La realidad se me presentó ayer de golpe en la forma de mensajes de texto, enviados por teléfono móvil, por los espectadores de un «programa de debate» de televisión (el de la noche del 15 al 16 de noviembre de 2007, en la cadena Antena 3), de cuyo nombre no puedo ni quiero acordarme, dedicado, […]
La realidad se me presentó ayer de golpe en la forma de mensajes de texto, enviados por teléfono móvil, por los espectadores de un «programa de debate» de televisión (el de la noche del 15 al 16 de noviembre de 2007, en la cadena Antena 3), de cuyo nombre no puedo ni quiero acordarme, dedicado, en su primera parte al menos (la única que pude soportar), al incidente diplomático entre Hugo Chávez, presidente de Venezuela y el rey de España, quien en la reciente cumbre iberoamericana celebrada en Santiago de Chile increpó a aquél con la ingeniosísima majeza de «¿por qué no te callas?» (¿no se ha dicho siempre que es muy sencillo, que es como uno más?: nunca como en ese momento).
Se trataba de uno de esos presuntos «programas de debate», en los que en realidad no hay ninguna posibilidad de contraste de ideas (al estilo de lo que ocurría, por ejemplo, en mi añorado «La Clave», de Balbín), sino que sólo son pretexto y escenario de auténticos reality shows en los que el objeto y el guión del espectáculo consiste precisamente en el supuesto debate. Es decir, lo importante no es ya, en ninguna medida, el contenido del debate en general, ni las posturas en que se exprese dialécticamente el mismo, sino la forma del debate, el cauce en que dicho debate se manifiesta -con la consecuencia ineludible del empobrecimiento radical, consustancial, del pensamiento y de su expresión-, degenerando en inexorable trifulca, cuanto más chabacana mejor: más a la altura del que suponen espectador medio. El resultado es, por supuesto, muy rentable desde varios puntos de vista: el medio emisor se vanagloria de que en esa cadena -la que sea-, se incluye programación «seria», de contenido «serio»; por otro lado, con esa fórmula, viene a resultar que esa programación «seria» está tan bien concebida y tan bien hecha que puede competir con la «telebasura» de otras cadenas; los telespectadores pueden a su vez adquirir un mejor concepto de sí mismos pensando que ellos no pierden el tiempo con programas de casquería, sino que se interesan por los más elevados temas; y los interesados en que el debate no llegue demasiado lejos y no entre en ciertos pormenores consiguen que el mensaje más adecuado sea recibido en términos lo más esquemáticos que sea posible y sin contestación articulada -porque ¡ay de quien pretenda introducir un poco de orden y rigor en la contienda!-, manteniendo así la unidad del lenguaje y del discurso.
Lo de menos, pues, son los contertulios que intervenían en el debate, entre quienes estaban un abogado y (de profesión) famoso llamado Javier Nart; Pilar Rahola, ex política y también famosa, quien -¡imaginen en qué consistió su intervención!- se vio en la necesidad de recordarnos a todos que en realidad ella profesaba convicciones republicanas, a pesar de lo que tuvo la ocurrencia de decir; Raúl Moragas, político del PP; y un tal Adriansens, cubano ferviente anticomunista (eso es todo lo que se pudo sacar en claro de su confuso «discurso»); por citar sólo aquellos nombres que, por serme ya conocidos de antes, puedo ahora identificar. Había también, por ejemplo, dos invitados especiales venidos de Venezuela: una periodista de allí, cuyo nombre decidí no retener; y un joven español que, según deduje, era asesor del gobierno venezolano y cuyo nombre lamento no recordar -iba, el pobre, con un ejemplar de la constitución venezolana y de las enmiendas que se pretenden, dispuesto a emplear ese material en el debate para contrarrestar lo que viene diciéndose contra toda verdad (¡pensaba el ingenuo, sin duda, que bastaría con leer lo escrito para desmentir las falsedades acerca de lo escrito!)-.
Pues bien, como quiera que no soy aficionado a la televisión en general, ni a ese tipo de programas en particular, nunca me había molestado en detenerme en ninguno de ellos, por lo que asistí al espectáculo con la sorpresa y la candidez de la primera vez (y última). Resultaba que, como había visto en muchas ocasiones al pasar de una cadena a otra en busca de algo digerible, en dicho programa también se ofrecía a los telespectadores la posibilidad de remitir con el móvil mensajes SMS con la opinión correspondiente mediante la sencilla fórmula de comenzarlo con una determinada clave y enviarlo al número que se exponía en la pantalla. Ante la imposibilidad de digerir la falsedad, la estupidez y la ruindad (las tres cosas juntas) de las opiniones que vertían (o, mejor, cometían) los contertulios que hablaban -concretamente, los cuatro citados por sus nombres y también, muy en particular, un sujeto de mediana edad con traje y media melenita, que, sobre la base de los lugares más comunes del pensamiento único, hizo el más vil de los discursos contra el Sr. Chávez-, concentré mi atención en los mensajes que aparecían, en rápida sucesión, al pie de la pantalla.
