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Terrorismo en Madrid: La versión de los medios

Fuentes: IzaroNews

El día 11 de marzo de 2004, exactamente dos años y medio después del derribo de las Twin Towers de Nueva York, se cometía en Madrid el más sangriento atentado terrorista jamás perpetrado en España y el segundo en Europa, tras el estallido en 1988 del vuelo 103 de Pan Am sobre Lockerbie, en Escocia. […]

El día 11 de marzo de 2004, exactamente dos años y medio después del derribo de las Twin Towers de Nueva York, se cometía en Madrid el más sangriento atentado terrorista jamás perpetrado en España y el segundo en Europa, tras el estallido en 1988 del vuelo 103 de Pan Am sobre Lockerbie, en Escocia. A partir de aquella siniestra mañana, los cuatro días comprendidos entre el 11 y el 14 de marzo marcaron una serie de hitos realmente históricos en la esfera de la comunicación social. Y si admitimos la premisa de que la comunicación es algo consubstancial para la democracia, habremos de añadir que ese lapso de tiempo pudo establecer un antes y un después en el devenir de la convivencia mundial. El domingo 14 de marzo, día de elecciones generales en España, se producía un giro político de gran trascendencia para este país y, por ende, para todo el mundo, habida cuenta de los equilibrios internacionales relacionados con la guerra de Irak y con la tensión entre Occidente y Oriente. Lo que en otro contexto hubiera podido quedar en un mero episodio de política interior resultó ser un conjunto de acontecimientos que han obligado a reflexionar al mundo acerca de una serie de cuestiones, muchas de ellas relacionadas con la comunicación. Dicho de otra manera, nunca más podrá abordarse el estudio de la comunicación institucional y de la comunicación política, sin tener en cuenta el referente que supusieron esos cuatro días de marzo.

Aunque muchas cosas deberán darse por conocidas, recordemos un elemento clave. El gobierno español monocolor, derechista y centralista, presidido por José María Aznar, se había alineado de forma incondicional con la política belicista de Bush, conjuntamente con los ejecutivos británico e italiano presididos, respectivamente, por Blair y Berlusconi, y frente a un eje franco-alemán comprometido con el sentir común de Naciones Unidas y crítico con la contundente intervención en Irak un año antes. La opinión pública española había vivido los últimos tiempos dividida en dos mitades, una de las cuales acataba silenciosamente los dictados de los hijos sociológicos del franquismo, mientras que la otra -compuesta por un variopinto mosaico de mentalidades, en el que hay que incluir como mínimo a toda la gama de las izquierdas, a los nacionalismos vasco y catalán, más o menos radicales, y a diversos movimientos sociales de nuevo cuño- aprovechaba cualquier ocasión para mostrar un rechazo rotundo al belicismo y a las actitudes monolíticas y prepotentes derivadas de una mayoría absoluta forjada cuatro años atrás. Las encuestas pre-electorales, publicadas hasta pocos días antes del atentado, daban por sentada una nueva victoria del Partido Popular y, si acaso, ponían en duda la revalidación de la mayoría absoluta por parte del candidato Mariano Rajoy, el elegido de Aznar para su sucesión. Y es que, a pesar de que la mitad opositora era la más ruidosa en la calle, la otra vivía extremadamente condicionada por una relativa bonanza económica y por el contundente y abrumador trabajo de propaganda realizado desde algunos medios privados de comunicación y, lo que es mucho más grave, desde la pública Televisión Española.

La desinformación como ejercicio

El día 11, minutos después de las siete y media de la mañana, unas cuantas bombas revientan los vagones de cuatro trenes de la red de cercanías de Madrid. La carrera de la información es a partir de ese momento muy rápida: pasados unos minutos de confusión, pronto se sabe que los muertos se contarían con un número de tres cifras (fueron finalmente cerca de 200) y que las bombas viajaban, junto con trabajadores y estudiantes que se desplazaban a la capital desde poblaciones de la periferia, en unas mochilas que habían sido colocadas estratégicamente, para maximizar el daño, por un grupo de jóvenes que habían conseguido pasar desapercibidos cuando subieron a los convoyes y descendieron de ellos en la estación de Alcalá de Henares.

