«Rocas audazmente colgadas y, por así decirlo, amenazadoras, nubes de tormenta que se amontonan en el cielo y se adelantan con rayos y con truenos, volcanes en todo su poder devastador, huracanes que van dejando tras sí la desolación, el océano sin límites rugiendo de ira, una cascada profunda en un río poderoso, etc., reducen […]
«Rocas audazmente colgadas y, por así decirlo, amenazadoras, nubes de tormenta que se amontonan en el cielo y se adelantan con rayos y con truenos, volcanes en todo su poder devastador, huracanes que van dejando tras sí la desolación, el océano sin límites rugiendo de ira, una cascada profunda en un río poderoso, etc., reducen nuestra capacidad de resistir a una insignificante pequeñez, comparada con su fuerza. Pero su aspecto es tanto más atractivo cuanto más temible, con tal de que nos encontremos nosotros en lugar seguro (…)»(1). Esto escribe Inmanuel Kant en un famoso pasaje de La crítica del juicio sobre el sentimiento de lo sublime, del que es una prolongación, un poco más adelante, este otro: «La estupefacción, que confina con el miedo, el terror y el temblor sagrado que se apoderan del espectador al contemplar masas montañosas que escalan el cielo, abismos profundos donde se precipitan furiosas las aguas, desiertos sombríos que invitan a tristes reflexiones, etc., no es, sabiéndose, como se sabe, que se está en lugar seguro, temor verdadero sino sólo un ensayo para ponernos en relación con la imaginación (…)»(2). Allí donde lo inconmensurable no puede aplastarnos, donde lo terrible no puede dañarnos, donde el peligro no puede matarnos, la inmediatez majestuosa del objeto se convierte en una imagen que nos procura satisfacción y que podemos incluso pintar, como en esos cuadros de Caspar David Friedrich en los que la figura minúscula del espectador erguido en la playa engrandece un paisaje vertiginoso mientras la mirada exterior del artista lo reduce al tamaño de una ventana. La condición, en efecto, y la forma de eso que Kant llama lo sublime es la ventana, que nos muestra la tormenta al mismo tiempo que nos protege de ella. Mediante esa modesta y familiar ventana, límite diminuto donde la infinitud se abrocha, lo inabarcablemente grande, lo insoportablemente vivo, lo estremecedoramente vertical se vuelve sólo aparatoso; todo lo inmenso, lo amenazador, lo colosal, lo inminente, lo estruendoso, lo calamitoso, se reducen a nada, alivio que va inevitablemente acompañado de una risa o un llanto incontenibles.
Pero una ventana que reduce los acontecimientos a nada y cuyo poder nihilizador produce risa y llanto en el espectador, ¿es lo sublime? ¿O es la televisión?
Recuerdo vagamente que el filósofo marxista Galvano della Volpe denunciaba las condiciones «burguesas» de la estética kantiana; el suelo inconsciente de un espectador que transforma por igual la tormenta, la guerra o la Revolución Francesa en un paisaje: un hombre refugiado en una habitación caldeada por el fuego de una chimenea que ve a través de la ventana el cielo volcando sus nubarrones, a los ejércitos disparando sus cañones y a las multitudes derrocando los gobiernos. ¿La televisión? Hasta tal punto domina ya por completo nuestra vida que podemos leerlo todo -incluido Kant- desde ella. De condiciones esclavistas nació la polis; de condiciones feudales surgió San Francisco; de condiciones burguesas han surgido el «habeas corpus» y la penicilina. Ese es el único «progreso» que conocemos. De condiciones «burguesas» pueden surgir cosas que utilizaremos después -leyes o máquinas- a condición de que esas condiciones no supriman las condiciones mismas de la sensibilidad: el tiempo y el espacio. En la época de Kant existían las montañas; en la época de Kant volvía a comparecer fugazmente la política. Sus reflexiones sobre lo sublime, bañadas de un nórdico romanticismo, acometían una crítica del espectáculo; es decir, una demarcación de los límites de la mirada, concebida al mismo tiempo como milagro y como robo. El espectáculo implica siempre una división y una victoria, una desigualdad favorable sin excepción a la pequeñez del ojo. Mediante el espectáculo de lo sublime descubrimos en nosotros -escribía Kant- «una capacidad de resistencia de una especie totalmente distinta, que nos da valor para medirnos con el todo-poder aparente de la naturaleza» y devenir «superior a ella en nosotros mismos»; una fuerza «para afirmar nuestra independencia contra los influjos de la naturaleza, para rebajar como pequeño lo que según esta última es grande, y así para poner lo absoluto- grande sólo en nuestra propia determinación»(3). La televisión… o todo lo contrario. Aquello que es tan inmenso, tan ruidoso, tan indomeñable que no podemos siquiera representarnos nos produce un estremecimiento y en este estremecimiento encontramos safisfacción; y esto es así porque los límites de la imaginación son conformes a la razón, la cual se reconoce superior -con tan sólo poner una ventana- a esas fuerzas que superan infinitamente su encuadernación finita. De que esas fuerzas sean apabullantes y al mismo tiempo nada depende la posibilidad de la mirada, la posibilidad de medir el espacio, la posibilidad de percibir la enormidad como una coz en el pecho y la posibilidad incluso de extraer una moraleja. La seguridad «burguesa» -de la que la vida sin sobresaltos del «reloj de Konigsberg» constituye casi un espot publicitario- está desigualmente repartida entre los hombres, es verdad; está tiznada de la inmoralidad de un régimen de acaparadores de ventanas en el que la mirada es siempre menos un milagro que un robo; pero sería absurdo envidiar o admirar, contra esta belleza mal nacida, la ceguera de los que han sido privados de ventanas y/o del tiempo para levantar la cabeza. El problema no es éste. El problema de nuestra era tras el 11-S -se dice- es justamente la seguridad. El problema es que ya no tenemos ninguna seguridad y sin embargo no nos damos cuenta. El problema es que toda nuestra seguridad procede de la televisión -cuando debería precederla.