Me sorprendieron varias cosas. En primer lugar, me sobrecogió la entristecedora unanimidad (había tan pocos mensajes disidentes que deben despreciarse a estos efectos) en defender la intolerable conducta del monarca, considerándola como una genuina manifestación de firmeza y patriotismo, en lugar de como una lamentable carencia de recursos intelectuales y de conocimiento y asunción de sus propios límites institucionales. Es decir, en lugar de opinar que el rey había perdido los papeles, no paraban de aparecer mensajes con vivas al rey y vivas a España, con constantes alusiones a los atributos sexuales que prolongarán el vergonzante régimen monárquico. El panorama era desolador: eran mayoritarias las opiniones inspiradas por auténticas tendencias fascistas, expuestas sin sonrojo, indicadoras de hasta qué punto están extendidas esas tendencias entre los jóvenes -era evidente que los mensajes procedían de manos ágiles, de espectadores con el cerebro poco desarrollado, con destreza en el manejo de las nuevas tecnologías y de los lenguajes reducidos, y con la osadía de la ignorancia mayúscula: eran jóvenes-. Como experiencia sociológica resultó completamente reveladora. Vivimos tiempos más que peligrosos. Como dijo Umbral en su discurso de recepción del Príncipe de Asturias (¿sólo yo siento náuseas al oír o decir el título del premio?), «estamos rodeados». Sólo recuerdo tanta unanimidad mediática y, por tanto, sociológica, en la coyuntura histórica de la primera Guerra del Golfo, de Felipe González.
Hace unos días participé en una conversación en la que alguien sostuvo que el PP se equivoca flagrantemente al enfocar su estrategia electoral, pues está ofreciendo su cara más extrema, su más descarnada tendencia ultra, con Acebes y Zaplana como guardia pretoriana de Rajoy, quien, además, ha perdido ya toda imagen de socarronería y campechanía que le podía granjear algunas simpatías entre los votantes menos avisados. Repliqué yo entonces que, muy al contrario, lo que había hecho el PP era, sencillamente, apostar fuerte: no saben si ganarán, pero si ganan, lo habrán conseguido con este discurso filofascista, sin caretas, sin hablar catalán en la intimidad, y se pondrán a cumplir su programa, sin más. Es decir, no sólo quieren ganar, quieren ganar siendo como son. Pues bien, lo que revelaban los mensajes resultaba aterrador: ¡pueden ganar, y lo saben!
En segundo lugar, la forma de los mensajes era, en sí misma, todo un cursillo de realidad. Sabemos que hay una serie de códigos que reducen las letras necesarias para construir el mensaje (así, por ejemplo, se usa «xq» en lugar de «porque» o de «para que», según el contexto). La lógica de estos usos reside en la necesidad de abreviar las pulsaciones de teclas del teléfono, sacrificando el rigor del lenguaje a las diosas agilidad y comodidad -así nació, seguramente, nuestra «ñ»-. Lo que ya no encaja dentro de ese esquema es sustituir la «y» por la «ll» -podría entenderse al revés: sustituir la «ll» por la «y», como en «ya yego», porque así nos habríamos ahorrado una letra-, pues eso sólo puede explicarse como lo que es: una lamentable falta de ortografía, toda vez que en lugar de ahorrar letras, las habríamos ampliado estúpidamente; pura ignorancia, por tanto. Pues bien, los mensajes, en su inmensa mayoría, incurrían en ese tipo de atentados, que no podían explicarse por el medio utilizado ni por la rapidez de la escritura, sino sólo por la calidad intelectual del sujeto emisor (por ejemplo, sería absurdo tratar de argumentar que en lugar de «rey» se escribiera «rei» por comodidad o por la celeridad de la emisión, porque en ello habríamos empleado el mismo número de letras, con el mismo número de pulsaciones, además, en el teléfono).