Pero si la carrera de la información fue célere, más lo fue todavía la de la desinformación. No parece que pueda haber dudas acerca del cómputo que hizo el gobierno aznarista: si se alentaba la tesis de que el atentado tenía la autoría en Al Qaeda, el precio electoral por el apoyo a la guerra de Irak le podía costar muy caro; si por el contrario, se daba por descontado que estábamos ante la enésima actuación de ETA, la mano dura preconizada por el aznarismo contra los nacionalismos vasco y catalán (incluso para sus versiones más moderadas) podía ofrecer unos magníficos réditos en lo que a votos se refiere. A posteriori, los ya ex-ministros populares han jurado por activa y por pasiva que no hubo dolo en el engaño. Pero la gran mentira de facto comenzó a forjarse desde que el ministro del Interior, Ángel Acebes, hacía sus primeras apariciones públicas para explicar lo sucedido.

Debe reconocerse que, en las primeras horas, la prueba de cargo de la historia apuntaba a ETA, la organización armada del independentismo vasco más enloquecido, con más de mil muertos ya en su funesta cuenta. Incluso el jefe del gobierno nacionalista vasco, Juan José Ibarretxe -el más madrugador en su aparición pública- fue tajante en la atribución de la masacre a «esas alimañas», refiriéndose a sus compatriotas abrazados a la lucha armada. Pero pocos minutos después, el portavoz de Herri Batasuna, la organización ilegalizada que pasa por ser la cara política del terrorismo vasco, salía a la palestra para condenar el atentado y negar que hubiera de ser atribuido a ETA. La fuente, claro está, no podía merecer mucha fiabilidad en las esferas oficiales, pero comenzó a poner en cuestión lo que en un principio se daba por evidente.

Antes de mediodía ocurrían algunas cosas más, que comenzaban a hacer dudar a los analistas políticos y demás forjadores de opinión. Se repasaban los anteriores atentados de ETA y se recordaba que el de ese día no encajaba, en diversos aspectos, con el modus operandi de la organización. Y, sobre todo, ya a las once y diez, la policía encontraba aparcada junto a la estación de Alcalá una furgoneta que había sido robada previamente en un barrio con fuerte presencia de inmigración magrebí y que alojaba en su interior un teléfono celular (que se convertiría pronto en una prueba clave), siete detonadores, un guante, varias prendas de vestir y una cinta de casete cuya carátula estaba escrita en árabe.

El ministro Acebes, a pesar de conocer ya los indicios hallados por la policía, que decantaban rápidamente la balanza hacia la pista de Al Qaeda, se aferraba en sus sucesivas comparecencias públicas a la convicción de que la autoría del atentado correspondía a ETA. Las evidencias le obligarían a ir rebajando paulatinamente el énfasis de su tono. De un matutino «no cabe ninguna duda de que ha sido ETA» se pasó ya muy avanzada la tarde a un «no se descarta ninguna vía de investigación, pero la prioritaria sigue siendo ETA». Mientras tanto, sus compañeros de gabinete estaban trabajando febrilmente. La ministra de Exteriores, Ana Palacio, cursaba un telegrama a todos los embajadores con esta orden: «Deberá Vuestra Excelencia aprovechar aquellas ocasiones que se le presenten para confirmar la autoría de ETA de estos brutales atentados, ayudando así a disipar cualquier tipo de duda que ciertas partes interesadas puedan querer hacer surgir». Al mismo tiempo, en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, la presión española consiguió una resolución de condena que citaba a ETA, cosa que no se atrevía a hacer más que de una manera implícita el propio Aznar en una alocución televisiva. Pero Aznar sí que se ocupaba personalmente de otra cosa: él mismo telefoneaba a los directores de los principales periódicos de Madrid y de Barcelona para decirles textualmente: «no os quepa la menor duda: ha sido ETA». Y en palabras pronunciadas por él mismo y amplificadas por Acebes, «cualquier otra hipótesis es una intoxicación miserable».

La mentira puede tener un precio

Una de las muchas enseñanzas o recordatorios que nos ha traído esta crisis es que vivimos, para lo malo y para lo bueno, en un mundo globalizado. Y mientras el gobierno español del PP urdía esa política comunicativa de bajos vuelos, las agencias informativas internacionales se hacían eco de tesis muy diferentes. Aquí se puede apuntar, a propósito, que muchos españoles creyeron revivir durante aquellos días sensaciones similares a las experimentadas durante el franquismo, cuando tenían que leer Le Monde y sintonizar la Radio Pirenaica o la BBC para tratar de conocer lo que estaba ocurriendo en el propio país. Ya el mismo jueves del atentado, las televisiones y, en los días sucesivos, las portadas de los más prestigiosos periódicos de todo el mundo conferían un carácter internacional a los sucesos de España. Los ejemplos son innumerables, pero sirva como muestra una frase publicada por The Washington Post: «Hubo signos de que el Gobierno [español] estaba siendo, cuando menos, selectivo al revelar información.»

