Rossana Rossanda escribe sobre el libro reciente ¿Quién la vió?, de Norma Rangeri, un despiadado análisis de la televisión, el electrodoméstico que tiene el poder de atraer la atención del espectador, además de una denuncia de la puesta en escena del cuerpo de las mujeres para provocar propensiones adolescentes y voyeuristas. En resumen, la crítica […]
Rossana Rossanda escribe sobre el libro reciente ¿Quién la vió?, de Norma Rangeri, un despiadado análisis de la televisión, el electrodoméstico que tiene el poder de atraer la atención del espectador, además de una denuncia de la puesta en escena del cuerpo de las mujeres para provocar propensiones adolescentes y voyeuristas. En resumen, la crítica a la colonización de la TV por parte del sistema político para subordinarla a sus propios fines.
¿Por qué las páginas de Norma Rangeri sobre las TV italianas, Rai y Mediaset (Mediaset ¿Chi l’ha vista?, Rizzoli 2007, pp. 315, 17 euros) -documentación pero también escritura llena de humor- dejan pensativo y con mal estar? Porque, incluso para quién no se hacía ilusiones, el desastre parece peor de lo que se sospechaba: lo que aflora en la pequeña pantalla es solo la parte emergente de un iceberg de tráficos y martingalas que constituyen la base del duo-monopolio audiovisual italiano. Hasta el punto de que el reciente descubrimiento de los intercambios de cortesías entre Rai y Mediaset no es más que una pequeña muestra de ello.
Lo que está deteriorado es el sistema. La culpa también la tenemos nosotros que por la noche nos entretenemos con el telemando en busca de «algo distinto» y antes o después lo encontramos entre la multitud de canales por satélite, aunque no sea más que un documental sobre las excavaciones en Egipto, sobre el pequeño pingüino que se echa al mar por primera vez o el enfrentamiento entre generales en la segunda guerra mundial. Lo suficiente para irse a dormir. Que Rai y Mediaset sean lo que son parece ineluctable, como el efecto invernadero. Estamos acostumbrados. Los que son como nosotros encienden la TV no para tener las noticias, sino para ver «como» las dan. Para una película se va al cine. Y ya es mucho si nos encontramos con las buenas sesiones vespertinas de Santoro, Lerner, Fazio, echamos una ojeada a «Ocho y medio» y nos alegramos de que de vez en cuando aparezcan Arbore o Fiorello. Y así continuamos, hasta que nos aburrimos del juego de los cambios de presidente y directores que no cambian absolutamente nada.
¿Quién se rebela todavía? Forma parte del paisaje. Nos contentamos con lo menos malo. En el fondo Santoro ha vuelto, Fazio está bien, el Tg1 de Riotta es, de todas formas, mejor que el de Mimun. ¿Y si dejásemos de decir que la TV no cuenta, que no cambia ni una cabeza, ni un voto, ni el sentido común de un país sobre el que se vierten horas y kilómetros de traseros femeninos, balazos, sangre, curas, policías y las poderosas memeces de los reality? ¿Sin cesar, de la cuna a la tumba, desde el niño que la madre, cansada, aparca delante del vídeo, hasta nosotros viejos que llegamos a la noche desentonados? ¿De escribir que tanto si gusta como no, ésta es la realidad y no hay más remedio que aguantarla en las ondas? ¿ Qué los padres no tienen más que sentarse delante del vídeo con la prole para comunicarle una distancia crítica – como si a ellos no les atontara también? Y digo ellos para decir nosotros. ¿Quién no se ha quedado pasmado de vez en cuando con Dallas o Beautiful o el paquete de Bonolis?¿No me ha ocurrido alguna tarde de encontrarme enganchada a una historia de Alda d’Eusanio? Falsificada o no, la TV sabe manipular nuestro lado voyeur, los residuos de la adolescencia, la auto-indulgencia que llevamos dentro.
Pero ¿no podría hacerlo con un poco más de inteligencia? Norma nos explica porque en Italia no se puede.