De la misma manera, el nivel intelectual que se deducía del contenido de los mensajes venía a ser el correspondiente al nivel formativo exhibido en su forma: ínfimo. Por supuesto, era previsible que, en general, quien esté dispuesto a perder el tiempo y la inteligencia en la atención a programas como ése, no tenga gran afición a la lectura ni al análisis de la información. Pero resultaba ciertamente abrumadora la vaciedad de los mensajes enviados, generalmente limitados a exabruptos, vítores y graves insultos a Chávez, y algunas veces abiertamente partidarios del linchamiento y el magnicidio (del tipo, y cito textualmente, «hay que matarlo»), sin que dejaran de ser curiosos, por paradójicos, los mensajes del tipo (esta vez no cito textualmente) «ese cabrón sólo sabe insultar a los demás estoy orgullosa de ser española», o «ese tirano de mierda nos ha insultado a todos viva el rey», etc. No me resultó sorprendente, sin embargo, que los mensajes que me parecían apoyados en algún soporte reflexivo, aun dentro de las opiniones contrarias a las mías (ya he advertido que voy a despreciar por prácticamente inexistentes las que no incurrían en insultos a Chávez o en adhesiones incondicionales a «sm», como solían referirse a «su majestad»), fueran aquéllos en los que el remitente se identificaba como procedente de algún país iberoamericano, señaladamente Ecuador y Venezuela -así, por ejemplo, y siempre hablando en términos muy generales, venían a tener en cuenta que Chávez había sido elegido democráticamente en varias ocasiones, de modo que sus críticas tenían en cuenta la información básica, excluyendo, pues, la calificación de «dictador» para referirse a él, y reservándole la de «comunista», como si eso fuera un insulto-. En todo caso, hay que insistir en ello para ser justos, he de advertir que todo lo anterior se basa en la rapidísima visión de unos mensajes que por su propia naturaleza son muy breves (estoy hablando de SMS, acrónimo que, si no me equivoco, incluye la expresión short message) y cuyo contenido ha de ser, por fuerza, esquemático, de modo que lo que estoy exponiendo son meras impresiones, basadas en mínimos indicios que ni siquiera se pueden concretar y que actúan a un nivel casi subconsciente o puramente intuitivo, de modo que son tan radicalmente subjetivas que ni me molestaré en defender su consistencia.
Pero lo que más me sorprendió de todo fue el hecho de que yo mismo, para evitar tanta unanimidad y, sobre todo, para expresar mi estupor por el hecho de que nadie expresara ni la menor crítica a «sm», me sumé a la riada de mensajes diciendo que me avergonzaba de los mensajes que estaba leyendo y que lo que había pasado era que «sm» había tenido muy mala educación, y, retórico, preguntándome para cuándo la III República -omití cuidadosamente expresar lo que de verdad pienso de la monarquía en general, y de la española en particular, para no incurrir en injurias graves a «sm»-.
En seguida recibí un mensaje confirmatorio de mi envío; leo: «gracias por enviarnos su opinion, permanezca atento a la pantalla. ¿POR QUE NO TE CALLAS? El sonido que arrasa YA en tu movil! Envia CALLAS al 343«. Lo he reproducido tal cual, con los signos ortográficos que lleva y sin los que no lleva. Hay que reconocer que el tratamiento telefónico del tema era, desde luego, coherente con el planteamiento general del programa: la banalización más escandalosa y estúpida del problema a debatir; el orgullo, se podría decir, de la imbecilidad del espectáculo que se propone.
Pues bien, permanecí atento a la pantalla (sometiéndome a un verdadero trato inhumano y degradante), por la mera curiosidad de ver si al final aparecería mi mensaje, que mínimamente introdujera un atisbo de posición alternativa a la inundación de mensajes monocordes, dóciles y perfectamente orquestados para arropar la metedura de pata del rey. En torno a las dos de la madrugada el espacio televisivo dio por terminado ese tema y pasó a publicidad sin que, por supuesto, hubiera aparecido mi mensaje, seguramente por falta de tiempo ante la avalancha de gente con ganas de opinar cosas tan dispares como (todas las frases siguientes son interpretaciones libres de la impresión recibida) «viva españa, viva el rey», «viban ls cojones dl rei», «viva ntro rei», «viva el rey de españa, estoy orgullosa, x fin alguien c 2 cojones», «ya era ora q algn dijera a Chvz q se caye», etc. No reproduzco, es cierto, pero no exagero ni en el fondo ni en la forma. Están aquí, son así, y son muchos más de lo que creía. Y lo dominan todo: el lenguaje y el discurso, el medio y el mensaje. Ya están aquíiii.