Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
El periodismo empotrado se ganó una mala reputación en Irán y Afganistán. La frase llegó a evocar una imagen del corresponsal supuestamente independiente que se somete a mentores militares que le entregan información cuidadosamente dosificada de un optimismo absurdo sobre el desarrollo de la guerra. Para muchos, el periodista empotrado es un retorno grotesco al reportaje al estilo de la Primera Guerra Mundial, cuando la horrenda carnicería en las trincheras era presentada como una serie de progresos sabiamente planificados por los generales británicos.
Muchas afirmaciones contra el sistema de «empotrar» periodistas, sobre todo con los militares estadounidenses o británicos, son injustas. Acompañar a los ejércitos en el terreno es usualmente la única manera de descubrir lo que están haciendo o piensan que están haciendo. Tampoco existe una alternativa obvia para que los corresponsales operen actualmente. Ya que al-Qaida y los talibanes consideran que los periodistas extranjeros son rehenes potenciales, es imposible circular por Iraq o Afganistán sin correr extremo peligro.
No fue siempre así. Cuando comencé a escribir artículos en Irlanda del Norte a comienzos de los años setenta, era probablemente más seguro ser periodista que cualquier otra cosa. Solía bromear que los recién formados grupos paramilitares nombraban un encargado de prensa antes de comprar un fusil. Pocos años después, en el Líbano, las milicias daban cartas a los periodistas permitiendo que pasáramos con seguridad a través de sus puntos de control. Los libaneses son un pueblo que lee periódicos y yo solía distribuir periódicos locales como un gesto amistoso a milicianos aburridos en turno de guardia. Pero también fue en el Líbano donde desde 1984 grupos respaldados por Irán comenzaron a secuestrar periodistas como manera efectiva de presionar a gobiernos y publicitar la causa de los secuestradores.
En estas circunstancias, la dependencia excesiva del «empotrado» como método primordial de juntar información podrá ser inevitable, pero produce un cuadro sesgado de los eventos. Los periodistas no pueden evitar que reflejen en cierto grado el punto de vista de los soldados que acompañan. El hecho mismo de que están con un ejército de ocupación significa que el periodista está limitado a un segmento pequeño y atípico del campo de batalla político-militar.
El «empotramiento» también limita la ubicación y el movimiento. Iraq y Afganistán son esencialmente guerras de guerrilla. Y el comandante de guerrilla exitoso evitará combatir a la principal fuerza del enemigo y en vez de eso atacará en el lugar donde su oponente es débil o carece por completo de tropas. Esto significa que puede suceder que el corresponsal empotrado con las unidades militares estadounidenses o británicas se pierda o malinterprete etapas cruciales del conflicto.
Gran parte de las informaciones en los medios británicos y estadounidenses en Afganistán desde 2006 han tenido que ver con escaramuzas en baluartes talibanes como las provincias Helmand y Kandahar en el sur del país. Los problemas son reducidos frecuentemente a cuestiones casi técnicas o tácticas sobre cómo hacer frente a bombas al borde de la ruta o a la falta de equipo. Hasta hace poco, hubo pocas informaciones o explicaciones del motivo por el cual los talibanes han podido extender su control hasta los suburbios de Kabul.
A finales de 2001, en los días siguientes a la derrota de los talibanes, logré conducir de Kabul a Kandahar sin oír un solo tiro. El año pasado no me pude mover sin riesgo más allá de la última comisaría del sur de la capital. A unos kilómetros, por el camino a Kandahar, patrullas de talibanes en motocicleta estaban estableciendo bloqueos de ruta temporales y controlando a todos los que pasaban.
Este año es peor. Los talibanes tratan, con bastante éxito, de contrarrestar la ofensiva aliada en el sur extendiendo su control en el norte de Afganistán, tomando el control de gran parte de las provincias Kunduz y Baghlan y cortando las rutas de aprovisionamiento de la OTAN a Tayikistán y Uzbekistán.
Justo antes de la guerra de 2001, viajé por las montañas del Hindu Kush desde el norte de Kabul a través de la provincia Badakhshan en el noreste de Afganistán a Tayikistán. El viaje duró cuatro días pero no hubo talibanes, aunque todavía controlaban gran parte del resto de Afganistán. Hoy no podría hacer el mismo viaje porque incluso en Badakhshan, predominantemente tayika y supuestamente antitalibán, los insurgentes comienzan a hacer avances.