Por mil motivos, más uno completamente nuestro y nacional. De los mil, el primero es que – tiene razón Mac Luhan- el medio es el mensaje. El medio es seductor y te vuelve pasivo. La interactividad es una patraña, puedes escoger el menú, pero son la Rai o Mediaset (y detrás Endemol & C) quienes cocinan, ellos detentan la calidad y los tiempos de suministro, el dominio de la subliminalidad. Un telespectador nunca será lo mismo que un lector delante de su biblioteca. En cuanto a nosotros, que nos hemos rebelado con razón a la crítica edificante, no nos ha quedado más que los residuos, a los cuales de vez en cuando atribuimos virtudes populares y subversivas. Entretanto, la fiesta de las imágenes ha logrado el interesante objetivo de hacernos funcionar más a base de emociones que de reflexión. Somos de los pocos a quienes nos gusta Debord pero nos deleitamos con la sociedad del espectáculo. Si por lo menos se admitiera que la TV es una encantadora de serpientes. Como mucho, un encantador culto de serpientes reflexivas.
Porque, en segundo lugar, dentro de la primacía de lo privado sobre lo público y de las mercancías como relación-tipo, la TV ya no es (si alguna vez lo ha sido) un servicio público y esencialmente incita a la compra. Sobre la pérdida de significado de la palabra público en nuestra cultura ( o estatal, o gubernamental, o privado) han escrito otros más doctos que yo. Sobre el mercantilismo como regla de la TV Carlo Freccero lo ha explicado hace años: no es ella quien concede espacio a la publicidad, es la publicidad quien lo concede a la TV. La mercancía material o inmaterial, lo mismo da desde el punto de vista del mecanismo, rige todo el sistema. Y aquí Norma Rangeri añade – hasta ahora nadie lo había hecho con una tal furia y frialda – que la mercancía más utilizada en TV es el cuerpo femenino: trasero y senos, culo y tetas para decirlo al estilo actual, son el principal ingrediente. No las mujeres, que se trataría de otra cosa, sino algunas partes de nuestra anatomía, el rostro en tercer lugar. Con la complicidad más o menos forzada de nuestras hermanas de sexo – no solamente las azafatas-presentadoras y las «veline»//1 contornean con júbilo el trasero delante de la cámara que lo encuadra desde abajo, sino que las mejores presentadoras exhiben lencería y tirantes, mientras que ministras y profesionales se descubren alegremente piernas y escotes en Porta a Porte (oficina de prensa del parlamento). Italia se inclina delante del Vaticano y apenas vuelta la espalda se precipita no en lo erótico (demasiado complicado) sino en la astracanada. Por lo demás, saberlo y escribirlo no ha comportado ni siquiera para Freccero o Guglielmi producir gran cosa de distinto. Si bien el solo hecho de haberlo pensado – aún admitiendo que sea fácil hacerlo – ha hecho que acabaran marginados o directamente fuera.
Porque, en tercer lugar, y esto es una especificidad del país, a todos nuestros gobiernos, fueran de centro, centroderecha, centroizquierda o izquierda, el sistema les ha ido siempre bien. Ni siquiera han tratado de disimular su desvergonzada propiedad del tinglado. Ha sido propietario Bernabei por la Dc (¿por qué nos hemos escandalizado cuando Vespa ha reconocido que ésta era su editor de referencia?), se ha vanagloriado de serlo Silvio Berlusconi, continua siéndolo el centro izquierda en su primera y segunda edición. La idea de que un servicio público no significa servicio «de» o «al» gobierno ni siquiera roza a nuestra clase dirigente, o bien la roza en los convenios para luego desaparecer rápidamente en la práctica. Si no es del gobierno, la TV ha de ser de tal o tal otro empresario y viva la competencia – el público entendido como autonomía de quién produce y elaboración por parte del usuario, no tiene cabida. La lista que Norma Rangieri nos presenta o nos recuerda es sobrecogedora: chivatos y/o censura, terremoto, ni siquiera subterráneo, en cada cambio de equipo en el palacio Chigi, imposibilidad por parte de la colosal empresa que es la Rai de fabricarse un estilo, un equipo, de darse reglas que no estén a la escucha directa o interiorizada de los poderes en cargo.