Las críticas a la televisión suelen centrarse en la propiedad de los medios y en la gestión interesada de los contenidos; es decir, en la construcción ideológica de las imágenes. Esta crítica es imprescindible, sin duda, pero se olvida de que la televisión es, ante todo, un sistema de construcción de la mirada, un espectáculo que fabrica y reproduce al espectador. Analizar esta «síntesis visual» en que consiste la espontánea percepción televisiva exige por tanto analizar toda una serie de niveles concéntricos inconscientes (relacionados al mismo tiempo con el soporte y con el modelo) para excavar las cinco transparencias que la hacen posible: la ilusión de invulnerabilidad, la ilusión de familiaridad, la ilusión de totalidad, la ilusión de comunidad (o espacio público) y la ilusión de acontecimiento.
La ilusión de invulnerabilidad.
Si hablamos de la relación entre la «seguridad» y el «ojo», hay que empezar por decir que el espectáculo no dirime sólo las desigualdades entre el Hombre y la Naturaleza: dirime asimismo las de los hombres entre sí. La razón es theoría, pero el poder también. Lo sublime nace de una mirada ascendente, de abajo arriba, desde el ras del cuerpo hacia el cielo borrascoso o hacia la cumbre nevada; el poder, en cambio, mira siempre de arriba abajo: Escipión, por ejemplo, contemplando melancólicamente a sus pies la ciudad humeante que él mismo ha mandado destruir, pero también el oficial de aduana ante el que el viajero inclina culpable la cabeza. Tras la expulsión del Paraíso y salvo para los enamorados, la mirada no admite reciprocidad, impone una jerarquía, desnivela el mundo; y la hegemonía, pues, presupone y se expresa siempre a través del espectáculo, cuya manifestación más pura es el Triunfo Romano con su desigualdad visual entre vencedores y vencidos. De lo primero que se libera el hombre que aspira a la emancipación es de la mirada del tirano; lo primero que afirma el tirano -con los mismos medios que le han proporcionado la supremacía- es su libertad absoluta para mirar. Mirar o ser mirado, mirar sin ser mirado, someter y -llegado el caso- destruir con la mirada, la conquista de la «soberanía» implica la búsqueda de cotas geográficas o tecnológicas cada vez más elevadas desde las que el solo ojo pueda ordenar y decidir los acontecimientos, proceso en el que la industria militar juega un papel dinamizador y que alcanza su perfección provisional en los bombardeos desde el aire. En la tradición espacial que sigue siendo la de nuestra conciencia, el poder es un «centro» -fortaleza o alcázar inexpugnables- en el que convergen fluidamente todos los extremos del imperio: informadores, peticionarios, reos, funcionarios, embajadores, comerciantes, y también esos cómicos, juglares y volatineros que montan su espectáculo dentro del espectáculo más amplio de la corte. Allí el poder visual del emperador es el efecto y la garantía de tres factores indisociables entre sí: invisibilidad, inviolablidad e inmovilidad. El emperador, que todo lo ve, no se expone jamás o sólo en ocasiones señaladas a la mirada de los súbditos. El emperador, porque nadie lo ve, está seguro, permanece a cubierto de cualquier asechanza, protegido por su propia ausencia amenazadora. La majestad del emperador, en fin, depende de que permanezca inmóvil mientras todo gira, se combina y se despliega a su alrededor. En este sentido, por debajo del campesino y del caballerizo, la figura socialmente opuesta a la del emperador la encarna precisamente el «cómico», al que su consentida visibilidad y su incesante movilidad (desprovisto como está de residencia fija) vuelven despreciable y vulnerable.