Sería ingenuo preconizar que los gobiernos no pueden mentir nunca, o que no pueden -por motivos de alta seguridad- esconder alguna verdad. Pero al mismo tiempo, hay que recordar que la mentira es una de las cosas que hace más vulnerables a los políticos. La opinión pública perdona con mayor facilidad los errores manifiestos que la ocultación de la verdad, y eso es algo que no deben olvidar nunca los gestores de las políticas de comunicación, trabajen éstos para gobiernos, instituciones, para empresas o para ONG. Si hasta ahora los tratados sobre comunicación política y sobre ética informativa solían evocar como anti-ejemplos el caso de los papeles del Pentágono sobre la guerra del Vietnam, o el del embargo de la información sobre la invasión de la bahía de Cochinos, a partir de ahora podrán añadir, como un clásico, el del fatal embuste de Aznar y sus adláteres. Fatal para la ética política, pero fatal incluso para sus propios intereses partidistas, por cuanto les resultó peor el remedio que la enfermedad.

Uso y abuso de los medios públicos

La televisión y, en menor medida, la radio crecieron en Europa a partir de un modelo donde fue preponderante la titularidad pública de medios de comunicación. Ello ha tenido luces y sombras. En un plato de la balanza, el positivo, podemos colocar la función que algunos de esos grandes medios (cuyo ejemplo más palmario ha sido la BBC británica) han ejercido como aglutinadores de una cohesión social y cultural, como agentes de la prestación de unos contenidos puestos al servicio del interés común y como garantes de un cierto nivel de calidad. En el otro plato de la balanza, el negativo, está sobre todo la dificultad que siempre ha existido para dar con fórmulas institucionales que preservaran a esos medios de la debida independencia y los alejaran de su fácil instrumentalización por parte de los gobiernos.

Televisión Española no ha sido una excepción en ese juego de tensiones. Nacida en las tinieblas del franquismo, a duras penas ha podido sustraerse a las acusaciones de estar sometida a mecanismos de presión por parte de los gobernantes de turno. Así sucedió durante la transición hacia la democracia, así continuó siendo durante los años de gobierno socialista y así ha seguido -quizá más que nunca- bajo la hegemonía del Partido Popular.

Desde el momento en que se produjo la matanza, TVE adoptó el sesgo informativo impuesto por el gobierno de Aznar y estuvo insistiendo en la atribución del atentado a ETA. El jefe de informativos, Alfredo Urdazi, que tenía ya en su currículum una sentencia judicial por haber informado poco y mal de una huelga general, asumía personalmente una serie de decisiones, desde luego criticadas por una buena parte de los periodistas que trabajaban a sus órdenes, que comportaban un sometimiento descarado a las directrices informativas del ejecutivo. Relacionar y analizar todos los pecados informativos que por acción o por omisión cometieron esos días TVE, la agencia estatal Efe y algunos otros medios privados, sometidos a la política gubernamentalista, daría material sobrado para una tesis doctoral. Bástenos aquí citar, a título de ejemplo, el increíble golpe de mano dado por la dirección de TVE, ya a última hora de la vigilia de las elecciones -cuando el Partido Popular se veía desbordado por los acontecimientos y por la opinión pública- de improvisar la emisión de… ¡una película sobre ETA!

El control de la información tiene unos límites y la manipulación puede ejercerse hasta cierto punto. En este caso, millones de personas pudieron verse afectadas por la voluntad de generar pensamiento único; pero todo parece indicar que a los francotiradores de la comunicación les salió el tiro por la culata.

¿Comunicación alternativa? ¿Reacción popular?

Es difícil explicar la mezcla de sentimientos que embargaron a los ciudadanos durante los días siguientes al atentado. Ahí estaba, claro está, el dolor por la muerte y la devastación; pero ese dolor era inseparable para muchos de una dimensión política. Para algunos, la acción terrorista era la confirmación de lo que venía preconizando el gobierno desde hacía días, meses y años: que solo con dureza extrema se podría terminar con el flagelo del terrorismo de ETA (aunque el malestar político de los últimos meses venía determinado por el hecho de que Aznar y compañía, con ese pretexto, metían en el mismo saco a todo el nacionalismo vasco, e incluso a toda la gama del moderado nacionalismo catalán, más proclive al pactismo: la frase «una España antes roja que rota», acuñada por un fascista, ha sido últimamente adoptada como uno de los lemas de la caverna neoliberal). Para otros, el atentado era, sin más, una consecuencia de la alineación de Aznar con los promotores de la intervención en Irak.

