Siempre ha existido un buen número de telespectadores que se han deleitado con las pausas publicitarias. Para este tipo de espectador, los anuncios son más entretenidos que los propios programas, y su continua repetición durante semanas apenas importa para el disfrute de los mismos. Sin embargo, en los últimos tiempos hasta los más pertinaces defensores […]
Siempre ha existido un buen número de telespectadores que se han deleitado con las pausas publicitarias. Para este tipo de espectador, los anuncios son más entretenidos que los propios programas, y su continua repetición durante semanas apenas importa para el disfrute de los mismos. Sin embargo, en los últimos tiempos hasta los más pertinaces defensores de la publicidad como contenido y no como estorbo comienzan a mostrar hastío, tanto por la cantidad de publicidad como por su calidad. Y es que, como cualquier otra manifestación de la creación humana, la publicidad, especialmente la televisiva, también está sufriendo la crisis que caracteriza la lenta involución del homo sapiens sapiens hacia el homo sapiens pasivus, ese ser que dominará la Tierra sin necesidad de usar la inteligencia.
Antes la publicidad, con aquellos famosos anuncios de Coca-Cola, Lois o Ariel, no sólo servía a su función de reclamo y promoción, sino que informaba e incluso entretenía. Hoy día, por el contrario, ha perdido cualquier capacidad de promoción y se limita a reclamar la atención del pasivo espectador, a veces dispuesto a tragarse cualquier contenido aunque carezca de sentido y no quede muy claro cuál es el artículo anunciado. El paradigma de este fenómeno fue aquel famoso anuncio del monovolumen «Super Disco Fashion». Casi todo el mundo creía que la marca anunciada era FIAT, pero no, se trataba de una furgoneta japonesa. Eso sí, el anuncio fue enormemente alabado, ganó múltiples premios y todos nos hartamos de hacer el hortera al son del ya clásico grito «Super Disco Fashion».
Pero eso ocurrió hace algunos años, cuando todavía se podía adivinar que el anuncio era de un automóvil. Hoy día la confusión es total, y no sólo es difícil adivinar de qué marca se trata, sino de qué producto o servicio podríamos obtener las ventajas prometidas. Por ejemplo, la nueva campaña «La vida es móvil; móvil es Vodafone», tal y como se plasma en pantalla, lo mismo podría tratar de teléfonos portátiles (móviles son todos) que de una nueva secta de influencia taoísta. O la ya añeja campaña «¿Te gusta conducir?» de BMW, que nunca habla de la marca, y rara vez nos muestra un coche. La misma vaciedad de los eslóganes muestra el contenido de unos anuncios disparatados en todos los sentidos.
Claro que la crisis también se puede observar, aparte de en la calidad de los mensajes, en su moralidad. Hace unas semanas se hizo pública la queja de una asociación de boy scouts contra un anuncio de Fanta que ridiculizaba su figura, queja que provocó la retirada del citado anuncio (no sé qué es más divertido, si las quejas de las presuntas víctimas o el pavor que tienen las marcas a estas asociaciones de vodevil). Sin embargo, nadie se ha quejado nunca por la imagen que se quiere dar de los actuales jóvenes, que en lugar de rebeldes parecen auténticos JASP (según el nuevo concepto del acrónimo, a saber, Joven Analfabeto Sobradamente Panoli). Cualquier anuncio destinado al público de 10 a 30 años parece hecho a propósito para oligofrénicos. El ejemplo más claro es la también añeja campaña de las líneas ADSL de Telefónica.
Aunque la palma de la gilipollez (con perdón) publicitaria se la llevan los anuncios de coches, independientemente de la edad del «target». Por ejemplo, el nuevo Opel Astra es un coche ideal para los que se escapan de la cárcel y tienen una novia jamona. O el Peugeot 206 es el coche de los quijotescos patanes que no saben que están haciendo el ridículo. Por no meterme a hablar de todos esos anuncios (como los de BMW) cuyo concepto no entiendo, y que ni siquiera nos enseñan una imagen nítida del coche que anuncian.
Sí, la calidad de la publicidad televisiva también ha caído hasta límites que no me atrevo a clasificar como pésimos, porque la capacidad de superación del ser humano es infinita. Pero creo que éste es un problema de imposible solución. Porque la publicidad tan sólo es una consecuencia, un reflejo de nuestra sociedad. Y tan sólo muestra lo que hay, ni más ni menos. Por lo menos nos quedará el consuelo de descubrir cada día conceptos nuevos: bífidus activos (¿existen los pasivos?), Boswelox, cabezales pivotables y otras zanahorias insípidas con las que los anunciantes quieren vendernos sus productos.
P. S.: Durante la primera edición de Gran Hermano, su primer patrocinador, que creo era una marca de desayunos, se retiró del programa ante las críticas sobre su dudosa moralidad. Hoy hasta Aquí hay tomate tiene patrocinador. La moral no consiste en el respeto a este o ese colectivo, a esta o aquella minoría, ni se consigue con la retirada de este o aquel anuncio, sino que es un concepto mucho más amplio, que afecta al conjunto de la televisión y de la sociedad.