¿Qué tiene todo esto que ver con la televisión? Lo primero que hay que recordar es que la televisión es un mueble o, más exactamente, un electrodoméstico. Pertenece, pues, al ámbito de la casa. Más aún: a partir de los años sesenta -un poco antes en el mundo anglosajón- su entronización en el cuarto de estar pasó a re-estructurar decisivamente, mucho más que la nevera, la lavadora o el friegaplatos, contemporáneos suyos, la distribución del espacio doméstico burgués; al contrario que los otros adminículos eléctricos, confinados en la zona ahora excusada de la producción (la cocina o el baño), la televisión activaba idealmente la esencia misma de la casa, su concepto universal -si se quiere- como representación ancestral del hombre fuera de peligro. Permitía, pues, mantener las separaciones típicamente «burguesas» prolongando al mismo tiempo y consumando el triunfo del «hogar» universalmente humano. Los dos elementos irrenunciables que definen ontológicamente la casa, como caparazón arquitectónico de una intimidad protegida; los dos símbolos, por así decirlo, de la existencia de un lugar seguro en medio de las asechanzas exteriores, son la ventana y el fuego. Una casa es sólo eso. La ventana es el límite transparente que deja fuera el mundo que podemos, sin embargo, seguir mirando. El fuego es el centro interior que calienta, recoge y humaniza a las criaturas sentadas a su alrededor. Pues bien, la televisión ha venido sobre todo -o antes que nada- a conservar bajo otra forma las ventanas y las hogueras.
Antes de generalizar un modelo de civilización, la televisión generaliza en efecto las ventanas. Antes de sustituir a la madre o al maestro, la televisión ha sustituido al fuego. Si la casa sigue siendo «hogar», sigue siendo focolaris (el lugar de la lumbre), una vez desplazado el fuego a la periferia vergonzante de la cocina, es porque la televisión conserva en su corazón una fuente de luz, de calor y de ruido -el murmullo variable del crepitar de las llamas- que centraliza las miradas, conforta a los menesterosos, acompaña a los solitarios y tranquiliza a los insomnes. Gracias a la televisión, las chabolas, las chozas, los sótanos y las ruinas tienen ventana y fuego; gracias a la televisión, las chabolas, las chozas, los sótanos y las ruinas son verdaderas casas donde la vida transcurre segura, libre y placentera.
La televisión es el triunfo de la casa, el poder doméstico transformado en fortaleza: una ventana bien enrejada y un fuego que nunca se apaga. Antes de darnos información, entretenimiento o imágenes, la televisión nos da seguridad. La recepción, pues, de las imágenes vendrá determinada por la seguridad superior derivada de esta falsa ventana y de este falso fuego.
-La televisión es una ventana pequeña o, más exactamente, una ventana que empequeñece las cosas que vemos a través de ella. Esta visión de las montañas, la guerra o la Revolución a escala no debe tomarse a broma; la insistencia de Kant en asociar el sentimiento de lo sublime al tamaño del objeto (que debe ser enorme, colosal, inabarcable) garantiza de algún modo la precedencia del espacio, la fragilidad del sujeto y la inconmensurabilidad de la experiencia. La «maqueta» ha sido siempre el recinto de intervención preferido del soberano -o el estratega-, donde hombres, montes y edificios se volvían manejables.
– La televisión es una ventana horizontal que induce una visión tecnológica descendente. Al contrario que el espectador de Caspar David Friedrich, diminuto enderezador de una mirada kantiana hacia lo grande y lo alto -el paisaje que literalmente lo envuelve-, el espectador televisivo, como Escipión o el oficial de aduanas, contempla de arriba abajo las imágenes diminutas y lejanas que se agitan en un rincón de su salón.
– La televisión es una ventana interior. Mientras que las verdaderas ventanas son límites y se las puede mirar, por tanto, también desde el exterior, la televisión está dentro de casa. La ventana, que nos protege de las amenazas, es al mismo tiempo el punto más vulnerable del edificio, por donde puede colarse el ladrón o penetrar la alimaña. A través de la televisión entran en el hogar el Estado, el comercio, el ejército, el juglar, la fauna, el vecino, los extremos todos de este imperio visual; entran sin conmover ni amenazar la seguridad doméstica. Todo se queda en la ventana; todo se convierte en casa, de manera que incluso la guerra, la Revolución, el volcán en el salón nos tranquilizan. Pequeña, horizontal, interior, a la televisión no hace falta ni siquiera asomarse. Las cosas ya no ocurren en el espacio, ya no ocurren fuera. El terremoto de Irán, los bombardeos de Bagdad, la exploración de Marte son experiencias íntimas; no se las contempla, pues, a través de la ventana: se las contempla a través de la cerradura. La televisión privatiza el mundo del que ya hemos sido privados en el exterior.
(En este sentido, dicho sea de paso, la televisión no ha venido a superar el cine sino a matarlo y a matar con él la experiencia tecnológica de lo sublime. La obscuridad inquietante de la noche, la verticalidad de la visión, la sobredimensión de los objetos, el silencio sobrevenido, la envoltura sideral de las imágenes (a través de la pantalla celeste), las condiciones de la recepción cinematográfica fabrican una variante de espectador mucho más vulnerable en el espacio, sensible al menos al poder de la estupefacción; un espectador que ha debido además abandonar momentáneamente su casa, exponiéndose al asalto de la contingencia y renunciando, por tanto, a su seguridad imperial).
