«Un pistolero palestino dispara a matar en Jerusalén», titula la primera página de El Mundo digital de esta mañana. Después la vista recula hacia la entradilla montada sobre el encabezamiento: «Al menos una persona herida»; a continuación, los que tenemos la paciencia de leer el grueso de la noticia, nos enteramos de que la única […]
«Un pistolero palestino dispara a matar en Jerusalén», titula la primera página de El Mundo digital de esta mañana. Después la vista recula hacia la entradilla montada sobre el encabezamiento: «Al menos una persona herida»; a continuación, los que tenemos la paciencia de leer el grueso de la noticia, nos enteramos de que la única víctima mortal de esta acción ha sido precisamente su ejecutor. Dejemos a un lado el término «pistolero», cifra de la violencia irreductible, tan despolitizador que legitima en sí mismo cualquier respuesta, tan negativamente plano que se evita incluso para los locos indiscriminados que matan en los colegios y restaurantes de EEUU; no atendamos tampoco al hecho de que los palestinos asesinados El Mundo los contaba ayer -a medida que, hora tras hora, iba creciendo su número- a pie de página, en el bolsillo de atrás de «Otras Noticias».
Más sutil aún, hay que prestar atención al terrorismo sintáctico, a la torsión o tortura de las frases en su estructura misma. ¿Hemos reparado alguna vez en que los palestinos son siempre los «sujetos», activos o pasivos, de todas las oraciones? «Un pistolero palestino dispara a matar en Jerusalén», «Un palestino muere como consecuencia de un intercambio de disparos con el ejército israelí». ¿Percibimos toda la distancia que media entre decir «Un colono judío mata a tiros a tres palestinos» y decir, en cambio, «Tres palestinos mueren a manos de un colono judío?». El verdadero «agente» de todos los problemas en Palestina se retira a posiciones sintácticas retrasadas y, allí agazapado, borra todos los rastros de su responsabilidad. Los palestinos matan (decisión alboral, libre, irrumpiente, negativa); los palestinos mueren -como si fuera una ley de la naturaleza. Los palestinos, en efecto, siempre mueren a consecuencia de (el más volátil de los «causales») un misil lanzado desde un helicóptero; a continuación de una incursión de tanques en Nablus; después de un tiroteo entre fuerzas de Al-Fatah y soldados israelíes. ¿Quien los ha matado?
Si yo digo que mi abuela murió pocos minutos después del comienzo de los bombardeos sobre Afganistán, a nadie se le ocurrirá establecer una relación hipotáctica entre los dos acontecimientos y echar la culpa a los B-52 norteamericanos. El terrorismo sintáctico yuxtapone dos acciones que están relacionadas, en cambio, por una indisoluble relación causal. «Tres niños palestinos mueren en el hospital después de una incursión israelí»: el lector tiene que hacer un esfuerzo para restablecer el verdadero sujeto, semántico y moral, de esta frase. Esos niños, ¿no habrán muerto de sarampión? ¿No se habrán caído de una tapia? En Palestina se dan todos los días coincidencias como las de mi abuela, con una frecuencia tal que sorprende que no haya más especialistas en parapsicología en las calles de Jerusalén.
«Siete jóvenes palestinos mueren de muerte natural después de que un obús israelí pulverice su casa». «Una mujer palestina se derrumba, víctima de un paro cardíaco, al mismo tiempo que un soldado le dispara al corazón». Nada más paradójico que el que los periodistas hayan acabado refugiándose, sin saberlo, en la filosofía del viejo musulmán Algacel (o Al-Gazzali, muerto en 1111), el cual para defender la libertad absoluta de Dios se vio obligado a negar los encadenamientos causales; contemporáneas o sucesivas, la Ocupación y la Intifada, los disparos israelíes y los niños reventados no guardan entre sí ninguna relación. Dios es libre de hacer lo que le dé la gana y de ligar dos fenómenos como se le antoje; Israel sólo parece culpable porque, en nuestra escala cronológica convencional, los disparos preceden a los muertos. Pero, ¿no bastaría que los palestinos se murieran primero y que los israelíes dispararan después para que se nos revelase, como a los periodistas, toda la inocencia del Ocupante?
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Fuente: del libro Torres más altas, Numa Ediciones (Valencia 2003) – ISBN: 9788495831057
Artículo original publicado el 24 de octubre de 2001
Santiago Alba Rico es un autor asociado a Tlaxcala, la red de traductores por la diversidad lingüística. Este artículo se puede reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor y la fuente.
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