Así las cosas, el viernes 12 por la tarde, millones de personas salieron a la calle en diversas ciudades para protagonizar una de las manifestaciones más masivas que se puedan recordar. El silencio de las multitudes, predominante como actitud de duelo, era solo roto por el grito de algunos eslóganes espontáneos. El más repetido, un machacón «¿Quién ha sido?» dirigido a Aznar y los suyos. Treinta y seis horas después del atentado, y a partir de las informaciones que llegaban del exterior y de las que circulaban de boca en boca, cada vez eran más las personas que tenían la sensación de estar siendo víctimas de un monumental engaño. Aznar, que tuvo como acompañante en la marcha a su amigo Berlusconi, fue abucheado fuertemente en Madrid; y en Barcelona, los dirigentes del Partido Popular -minoritario en Cataluña- tuvieron que escaparse de la manifestación escoltados.

Pero lo más significativo de la reacción popular estaba por llegar. A mediodía del sábado, jornada de reflexión previa a las elecciones generales, comenzaron a circular mensajes por los teléfonos celulares. Algunos de esos mensajes se limitaban a denunciar la manipulación gubernamental. Otros convocaban a concentrarse al anochecer delante de las sedes del Partido Popular de las ciudades más importantes. Todos ellos terminaban con una súplica escueta y precisa: «Pásalo». Tal vez nunca se sabrá quien comenzó esas cadenas. Pero lo cierto es que tuvieron un éxito fulminante. Efectivamente, hacia las nueve de la noche eran ya miles las personas que acudían a la cita. Y aquellas que no habían recibido ningún mensaje telefónico, fueron convocadas por otro medio: el propio candidato del Partido Popular aparecía inopinadamente en Televisión Española, para denunciar esas manifestaciones por «ilegales» en una jornada de reflexión electoral.

Unos días después de las elecciones, el Fiscal General del Estado, que ya no era visto por muchos como una figura independiente del poder ejecutivo (como sería ortodoxo en una democracia pura con auténtica separación de poderes), antes de ser relevado de sus funciones puso un curioso broche a su gestión, pidiendo a los jueces que actuaran contra todos aquellos que participaron en manifestaciones en la jornada de reflexión, día en que está prohibido a los partidos que hagan propaganda electoral. Esa iniciativa pasará también a la historia como una de las más chuscas agresiones a las libertades de expresión, de reunión y de manifestación, de que afortunadamente gozan los ciudadanos españoles desde poco después de la caída de la dictadura. No parece que se puedan albergar muchas dudas sobre el hecho de que si alguien inclumplió la normativa electoral fue el propio candidato Rajoy. Era, posiblemente, una acción desesperada ante la constatación de que las cosas se estaban torciendo para su partido.

Se ha discutido mucho sobre el grado de espontaneidad atribuible a esa campaña perpetrada a través de los MSM o de los mensajes electrónicos que también circularon por miles. No hay ni qué decir que desde el ya tambaleante gobierno acusó enseguida a la oposición, y particularmente al Partido Socialista, de haberla cocinado maquiavélicamente. Desde luego, nos encontramos ante algo indemostrable. Sea como sea, resultaría arriesgado decir que estamos ante un nuevo fenómeno comunicativo de grandes potencialidades. Ciertamente, las nuevas tecnologías ofrecen a los ciudadanos posibilidades insospechadas para generar ciertos climas. Pero está por ver qué eficacia acabarán teniendo. Precisamente, el aparente éxito que tuvo la iniciativa popular en este caso puede ser el comienzo del fin de su eficacia. Cuando comencemos a recibir (y eso ya ha ocurrido) mensajes telefónicos convocándonos a movilizarnos por las causas más peregrinas, ¿qué crédito les vamos a dar? Una vez más, la previsible sobredosis de información puede convertirse en puro ruido.