Todo lo dicho, creo, sugiere ya el parentesco visual que une al emperador y al espectador. Invisibilidad, inviolabilidad, inmovilidad. En una sociedad en la que el ciudadano es ininterrumpidamente atravesado por un poder que aumenta su capacidad de penetración visual a medida que se vuelve más infinitesimal y bacteriano, en la que el individuo es intervenido y registrado en el sustrato mismo de la vida, en la que desde el ADN al saldo bancario nuestra intimidad está más que nunca a la intemperie, el espectador dirige a la televisión una mirada sin reciprocidad, inalcanzable para el objeto de su visión. En una sociedad en la que la inseguridad aumenta en todos los niveles, en la que el trabajo y la vivienda han dejado de ser una evidencia, en la que las amenazas se han instalado en la propia cadena alimentaria (por no hablar de países en los que la guerra, el hambre o la ocupación minan todo horizonte de estabilidad cotidiana), la televisión vuelve invulnerable al espectador. En una sociedad en la que todo es precario, flexible, fluido, en la que los hombres son cada vez más movidos como arenisca en manos del vendaval, en la que circulación y velocidad resumen la existencia de las cosas (hasta el punto de que pararse puede resultar mortal), el espectador permanece inmóvil mientras todo lo demás se mueve en la televisión.
Puede muy bien concebirse la historia de la humanidad como una lucha de clases en la que una minoría ha siempre porfiado con éxito por conquistar, más allá de territorios, riquezas u honores, el derecho de mirar a la mayoría. El mundo de los que miran de verdad sigue siendo el de una minoría poderosa; esa minoría mira hoy a una mayoría… que mira a su vez la televisión. La televisión, pues, invierte ilusoriamente el reparto de soberanía, de manera que el mismo hombre desnudo, controlado y apriscado, desprovisto de todo instrumento de intervención, que acepta que su voto cada vez decida menos, asciende como espectador a esa cúspide de la pirámide social desde la cual, invisible e inmóvil, determina a distancia con su cetro fotoeléctrico el orden de lo visual. Que ese poder es ilusorio y -aún más- que es premeditadamente utilizado por la irresistible minoría bacteriana lo demuestra el hecho de que, por primera vez desde el Imperio Romano, el espectador se ha vuelto despreciable -y los bufones, a la inversa, admirables.
La ilusión de familiaridad
Decía Levi-Strauss que sólo hay objeto para la antropología allí donde la sociedad es de dimensiones lo bastante reducidas como para que todos sus miembros se conozcan entre sí. La nuestra es tan grande que resulta excesiva no sólo para los antropólogos sino, en general, para la mayor parte de las personas que en ella viven, entrenadas como están para juzgar relaciones entre hombres y no «esas fuerzas vastas e impersonales que en nuestra sociedad moderna se han convertido en una necesidad teórica» sin la cual no podemos entender nada. T.S. Eliot, al que pertenece esta última cita(4), nos recuerda en un texto de 1946 sobre la cultura por qué es mucho más agradable y asequible el estudio de la antigua Grecia, el cual atañe «a un área pequeña, a hombres más que a masas y a pasiones individuales» y no a estructuras, y de qué manera la irrupción de estas «fuerzas impersonales» no sólo dificulta enormemente el análisis sino que transforma por completo el concepto de moral con el que nos hemos manejado, y tratamos de seguir manejándonos, desde hace muchos siglos.
Muy poco de lo que sabemos sobre los bororo nos sirve para entender la política de Bush; muy poco de lo que sabían los bororo nos sirve para sobrevivir en la sociedad actual. Allí donde el hundimiento de un barco frente a las costas de Galicia implica a diez compañías, doce gobiernos y toda una vía láctea de decisiones individuales encadenadas entre sí en el marco de un sistema que se ha vuelto casi biológico, es muy difícil contar un «relato». Allí donde nuestras más banales costumbres cotidianas -la de mandar un mensaje por el móvil o elegir una marca de cereales- tienen una relación «inimaginable» con algo terrible que sucede en el Congo o con la muerte repentina de quince niños en Indonesia, es muy difícil aplicar nuestro concepto tradicional de «responsabilidad». Allí, en fin, donde la movilidad laboral, el trabajo precario y el paro impiden la cristalización de lazos estables con los demás (y donde, por lo demás, la multiplicación de aparatos dentro de casa disuelve cada vez más la vertiente comunitaria y familiar de la televisión), todo se vuelve extraño, ajeno, y no se sabe nunca con quién se está hablando o en quién se puede confiar.
