Hay quienes creen tanto en el poder de las redes sociales -comentaba Umberto Eco- que sostienen que, de haber existido Twitter en los años cuarenta, el genocidio nazi no habría sido posible. La hipótesis es interesante, y la exploraremos a través de un ejercicio de historia contrafactual, confiados en que nos ayudará a comprender mejor […]
Hay quienes creen tanto en el poder de las redes sociales -comentaba Umberto Eco- que sostienen que, de haber existido Twitter en los años cuarenta, el genocidio nazi no habría sido posible. La hipótesis es interesante, y la exploraremos a través de un ejercicio de historia contrafactual, confiados en que nos ayudará a comprender mejor la influencia de la red de los 144 caracteres.
Imaginemos una Segunda Guerra Mundial en pleno desarrollo, en donde, por circunstancias que no vienen al caso, Twitter se encuentra muy extendido. Imaginemos asimismo que en Auschwitz y otro centro de exterminio los reclusos se las han ingeniado para introducir los aparatos necesarios para tuitear. Nuestros heroicos tuiteros, arriesgando la vida -alguno morirán en el intento- logran transmitir imágenes clarísimas de los barracones, las cámaras de gas, las montañas de cadáveres, los crematorios así como de prisioneros y carceleros identificables, acompañados de mensajes de texto detallando con pelos y señales la operatoria de los campos de la muerte. De tal modo sería desbaratado el plan nazi de ocultar la Solución Final. ¿Cómo reaccionaría el mundo a esos datos, a esos pedidos de auxilio?
Parece lógico pensar que una ola de espanto recorrería el planeta; los periódicos de casi todas las naciones se harían eco de la revelación y las imágenes acusadoras quedarían a la vista de la humanidad. Los reticentes mandos anglosajones se verían compelidos por la indignación pública a bombardear las líneas de abastecimiento de los campos, paralizando la maquinaria genocida. En el territorio del Eje, pese a la censura, las nuevas llegarían a los tuiteros y de allí se desparramarían boca a boca. Los Aliados recibirían un fenomenal respaldo moral y en medida inversa decrecería el prestigio del nazifascimo, provocando que muchos países neutrales se decanten por los primeros. El ardor guerrero de las tropas del Eje se debilitaría al saber que luchaban a las órdenes de semejantes asesinos y el empuje aliado se vería desbordado por un flujo de voluntarios decididos a extirpar el Mal Absoluto. La guerra se acortaría notablemente y cientos de miles de personas se librarían del matadero.
Todo eso suponiendo que los nazis se quedasen de brazos cruzados. Conociendo su gusto por la lucha propagandística, nada autoriza a pensar que lo harían. ¿Qué impediría al Dr. Goebbels volver rápidamente un genio del tuiteo? Legiones de trolls de la SS enturbiarían la polémica global con un mix de informaciones falsas e imágenes reales de linchamientos de negros en Estados Unidos, de masacres cometidas por los ingleses en sus colonias, del gulag soviético…. Siendo imposible negar todas las evidencias sobre Auschwitz, aducirían que son campamentos de reeducación, que los muertos se deben a una epidemia de tifus fuera de control y que los crematorios tienen el cometido sanitario de eliminar los cadáveres infectados (de las cámaras de gas dirían que son burdos montajes). En paralelo, gran número de alemanes, italianos y japoneses se lanzarían a las redes a desmentir como buenos patriotas lo que juzgan una campaña de difamación. En los países neutrales, el ensordecedor griterío entre fascistas y antifascistas bloquearía el debate. Y en estas naciones, como en las aliadas, el antisemitismo de amplias capas de la población obstaculizaría los esfuerzos bélicos encaminados a salvar a los judíos. A la postre, el impacto de los tweets no alteraría sustancialmente el desenlace que ya conocemos.
