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A un año del fallecimiento de Ryszard Kapuscinski

Simplemente un maestro

Fuentes: Le Monde Diplomatique

La muerte del periodista polaco Ryszard Kapuscinski a los 74 años, el 22 de enero de 2007, provocó una impresionante y merecida ola de elogios en todo el mundo. Por la fuerza de su obra Kapuscinski se ha impuesto como un verdadero referente moral del periodismo, un maestro que, como señala Ignacio Ramonet, elevó el […]

La muerte del periodista polaco Ryszard Kapuscinski a los 74 años, el 22 de enero de 2007, provocó una impresionante y merecida ola de elogios en todo el mundo. Por la fuerza de su obra Kapuscinski se ha impuesto como un verdadero referente moral del periodismo, un maestro que, como señala Ignacio Ramonet, elevó el reportaje a la categoría de obra de arte. A continuación Luis Sepúlveda nos cuenta cómo lo conoció y algunas de sus impresiones.

Una tarde invernal de 1986 cuando Bonn era todavía la capital de la República Federal Alemana y todo el mundo coincidía en que lo mejor de aquella ciudad-ministerio era el tren que llevaba a Colonia, entré a una «Brauerei» para combatir el frío entre la cálida camaradería que siempre se da en las cervecerías alemanas, y para leer el atado de prensa latinoamericana que llevaba conmigo.

Así, entre sorbo y sorbo a una estupenda cerveza rubia, revisaba el último número de Veja, la mítica revista brasileña, y no presté atención al recién llegado que formuló el muy cortés «Darf ich bitte…?» para sentarse también a la mesa para diez o más personas y que ocupábamos tres tipos, todos con olor a tinta, pues en Bonn de cada diez personas siete eran periodistas y los otros tres estaban ahí por error. El recién llegado se sentó, ordenó una cerveza y de pronto, indicando mi atado de periódicos y revistas, preguntó en español si le permitía echar un vistazo al último número de Análisis. Entonces me fijé en ese hombre alto, corpulento, de ojos casi transparentes y una cabellera cana que le daba un aire de profesor.

Le pasé la revista chilena y cumplí con la regla de cortesía alemana de darle la mano, decir mi apellido y preguntarle cómo estaba.

– Kapuscinki, muy bien, gracias, ¿y usted? contestó.
– ¿Ryszard Kapuscinski? supongo que debo haber balbuceado, pues no todos los días se conoce a un escritor y periodista al que se admira a ultranza.

De él he leído Ébano, esa recopilación de artículos magistrales, le debo el haber entendido medianamente Angola, Mozambique y Cabo Verde, parte del dolido y sufrido corazón de África, La guerra del fútbol, y otros muchos textos que seguía con pasión en el Frankfurter Allegemeine Zeitung, el legendario FAZ, un periódico conservador de un respeto por la información que ya quisieran muchos medios autodenominados «progresistas». Lo que más admiraba de sus trabajos era su tomar partido, porque en el periodismo la neutralidad no existe, y a partir de ahí su insistente ética que nunca consideró «carne de noticia» a los protagonistas de todas las guerras civiles, guerras inducidas por el primer mundo, y revoluciones que le tocó cubrir como corresponsal de la PAP, la agencia polaca de noticias. Con su esfuerzo que siempre fue una pedagogía de la información, Ryszard Kapuscinski escribió día a día la historia de los de abajo, la historia de la carne de cañón condenada a no tener memoria pues todas las tragedias serían descafeinadas por la historia oficial.

Aquella tarde, me hizo muchas preguntas sobre Chile, se interesó por el esfuerzo que significaba sostener una revista como Análisis, y nos despedimos tras darnos las direcciones y los números de fax.

En los años siguientes nos escribimos dos o tres veces, el fax fue un invento perverso que no conserva los textos, se van borrando desde los márgenes hacia el centro, pero siempre guardé en mi memoria con orgullo esa conversación en una cervecería de Bonn.