Pues bien, en este contexto de amenazadora impersonalidad e invisible desmesura, el único lugar donde sigue habiendo relaciones entre hombres, el único espacio donde todavía nos sirven nuestras pequeñas categorías y nuestros menudos y banales criterios antropológicos, es la televisión. Aún más: el único espacio en el que hay personas que conocemos de verdad, es la televisión. Presentadores a los que vemos todas las noches, invitados asiduos en el canal preferido, famosos a los que seguimos hasta los lugares más recónditos, concursantes con los que nos encerramos durante semanas y a los que ayudamos o zancadilleamos desde lejos, jóvenes con ambiciones a los que aupamos a la fama, personajes de dramas shakespearianos cuyos avatares seguimos comprometidos día tras día…; a través de la pantalla este mundo de estructuras inasibles, de ciclos, líneas y esquemas desprovistos de voluntad, toda esta maraña de vectores fríos y curvas inexorables contra las que es inútil enfurecerse y que ni siquiera necesitan nuestro apoyo, se reduce a dimensiones antropológicas, se materializa a escala humana, se vuelve de pronto familiar. Allí hay de nuevo relato, hay responsabilidad, hay alguien de quien sabemos que podemos fiarnos -o a quien podemos condenar y rechazar con la autoridad de la moral común. Allí nuestra «cultura» vuelve a servir, allí volvemos a tener algo que decir, allí todo lo que hemos aprendido no ha quedado todavía obsoleto. Más que apelar a nuestros bajos instintos, como denuncian tantos críticos de la televisión, el placer que ésta nos proporciona tiene que ver con el hecho -mucho más noble- de que nos franquea el acceso a un espacio en el que todavía podemos juzgar; es decir, en el que aún podemos activar aquello que nos define por excelencia como humanos: nuestra facultad de conocer y nuestra facultad de valorar. Para ello la televisión reproduce las hechuras de un mundo que ya no existe o que todavía no existe; un mundo tristemente griego o abyectamente bororo en el que nos parece conocer a todos los habitantes y en el que la «narración» y la «responsabilidad» -los dos rasgos definitorias de una moral ejemplarizante, propia por igual de la sociedad primitiva y de la sociedad ilustrada- toma el lugar de esta remota, incomprensible, inhumana «inocencia» estructural, donde es tan difícil orientarse e intervenir.
La ilusión de comunidad (y de espacio público)
Pero la televisión no es solamente aquello que todavía podemos comprender y donde aún funcionan nuestras categorías culturales neolíticas; es, además, casi lo único que compartimos, el último espacio común en el que estamos virtualmente reunidos. Si somos aún una sociedad no es por lo que hacemos juntos sino por lo que miramos por separado; incluso si cada uno las contemplamos desde nuestra habitación y con la puerta cerrada, la idea de «comunidad» subsiste en el hecho de que todos miramos las mismas cosas al mismo tiempo. Hay algo muy impresionante y casi aterrador en la imagen de ochocientos millones de personas, de espaldas los unos a los otros, contemplando en el mismo instante el mismo lance de futbol. Pero no puede negarse que esta forma de girar simultáneamente la cabeza es hoy por hoy lo más semejante que tenemos a una constitución mundial.
En una sociedad en la que las plazas han sido desalojadas, horadadas y selladas con cemento, el botellón proscrito, las manifestaciones enlatadas y hasta el libre comercio policialmente expulsado de las aceras, la televisión se ha convertido en el último vestigio de una Asamblea: allí nos reunimos y allí se originan la mayor parte de nuestras conversaciones de la delgadísima hora del café, durante la cual nuestros personajes familiares se convierten en cuestiones de Estado mucho más polémicas que el último presupuesto o la última ley del Parlamento. En una sociedad en la que la política se hace en búnkers subterráneos o comisiones invisibles, en la que la privatización inexorable de los recursos comunes es acompañada del desprestigio irreparable de «pueblos», «partidos», «sindicatos» y hasta «tabernas» (por no hablar de la calle misma, reducida a corredor celerísimo de pulsiones comerciales) y en la que el término «publicidad» ha dejado de evocar la condición revolucionaria de todo «espacio político» -como en 1789- para significar tan sólo la invasión de éste por parte del interés privado, la televisión conserva una sombra torcida de la polis -con algo también de mezquita y de templo- en la que, junto al plebiscito pasivo de las audiencias, el espectador decide en democracia directa, pulgar abajo o pulgar arriba, la suerte de los que se disputan bajo el haz de luz sus favores. Por lo demás, el «glamour» de los presentadores, el carisma del payaso de moda, la fascinación de la estrella mediática derivan de su inscripción en el aura de este espacio público, de acuerdo con el tan banal como siempre olvidado principio de Hannah Arendt, según el cual una verdad privada es siempre menos convincente que una mentira pública y esto sencillamente porque las primeras son privadas y las segundas públicas. Por eso, dicho sea de paso, la «publicidad» persuade: la diferencia que hay entre un charlatán de barraca que vende pócimas y un anuncio de perfumes en televisión es sencillamente que uno miente ante poca gente y otro miente ante todo el mundo; que uno miente cara a cara y el otro separado de nosotros por una transparencia colectiva; que uno miente con medios artesanales y el otro con medios industriales. Se percibirá, en cualquier caso, todo el peligro de que el espacio público, contra un horizonte de «fuerzas impersonales» y decisiones subterráneas, quede aprisionado en una subcultura que restablece a pleno horario la «oralidad» neolítica con todas sus servidumbres psicológicas; es decir, el peligro de que la «autoridad» emanada de la «publicidad» se inscriba en un recinto de falsa familiaridad antropológicamente pre-escriturario en el que las adhesiones fiduciarias e incondicionales impiden la distancia desacralizadora del análisis y la crítica. Políticamente, las consecuencias naturales de este retorno televisivo al pasado más remoto son Berlusconi y la consiguiente «berlusconización» por contagiosa rivalidad de toda la clase y la actividad políticas, orientadas ahora hacia un electoralismo permanente al estilo romano (ver, por ejemplo, los consejos de Quinto Tulio Cicerón a su célebre hermano Marco en su Commentariolum petitionis).