Pero de momento, y aunque no pueda tomarse como un precedente, en este caso el invento pareció funcionar. Como es bien sabido, al día siguiente el Partido Popular perdía unas elecciones que, según todos los pronósticos, iba a ganar de calle. Politólogos y comunicólogos pueden devanarse los sesos eternamente para determinar hasta qué punto las perdió él solito con sus palmarias equivocaciones, o en qué medida surtió su efecto ese fenómeno del nuevo tam-tam tecnológico. Sirva como elemento para esa reflexión un dato significativo. Realmente, el Partido Popular perdió pocos votos en términos absolutos, apenas 700.000. Fue el PSOE, impulsado por un aumento muy notable de la participación, quien consiguió aumentar los suyos en unos tres millones. Sobre lo que no pueden abrigarse muchas dudas, pues, es que ciertos fenómenos relacionados con la comunicación decidieron en buena parte, unos por activa y otros por pasiva, los resultados de las elecciones.

Y unas cuantas cuestiones más

Hemos dicho anteriormente que solo el tema del seguidismo de las fuentes oficiales, por parte de ciertos medios de comunicación, daría materia más que sobrada para una tesis. Pero la crisis de esos particulares idus de marzo ofrece, sin apartarse de la esfera comunicativa, un variado ramillete de cuestiones que son dignas de numerosos estudios pormenorizados. Aquí nos limitaremos a inventariar algunas de ellas.

La publicación de fotos de muertos y heridos

La intensidad de los acontecimientos hizo palidecer en esta ocasión el eterno debate ético que suele darse cuando guerras, catástrofes naturales y accidentes llevan a la televisión y a las portadas de los periódicos imágenes crudas de las víctimas. Es un debate donde, como en tantas otras ocasiones de duda deontológica, se sitúa en un plato de la balanza el derecho del público a recibir una información completa y en el otro plato, cualquier derecho humano que también haya que respetar, en este caso el derecho a la intimidad y el derecho sobre la propia imagen.

Entre los argumentos más citados para denostar la publicación de ciertas imágenes suele esgrimirse, además del respeto a la privacidad de las víctimas, la innecesidad del testimonio gráfico para ofrecer una información suficiente y de calidad. Por el contrario, se arguye que no se puede sustraer al público la realidad del dolor humano y que la difusión de los daños actúa, en ciertos casos, como un antídoto contra la violencia.

En la situación que nos ocupa, no ha dejado de llamar la atención el contraste entre la publicación de las imágenes de las víctimas del atentado de Madrid y la actitud extremamente contenida de que hicieron gala los medios de comunicación de los Estados Unidos el 11 de septiembre de 2001. Entonces se alzaron voces de elogio hacia esa contención, pero no faltaron las que acusaron al sistema mediático imperial de acatar con ello una estrategia de la Casa Blanca, para evitar que los agentes del terrorismo pudieran ver publicitada su devastadora acción.

El uso político de documentos secretos

La misma noche de las elecciones, el día 14, el Partido Popular reconoció sin más su derrota. Pero ante la lluvia de acusaciones que le habían caído al margen de las urnas, y el correspondiente descrédito que suponía para sus dirigentes, algunos de estos dirigentes se desperezaron al día siguiente y comenzaron a reaccionar con diversas iniciativas. Una de ellas fue la ya mencionada de atribuir al PSOE el origen de las convocatorias llevadas a cabo a través de los teléfonos celulares. Otra, la desclasificación de algunos documentos del CNI, la agencia de los servicios de inteligencia españoles. Con ello pretendían demostrar que en la atribución del atentado a ETA no había existido una intención dolosa de mentir, sino que el gobierno se había limitado a trasladar a la opinión pública, con toda transparencia, la información disponible en cada momento. No hace falta ni decir que la hasta dos días antes oposición replicó en el sentido de que el gobierno en funciones había desclasificado tan solo aquellos documentos que le proporcionaban argumentos favorables.

No es este el lugar para hacer un juicio político de esas argucias, que el ministro del Interior y sus compañeros de gabinete usaron para, en palabras suyas, defender la honorabilidad. Pero sí que, siguiendo en la perspectiva adoptada, puede hacerse la reflexión sobre el uso democrático de la información reservada. Parece claro que las razones de seguridad pueden ser uno de los pocos motivos aceptables para restringir la circulación de informaciones de interés por parte de los servidores de la cosa pública. Pero queda abierta la polémica sobre quién y cómo puede controlar a los controladores. Es decir, hasta qué punto los medios de comunicación deben dar crédito a la espita gubernamental, cuando tan difícil puede llegar a ser distinguir en qué momentos un gobierno actúa realmente por motivos de seguridad o en cuáles lo hace por intereses partidistas.