La historia real hace mucho más verosímil este último escenario. Si remontamos el pasado veremos que el documentado bombardeo de Guernica, el primero sufrido por una población civil europea, hizo escasa mella en los simpatizantes del franquismo (para muchos católicos la persecución roja a la Iglesia constituía un crimen mucho peor). La limpieza étnica en la ex Yugoslavia se exhibió en nuestras pantallas sin generar una presión masiva a favor de una intervención que pusiera fin a esa barbarie. Cada vez que Israel perpetra una matanza en Palestina, la tragedia televisada no basta para arrancar a la UE más que una tibia condena mientras la blogosfera se colma de sionistas resueltos a convencernos de que los hechos, aparte de haberse magnificado, son legítimas medidas de autodefensa. Y hablando de lo más actual: los archisabidos crímenes de guerra de Bashar Al-Assad en Siria no han estimulado la hospitalidad de los europeos para con los refugiados huidos de la zona del conflicto.
Ya lo advirtieron Erving Goffman y George Lakoff: lo determinante no es la información sino su encuadre: la clave interpretativa con la cual medios y audiencias dan sentido a las noticias. Difícil que un hecho modifique un encuadre incrustado en la conciencia colectiva -máxime si está ligado a identidades básicas como la nacionalidad o la clase social-; lo habitual es que el público lo «adapte» a su encuadre o, si esto no es posible, lo ignore (la disonancia cognitiva mentada por Festinger). Por ignorar esta regla Wikileaks se llevó una gran decepción cuando la mayoría de los estadounidenses justificó el secretismo represivo de la Administración de Bush Jr. «en aras de la seguridad nacional»: sencillamente, asimilaron las filtraciones de la web de Assange a través del encuadre antiterrorista, que privilegia la seguridad frente a la libertad y los derechos humanos. Parecido ocurrió en la Segunda Guerra Mundial: una vasta porción de la opinión pública mundial mantenía encuadres fascista/pro-alemanes y a estos ningún flujo de tweets los hubiera erradicado de la noche a la mañana.
¿Significa eso que la información difundida por las redes no sirve de nada? ¡Claro que sirve! Tomemos el genocidio armenio: nos permitimos dudar que, de haber existido Twitter en 1915, hubiera frenado su ejecución, pero unos cuantos armenios habrían podido escapar y hoy al Estado Turco le costaría mucho negar la masacre. Igual nos parece que, de haber operado dicha red en los años del Holocausto, tampoco lo habría detenido -los nazis, impedidos de llevar sus víctimas a los campos, las habrían ejecutado en sus lugares de residencia- pero al menos habría alertado a tiempo a los judíos y facilitado la adopción de encuadres antifascistas a quienes no tenían un punto de vista asentado. Sin alterar el curso conocido de la guerra, se salvaría un buen número de vidas, lo cual no es poca cosa
La muestra actual de cómo reaccionan los encuadres a las revelaciones la ofrece la denuncia de Edward Snowden contra el espionaje global efectuado por la NSA. Esta vez la opinión pública americana sí modificó su actitud: si bien seguía considerando legítima la violación de la privacidad de los extranjeros en aras de la seguridad, la reprobaba cuando afectaba a los estadounidenses. El encuadre antiterrorista cedió parcialmente al marco de las libertades civiles. ¿Qué provocó el cambio? Aunque es imposible saberlo a ciencia cierta, sospechamos que algo influyó la naturaleza de la revelación -el sistemático atentado a la privacidad personal, inasumible para los valores individualistas compartidos por los encuadres mayoritarios en esa sociedad-; y también pensamos que el argumentario activado por las filtraciones de Wikileaks proporcionó otras lentes con las que contemplar la realidad.
Para terminar: Twitter puede ser útil como medio rápido de diseminar información que los poderosos quieren retener y en especial para movilizar a las huestes afines; pero la eficacia del mensaje lanzado dependerá de un factor inpredecible: las predisposiciones mentales de periodistas y audiencias. En última instancia el éxito contra la opresión de todo tipo no pasa por la multiplicación de los tuiteros comprometidos o de los reporteros de investigación; pasa -como siempre- por el avance de unos encuadres en detrimento de otros por obra de la persuasión ideológica, una labor lenta, capilar y persistente, que cuando da frutos resulta más decisiva que el goteo constante de primicias escandalizadoras.
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