La ilusión de totalidad
Un centro inmóvil que lo ve todo y que está al mismo tiempo en todas partes, un espectador a la vez panóptico y panorámico cuya mirada coincide sin residuos con la existencia misma: la cámara se apoya en su objetividad material, bajo el modelo imperante, para convertirse en un activador ontológico con ambiciones de totalidad. La falsa seguridad y la falsa familiaridad de la televisión alimentan una doble ilusión holográmica. Por un lado, está la convicción de que todo lo que podemos técnicamente, lo podemos también -lo debemos- humana y culturalmente sin ninguna consecuencia. Podemos ver, pues, todo lo que podemos ver. De todas las tentaciones, la única verdaderamente irresistible es la de mirar; podemos taparnos los oídos para no escuchar un chirrido, pinzarnos la nariz para evitar el olor de una alcantarilla, rechazar el sabor de la hiel o negarnos a tocar una viscosidad o una aspereza. Pero no podemos dejar de mirar. Todas las culturas de la tierra han llamado la atención, a través de mitos o leyendas, sobre los peligros de mirar indiscriminadamente, sobre las terribles consecuencias de sorprender con la mirada ciertas criaturas o situaciones privilegiadas cuyos beneficios son indisociables de su incomparecencia o cuyo horror fundamental debe mantenerse inconsciente. Acteón, la mujer de Lot o la de Barba Azul, Psiqué, la Melusina, la propia Gorgona, el castigo para los voyeur es la pérdida de la felicidad o – transformados en criaturas más vulnerables- la pérdida de la vida. Aún no sabemos qué consecuencias puede tener para la razón la posibilidad de «imaginar» técnicamente de un modo ilimitado; lo cierto es que esta posibilidad tecnológica se ha convertido ya en un mandamiento visual, de manera que estamos obligados a ver todo lo que la cámara nos permite ver. La cámara ha levantado el tabú selectivo de la visión que Dios había establecido y se ha convertido, y convertido con ella al telespectador, en la verdadera divinidad. Esta potencia totalitaria de la televisión convierte a la nuestra en la primera sociedad de la tierra que puede mirar impunemente todo lo que ella puede registrar analógicamente o recrear digitalmente, lo que equivale a decir todo. Es la primera sociedad que puede sentir placer (y no el dolor de una metamorfosis vulneradora) viendo cosas que, bien pensado, preferiría que no estuvieran ocurriendo o que jamás aprobaría. Y habría que preguntarse, pues, si no hay ciertas clases de mal que sólo podemos combatir, rechazar y eliminar; de las que sólo podemos salvarnos, y salvar a los demás, negándonos -como en los cuentos- a mirarlas. O aceptando, a cambio, el castigo de los dioses.
Pero esta liberación totalitaria de la mirada es inseparable de la convicción presupuestaria de que todo lo que podemos ver es todo lo que podemos ver. Me refiero a la certeza casi orgánica de que hay una imagen para todas las apariciones, de que dondequiera que haya algo hay también una cámara, de que pertenece a la naturaleza de las cosas germinar sólo en la pantalla. La invasión atmosférica de la imagen televisiva, la aceleración y penetración de sus imágenes como resultado, al mismo tiempo, de los avances tecnológicos y de la competencia capitalista en el sector audiovisual, se suman a la interiorización subjetivo-doméstica del punto de vista de Dios o del Emperador para consumar la suplantación definitiva del mundo por parte de la pantalla. La ilusión de que podemos ver todo lo que ocurre en la televisión se corresponde con esta otra de que todo lo que ocurre lo podemos ver en la televisión. Que lo que no aparece en la pantalla no existe no es el truco de un demonio deceptor; es una evidencia activa, la «síntesis» perceptiva a partir de la cual ordenamos nuestras relaciones, elaboramos nuestros juicios y construimos nuestras acciones. Los límites de nuestra visión «protésica» -por decirlo con Stiegler- son ya los límites ontológicos de nuestro mundo. Pero esta es justamente la prisión de Dios: todo lo que no podemos ver no ha nacido ni nacerá nunca.
