como preconizan los valedores de la posverdad?
Reflexión final
Volvamos de nuevo a la Grecia del siglo V a. C. Sócrates frente a los sofistas. La búsqueda de la verdad frente a la desvalorización de la misma.
Los sofistas hicieron hincapié en la importancia de la retórica y el manejo de los afectos en la configuración de la opinión pública. La retórica es necesaria para enseñar a la gente el arte de argumentar, que en una sociedad democrática es una habilidad indispensable, pues es el instrumento principal por el cual se otorga legitimidad al poder. Sin embargo, el peligro que entraña la retórica es que, si es mal empleada, puede servir, no para convencer al pueblo de lo que es bueno para todos, sino más bien al contrario, para que algunos individuos no especialmente virtuosos convenzan a los demás ciudadanos para hacerse con el poder y aprovecharlo exclusivamente en pos de sus propios intereses. De ahí que sea tan importante educar también a la ciudadanía en los entresijos de la participación política, y no sólo a quienes desean dedicarse profesionalmente a la actividad política, pues un pueblo sin formación política adecuada no puede ejercer correctamente las funciones que le son propias, es decir, la participación activa en la definición común de lo que es socialmente justo.
Por otra parte, no es posible ni deseable entronizar la retórica al precio de desterrar a la verdad del discurso público, pues al hacer tal cosa se pone en riesgo, no solo a la racionalidad científica, sino a la justicia y a la democracia misma. En efecto, si decaen tanto el control objetivo como la crítica intersubjetiva, las propuestas que a partir de ese momento aspiren a convertirse en hegemónicas en el foro de las opiniones, sólo podrán obtener su validez del prestigio o carisma de quien las defiende, y no de su contenido. Si lo que importa no es lo que se dice, sino quien lo dice, abrimos la veda para que el espacio público se convierta en rehén de todo tipo de maestros del embuste especializados en pastorear rebaños de ciudadanos: periodistas falsarios, políticos cínicos, empresarios sin escrúpulos… Y en tal caso se puede certificar sin lugar a dudas la muerte de la democracia. O lo que es lo mismo: su degeneración en demagogia, según la describió Aristóteles.
La verdad necesita de la pasión, ha de ser transformada ella misma en afecto para generar convicción y surtir efecto sobre nosotros. Pero, sea como sea, las emociones nunca podrán sustituir a las razones, pues solamente a través de las razones podemos alcanzar conocimientos ciertos que nos permitan entender adecuadamente la realidad y comunicarnos con nuestros semejantes. Sin la apelación a estándares universales de racionalidad, el demos queda a merced de la pura arbitrariedad y sometido a fuerzas irracionales que pueden desembocar en cualquier forma de tiranía.
¿Seremos capaces de salvar la razón? ¿O seremos cómplices de nuevo de la muerte de Sócrates?
Está por ver qué nos depara este tiempo de desconcierto que nos ha tocado vivir.
Notas
[1] https://www.elconfidencial.com/comunicacion/2017-03-11/medios-de-comunicacion-redes-sociales-noticias-falsas-facebook-fake-news_1346144/
[2] J. Habermas, Teoría de la acción comunicativa, vol. 1, Madrid, Taurus, 1992.
[3] Conferencia impartida en Noroit (Arras) en enero de 1972 y publicada en Les temps modernes, no. 318, enero de 1973, pp. 1292-1309. Ver también: P. Bourdieu, Questions de sociologie, París, Minuit, 1984, pp. 222-250. Hay versión en castellano de Enrique Martín Criado en: Cuestiones de Sociología, Istmo, España, 2000, pp. 220-232, Col. Fundamentos, no. 166.
[4] Víctor Sampedro (ed.), Medios y elecciones 2004. La campaña electoral y «las otras campañas», Madrid, Ramón Areces, 2008, p. 28.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.