La rumorología

Otro hecho aleccionador vino dado por la circulación de rumores. En la mayoría de libros de estilo de los medios de comunicación solventes se suele recordar que las informaciones deben ser verificadas y que un rumor, sin más, jamás debe ser elevado a la categoría de noticia. Pero hay situaciones en que la extensión de un rumor es tal que se hace difícil silenciarlo, aunque solo sea para informar solventemente de que puede tratarse de una patraña.

Al día siguiente de las elecciones comenzó a circular profusamente por internet una nota según la cual el gobierno de Aznar había intentado dar una suerte de «golpe de Estado» (sic) instando a la Junta Electoral a un aplazamiento de las elecciones, amparándose en el clima perturbador a que habían conducido las manifestaciones de protesta promovidas ante sus sedes. En realidad, la versión más difundida del falaz documento hablaba de la solicitud de que fuera declarado el estado de excepción, término que la habladuría internáutica convirtió rápidamente en un incruento golpe de Estado.

El director de cine Pedro Almodóvar presentaba aquel día su última película y, aparte de suspender alguno de los actos previstos con tal motivo, por causa del duelo por las víctimas del atentado, en la rueda de prensa que dio explicó, ni corto ni perezoso, que acababa de conocer esa información a través de internet (frivolidad de la que se disculparía unos días más tarde). La mayor parte de los medios de comunicación se guardaron de publicar el asunto, que les llegaba sin contrastación alguna. Pero algunos no pudieron sustraerse a su difusión, aunque solo fuera como una gracia del afamado cineasta.

¿Qué medios reales hay para conseguir una auténtica calidad de la información? ¿Cómo detener las falsedades en el mundo multimediático e instantáneo en que vivimos? ¿De qué sirve hablar de las bondades de la autorregulación, cuando los agentes de la mentira desbordan la capacidad de los informadores honestos? Ahí quedan esas preguntas.

Y «last but not least», hay un asunto que tal vez pueda parecer menor a algunos, pero que cobra día a día una particular importancia: el uso del lenguaje. De un tiempo a esta parte, está muy en boga hablar de la necesidad de usar un lenguaje políticamente correcto. No se puede hacer otra cosa que apuntarse entusiásticamente a ese desideratum, si con ello se contribuye a promover un periodismo de mayor cualidad. Otra cosa, que ahora pasaremos por alto, es temer que unas extremas precauciones para conseguir esa corrección puedan acabar por generar una producción periodística incolora, inodora e insípida, y que se acabe matando el genio comunicativo que debe tener, también, el buen periodismo.

No es necesario ser un gran experto en filosofía del lenguaje para entender que las palabras muchas veces no son neutrales. Existen algunos estudios que han denunciado cómo puede llegar a ser de tendencioso, o como mínimo eufemístico, el uso de términos «comunidad internacional», «fuego amigo» o «daños colaterales» puestos en liza en las últimas grandes conflagraciones. Pues bien, en la crisis española de esos días de marzo hubo también ejemplos de usos equivocados o peligrosos de ciertos términos.

El más inquietante de esos ejemplos es el uso poco cuidadoso del término «Islam» y sus derivados: hablar de la «pista islámica», de la «autoria islámica», de la «amenaza del Islam», etc. Eso, en un país con una afluencia tan grande de inmigración magrebí, como lo es actualmente España, puede relanzar las tentaciones xenófobas. Maleen Arnárez, la defensora del lector del diario El País, recogió en una documentada crónica la opinión al respecto de algunos expertos, que tenían opiniones divergentes sobre los términos «islámico», «islamista», «yihadista», etc. Es, ciertamente, una cuestión complicada, pero la complejidad no puede ser pretexto para que los medios abdiquen de sus responsabilidades. Unas fechas después de los días de autos, unas cuantas personas de apariencia e indumentaria árabe realizaron una pequeña manifestación en la Plaza de Cataluña, en Barcelona. Eran pocos y las personas que pasaban por allá les miraban con cierta indeferencia. En las humildes pancartas que llevaban podía leerse: «El Islam no mata». Se les veía compungidos. Y es que tal vez alguna de las chicas que estaban allí con su shador era la que dos días antes, cuando se dirigía a su trabajo en autobús, había escuchado estremecida cómo alguien a su lado musitaba la palabra «asesina».