Volvimos a encontrarnos en el año 2002, ambos como miembros del jurado internacional del Premio Grinzane Cavour, en Turín, Italia. En cuanto nos fue posible escapamos de la parte oficial y para nosotros excesivamente académica del Premio, y nos echamos a andar por Turín, en medio de la neblina de enero, buscando un lugar tranquilo donde beber un vino y contarnos cómo y cuánto había cambiado el mundo desde la tarde en que nos conociéramos. Me hizo narrar varias veces mi visión de la caída del muro de Berlín en el «check point Charlie», y a mi vez le pedí que se explayara sobre el tema que más le preocupaba: el fin del derecho a estar informados, la manipulación mercantil de la libertad de prensa cada vez más envilecida por el poder de los grandes grupos económicos, y en el caso específico de Polonia, la monstruosa convicción de que el capitalismo salvaje es sinónimo de democracia.

La estupenda grapa que nos ofreció el patrón del «Mama Licia» no conseguía alejar el sabor amargo de sabernos testigos del empobrecimiento de la labor informativa, de los profesionales que salen de las escuelas de periodismo cada vez peor formados, de la estupidez de creer que el periodismo de investigación se hace en google, de la prostitución galopante del periodismo y la literatura cuyo único norte es «triunfar», aunque nadie sepa por qué ni para qué.

Tras el encuentro de Turín quedamos contactados por correo electrónico, y cada vez nos seducía más la idea de reunir a un grupo de periodistas de la talla de Gianni Mina, Ignacio Ramonet y él mismo, para realizar talleres de lectura contemporánea de la información.

El año 2003 Ryszard Kapuscinski recibió el premio Príncipe de Asturias de comunicación y humanidades, y una vez más nos echamos a andar por la ciudad de Oviedo buscando un lugar donde beber un vino tranquilos y al margen del protocolo que lo ofuscaba. Recuerdo que encontramos un bar extrañamente silencioso y medio vacío muy cerca de un edificio conocido como La Jirafa, recién habíamos pedido dos copas de vino, cuando una joven periodista lo reconoció desde la calle, entró, y le solicitó una breve entrevista.

-Nunca he leído nada suyo, ¿me explica de qué hablan sus libros?, consultó la periodista, y Ryszard Kapuscinski, ese hombre que hablaba perfectamente español, francés, portugués, italiano, inglés, ruso, que había vivido e informado los sucesos más relevantes de la segunda mitad del siglo XX, que había sobrevivido treinta revoluciones y en cuatro ocasiones estuvo a punto de perder la vida, y que además era autor de una veintena de libros de lectura obligatoria para cualquiera que se sienta digno de ser un periodista, simplemente respondió: «mis libros no hablan».

Al año siguiente, en noviembre de 2004, hacía un frío atroz en Varsovia, y yo salía de una radio que, según mi traductora, era la emisora más progresista de Polonia. Había concedido una entrevista que comenzó con una declaración de principios del periodista que me entrevistó: «nosotros en Polonia hacemos otra lectura del régimen de Pinochet, consideramos que él salvó a Chile del comunismo y los chilenos debían mostrarse agradecidos». Tras mandarlo a la mierda y suspender la entrevista llamé a mi amigo Ryszard Kapuscinski pues necesitaba ver la cara amable de Polonia.

Una vez más me habló de la ideologización de todo en nombre de una pretendida libertad que supuestamente es para desideologizar. Esa era parte de la guerra sin soldados que tanto le preocupaba, esa guerra de mentiras para justificar el hedonismo que sostiene a la sociedad occidental, a la cultura de la insolidaridad y del revisionismo histórico.

No volvimos a vernos, quedó pendiente una cita para junio de este año, en Turín, a la que acudiré y con el recuerdo de mi amigo Ryszard Kapuscinski caminaré hasta encontrar un lugar tranquilo para beber un vaso de vino y hablar de las embarcaciones que día a día llegan a playas mediterráneas cargadas de sobrevivientes famélicos y de africanos muertos mucho antes de empezar el viaje; muertos por siglos de expoliación y abandono. Y mi amigo dirá: «Su historia es muy trágica, pero el hecho de que esa gente sobreviva y sepa reírse, nos dice que tienen un alma maravillosa». Eso dirá mi amigo, el Maestro Ryszard Kapuscinski.