Y sin embargo hubo un período, entre 1968 y a principios de los años setenta, durante el cual incluso en viale Mazzini fueron sacudidos por una ventolera. El corpachón reaccionó, hubo indicios de libertad y fantasía – pero ¿cuándo ha sido capaz de imponerse como autónomo? La izquierda, que por aquel entonces no estaba en el gobierno pero pensaba porque pesaba en el país, no tenía en mente otra cosa que quitar de en medio a la Dc, debido a lo cual emergieron sin incidentes el caballero («no haremos prisioneros») o el «negociemos» preferido de los excomunistas. Negociemos, se entiende, entre nosotros. Y puesto que la política misma ya no es un proyecto sino una clase que administra, ocupar el medio no significa ni siquiera darle una impronta sino situarse de forma estable en el vídeo, las caras propias y las de los vasallos, de los amigos e incluso de las compañeras de cama transitorias – y adelante todos. De vez en cuando hay una revelación, le sigue el escándalo de los bienpensantes, interviene la magistratura y el espectáculo continua.
No creo que en la época de una democracia menos incorpórea se estuviese mucho mejor, la escena era menos amplia, los conflictos más visibles, una izquierda todavía no quebrada, pero la izquierda presentada por el vídeo era siempre la de la clase dirigente. Pero en la época de los media que parecen como una ampliación de la recepción y de la participación, el terreno de la comunicación se ha vuelto más extenso, sus centrales de mando más descentralizadas e invasoras, la interlocución continua siendo solamente delegada, el máximo común denominador culturalmente hablando es cada vez más bajo, en medio del bullicio que con el fin de la historia ha eximido del deber de pensar.
¿Debía ser forzosamente así? No lo creo. En aquello que llamamos la esfera política, el gigantismo débil y cancerígeno de los poderes, es evidente que el terreno y los medios de la confrontación han cambiado. Ello no ha comportado un crecimiento de la confrontación sino del tumulto, como ocurre en la web, donde son bien pocos los intercambios de ideas dentro del griterío de millones de voces individuales que gritan para existir. Pero la web es libre, todos son iguales y por lo tanto, todos quedan anulados, mientras que la TV es una gran productora de bienes de consumo. Llegados a este punto no hay diferencia entre monopolio o duopolio. Si no se le garantiza una autonomía abierta y rigurosa no hay vía de escape del espectáculo miserable de los infinitos repartos del micrófono y de las innumerables zancadillas para que el adversario no llegue a él. Y el adversario que queda fuera es ilimitado.
Esto es lo que nos grita, con calma y sin piedad, Norma. No creo que haya muchos críticos que tengan «TV amigas», alguna consideración por alguien. Norma Rangieri no la tiene por ninguno y no debe serle fácil. Desde su heroico puesto de seis horas diarias – un trabajo agotador – delante de la pequeña y maléfica pantalla cuenta todo lo que ve y lo mucho que no se ve. Cosa que la mayor parte de los distintos directores, presidentes y consejeros no han hecho. Si hubiera un partido serio, que no concibiese el viale Mazzini como reserva de caza, le tomaría la palabra. Mañana, rápidamente.
NOTA T.: //1 Presentadoras de un célebre programa satírico de televisión, «Striccia la notizia», donde las «veline», mujeres medias desnudas, llevaban las noticias.
Rossana Rossanda es una escritora y analista política italiana, cofundadora del cotidiano comunista italiano Il Manifesto. Acaban de aparecer en Italia sus muy recomendables memorias políticas: La ragazza del secolo scorso [La muchacha del siglo pasado], Einaudi, Roma 2005. El lector interesado puede escuchar una entrevista radiofónica (25 de enero de 2006) a Rossanda sobre su libro de memorias en Radio Popolare: parte 1 : siglo XX; octubre de 1917, mayo 1968, Berlinguer, el imperdonable suicidio del PCI, movimiento antiglobalización, feminismo; una generación derrotada; y parte 2 : zapatismo; clase obrera de postguerra; el discurso político de la memoria; Castro y Trotsky; estalinismo; elogio de una generación que quiso cambiar el mundo.
Traducción para www.sinpermiso.info: Anna Garriga