La ilusión de acontecimiento
He insistido en otra parte(5) que el capitalismo es el primer orden social de la historia que disuelve esas fronteras, inseparables del concepto mismo de «cultura» y respetadas por todas las civilizaciones conocidas, entre cosas de comer (o «consumptibilis»), cosas de usar (o «fungibilis») y cosas de mirar (o «mirabilia»). El proceso por el cual el capitalismo convierte todas los objetos por igual en «mercancías» se llama «fetichismo»; el proceso por el cual convierte todas los objetos por igual en «comestibles» se llama «consumo». Este doble movimiento simultáneo, en virtud del cual se nos arrebatan ininterrumpidamente las cosas por sacralización y digestión a un tiempo, convierte a la sociedad capitalista en la más primitiva de la historia: un sistema de destrucción o catástrofe generalizada en el que los edificios, las mesas, los automóviles, los ordenadores, los libros y los cuadros resisten tan poco como las aceitunas o los barquillos.
La imagen también. En esta mercantilización exhaustiva del conjunto del universo -hierba por hierba y hombre por hombre- la imagen ha sufrido el mismo destino que todas las otras criaturas. En este sentido, la televisión se limita a reflejar y prolongar al mismo tiempo el contenido y la ideología de la renovación acelerada e ininterrumpida de las mercancías. Destruir las cosas (y los hombres), destruir también sus imágenes. El equivalente de la «novedad» en el mercado es en la televisión el «acontecimiento». Así como los nuevos productos desalojan sin descanso a los viejos sumiéndolos en el olvido, flamantes y solitarios en el escaparate, así la televisión debe ofrecer una sucesión de clímax, un desfile vertiginoso de momentos-cumbre y situaciones de excepción, una contigüidad desparramada de eventos, uno detrás de otro y sin hilazón recíproca, como joyas intemporales extraídas del flujo de la temporalidad. El falso directo de los informativos (con arreglo al modelo estadounidense), la repetición obsesiva de la escena (el estrépito de las Torres Gemelas y la hazaña de Zidane sin distinción), la exclusiva, el estreno, la nueva programación, la siempre-cosa-sin-precedentes, el ojo del telespectador asiste a una cadena galopante de viñetas o cromos sucesivos que la retina no puede retener o contextualizar: un encuentro «histórico», un discurso «histórico», un gol «histórico» o incluso un beso o un paseo «históricos», donde el «acontecimiento» es separado de la cadena efecto-causal en la que encuentra su sentido, como el último automóvil en su vitrina, y desplazado inmediatamente del escenario por otro «acontecimiento» similar. Bajo nuestro modelo de televisión e independientemente de todas las manipulaciones, el monumentalismo reemplaza a la memoria. Porque allí donde todo es «acontecimiento» no hay ningún acontecimiento; allí donde todo es «histórico» no hay Historia. El régimen «mercantil» de producción de imágenes televisivas mantiene al espectador fuera del tiempo, en una centelleante sincronía sin historia donde nada puede ser recordado ni nada pude ser explicado. Lo mantiene, por así decirlo, aplastado contra la pantalla.
(También por esto, claro, la televisión enjuga, restaña todos los análisis. El tempo del «acontecimiento» es incompatible con el tempo del pensamiento. El ritmo estructural que el mercado impone a la televisión, imprime necesariamente al debate, al informativo, a las propias películas, esas escansiones en vaivén que interrumpen el despliegue diacrónico de la argumentación (o del argumento). De esto se quejaba muy justamente Bourdieu en Sur la télévision(6). Si hay algo más antisocrático que un tribunal, es sin duda un plató: «Los que se han dedicado mucho tiempo a la filosofía frecuentemente parecen oradores ridículos, cuando acuden a los tribunales. (Los filósofos) disfrutan del tiempo libre y sus discursos los componen en paz y en tiempo de ocio. (…) Y no les preocupa nada la extensión o brevedad de sus razonamientos sino solamente alcanzar la verdad. Los otros, en cambio, siempre hablan con la urgencia del tiempo, pues les apremia el flujo de la clepsidra. (…) Sus discursos versan siempre sobre algún compañero de esclavitud y están dirigidos a un señor que se sienta con la demanda en las manos»)(7).
La imagen es el fetiche por antonomasia. La televisión «fetichiza» el acontecimiento como la forma mercancía «fetichiza» las relaciones de producción. En el hechizo material del objeto mercantil queda disfrazada su genealogía; su hechura iluminada por el deseo -promovido por todas las sofisticadas técnicas del marketing- aísla y privilegia el orden de la circulación, cuya tendencia bajo el capitalismo será la de convertirse espontáneamente en espectáculo.
Allí donde la circulación de mercancías subsume completamente las relaciones antropológicas, la expresión de Debord es demasiado corta:
ahora la sociedad es el espectáculo. Pero la sociedad, hemos dicho, es la televisión. El espectáculo televisivo, pues, es la ocultación fetichista de lo que ella misma nos enseña, la sociedad que desaparece en el acto mismo de exponerse desnuda ante nuestros ojos. Y este ocultamiento -en el mismo instante- nos lo comemos también con todo lo demás.
Mediante el fetichismo, la televisión opera la estetización del acontecimiento; mediante la velocidad, opera su destrucción (que es lo que literalmente quiere decir «consumo»). La televisión no instruye ni divierte ni informa; en todo caso, nos alimenta. Al igual que los edificios, las mesas, los ordenadores, los automóviles (y sus productores) también nos comemos los «acontecimientos». En este sentido, es verdad que aquello que no enseña la televisión no existe. Pero es mucho peor: como «medio» de satisfacción estética o digestiva (con sus terribles «efectos colaterales» en el mundo), ocurre que lo que enseña la televisión no- existe. Lo que enseña la televisión -es decir- es la inexistencia misma de las cosas que enseña.
La televisión es al mismo tiempo, pues, Todo y Nada.
En definitiva, mediante estas cinco ilusiones y allí donde todos los otros agentes de cimentación visual van cediendo (el maestro, la madre, el libro, la ventana, la hoguera, el juego, la naturaleza) la televisión construye sin demasiado oposición un espectador anonadado y aniquilante; fabrica una «síntesis» visual nihilista; reproduce una mirada -es decir- que hace con las cosas exactamente lo mismo y exactamente lo contrario que el sentimiento kantiano de lo sublime: reducirlas a nada.
Allí donde seguridad doméstica(1) e impunidad visual(4) van acompañadas de la ilusión de comunidad e incluso de «constitución mundial» (3), nuestra renuncia cotidiana a la soberanía no se obtiene mediante una obra permanente de «distracción» o «entretenimiento» (panem et circensis) sino mediante la concesión de un poder mucho mayor: el de dominar imperialmente todo lo visible. En este sentido, limitar el poder de la televisión en una sociedad más racional sólo puede ser la consecuencia de una re-distribución de la soberanía en la ciudad y de una re-constitución del espacio político en el mundo. Limitar su poder, en cualquier caso, significará sacarla de casa, re-inscribirla físicamente en el espacio público, donde podamos protejernos unos a otros de sus amenazas objetivas y pase a ser solamente una pequeña herramienta entre otras -bastante rudimentaria por lo demás- para recibir noticias, mensajes institucionales, debates filosóficos y espectáculos folklóricos.
Allí donde el restablecimiento de la «oralidad» y sus moldes antropológicos (2 y 3) y la imposición a las imágenes del ritmo puramente digestivo de las mercancías (5) promueven las adhesiones fiduciarias o carismáticas e impiden el despliegue de un tiempo diacrónico, no puede haber ni información ni pensamiento ni moral. En sus reflexiones sobre lo sublime Kant contemplaba la posibilidad de inscribir la idea de «bien» en el plano de las emociones a través del entusiasmo. La televisión, en cambio, alimenta permanentemente un sentimentalismo sin piedad en el que el otro opera como un puro medio -y no un fin- de auto-reconocimiento subjetivo. Limitar el poder de la televisión en una sociedad más racional exigirá, pues, recuperar el tiempo y el espacio como condiciones de la sensibilidad, en manos hoy de intereses privados, y hacer descarrilar el proceso de mercantilización -hierba por hierba y hombre por hombre- del universo. En televisión, naturalmente, estará prohibida la propaganda electoral.
Allí -finalmente- donde el todo y la nada coinciden hegelianamente (5), donde nada existe salvo lo que vemos, donde estamos convencidos de verlo todo (4) y donde lo que vemos es paradójicamente la inexistencia de las cosas (5), y esto al mismo tiempo como consecuencia de un régimen de propiedad y de un sistema de circulación, no podemos intervenir en nada, no puede importarnos nada, no podemos querer nada. Limitar el poder de la televisión en una sociedad más racional exige, pues, limitar el poder de la minoría bacteriana re-estructurando por completo nuestro sistema de producción y de intercambio. Por más que busquemos, eso no lo encontraremos en otro canal. Los límites de la televisión son a un tiempo tecnológicos, económicos y políticos. ¿Un buen uso de la televisión? Apagarla momentáneamente y sólo volver a encenderla cuando hayamos conseguido liberarla de esos dos límites externos contra los que sí podemos luchar. Para cambiar la televisión hay que salir a la calle. Para cambiar la televisión, hay que renunciar a la seguridad. De ello depende, hoy por hoy, la seguridad de todos.
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Notas.
1.-Inmanuel Kant, Crítica del juicio, Espasa Calpe, Madrid 1990, traducción de Manuel García Morente, pag. 204. El subrayado es mío.
2.-Inmanuel Kant, op. cit., pag. 215. El subrayado es mío.
3.- Inmanuel Kant, op. cit., pag. 204 y 215.
4.- T.S. Eliot, La unidad de la cultura europea, ed. Encuentro, Madrid 2003.
5.- Santiago Alba Rico, La ciudad intangible, ed. Hiru. Hondarribia 2001.
6.- Ver Pierre Bourdieu, Sur la télévision, Raisons D’Agir Editions, París 1996.
7.- Platón, Teeteto, 172-d, Gredos, Madrid 1988. Traducción de A. Vallejo Campos (he sustituido «el flujo del agua» por «el flujo de la clepsidra» para evocar más claramente la idea de «reloj»).