Un peligro del «empotramiento» es que coloca a los periodistas en el sitio equivocado en el momento equivocado. En noviembre de 2004, marines estadounidenses invadieron la ciudad de Faluya al oeste de Bagdad, que había sido capturada por insurgentes. Las tropas fueron acompañadas por casi todos los miembros del cuerpo de prensa de Bagdad, que corrían considerable riesgo personal. Sus informes y fotos de la batalla fueron convincentes y el resultado fue una indudable victoria para EE.UU.
Pero los informes sobre el éxito estadounidenses fueron engañosos porque los insurgentes habían utilizado la concentración de fuerzas de EE.UU. alrededor de Faluya para lanzar su propio ataque contra la ciudad mucho mayor de Mosul, en el norte de Iraq, que capturaron brevemente. El ejército y la policía huyeron, 30 comisarías fueron ocupadas, y armas por un valor de 40 millones de dólares fueron capturadas por los insurgentes. Considerando que Mosul es, por su tamaño, la tercera ciudad de Iraq, fue un sorprendente revés para las fuerzas dirigidas por EE.UU., pero pasó virtualmente sin mencionarse ya que no había tropas estadounidenses presentes y por lo tanto tampoco había periodistas empotrados.
Hay una desventaja más sutil del «empotramiento»: lleva a los periodistas a ver los conflictos en Iraq y Afganistán sobre todo en términos militares, mientras que los eventos más importantes son políticos o, si son militares, pueden tener poco que ver con fuerzas extranjeras. Se ha convertido en un artículo de fe entre muchos en EE.UU. que los militares estadounidenses terminaron por ganar la guerra en Iraq en 2007-2008 porque adoptaron un nuevo conjunto de tácticas y enviaron 30.000 soldados adicionales en lo que se conoció como «oleada». Las bajas de las tropas de EE.UU. bajaron a cero y las de los iraquíes cayeron de sus anteriores niveles horrendos. Esta explicación fue profundamente satisfactoria para la autoconfianza nacional estadounidense y rescató la reputación del ejército de EE.UU. En los meses antes de la elección presidencial de 2008, fue imposible que un político estadounidense sugiriera que la «oleada» no había tenido éxito sin provocar acusaciones de falta de patriotismo.
Sin embargo, los acontecimientos que terminaron con lo peor de los combates en Iraq tuvieron en su mayor parte poco que ver con EE.UU., que sólo fue uno de los protagonistas en una batalla compleja. Los ataques contra los militares estadounidenses provenían casi por entero de insurgentes árabes suníes, pero en 2007 los suníes estaban siendo derrotados en gran medida por las fuerzas de seguridad y milicias predominantemente chiíes y ya no podían permitirse seguir combatiendo también a los estadounidenses. Al-Qaida había ido demasiado lejos al tratar de controlar a toda la comunidad suní. Los suníes eran expulsados de Bagdad, que ahora es una ciudad con una abrumadora mayoría chií. Ante el peligro de aniquilación de su comunidad, los insurgentes suníes cambiaron de lado y se aliaron con los estadounidenses. En este contexto EE.UU. tuvo la posibilidad de enviar pequeños grupos de soldados a áreas suníes que desesperaban por encontrar defensores contra escuadrones de la muerte chiíes y comandantes de al-Qaida que exigían que enviaran a sus hijos a la lucha.
Pero ese tipo de tácticas no puede reproducirse en Afganistán, donde las condiciones son muy diferentes. A pesar de todo, hasta hace unos meses se había convertido en la sabiduría aceptada de las páginas de opinión y de los presentadores de televisión estadounidenses que el ejército de EE.UU. había encontrado una fórmula de uso general para la victoria en sus guerras posteriores al 11 de septiembre. El autor de la victoria, el actual comandante estadounidense en Afganistán, general David Petraeus, se convirtió en el oficial militar más popular, prestigioso e inconmovible de EE.UU. El que las tácticas de la ‘oleada’ no hayan dado resultados en el sur de Afganistán hasta la fecha ha comenzado a debilitar esa fe en la nueva estrategia, pero la política estadounidense y británica sigue basada en la ‘oleada’: fuerzas extranjeras apoyadas por tropas afganas obtendrán el control en el terreno; lo retendrán e impedirán que vuelvan los talibanes; y luego, finalmente, entregarán el poder a los soldados y policías afganos y a los funcionarios enviados por Kabul.
Es poco probable que llegue a suceder de esa manera algún día. Como en Iraq, las acciones militares sobre el terreno en Afganistán no tienen mucho sentido si se separan del acontecer político. La corrupción del gobierno afgano es tristemente célebre y los gobernantes están considerados por la mayoría de los afganos como una colección de mafiosos. Todos los informes en los medios sobre acciones de pequeñas unidades cuyo objetivo final es imponer la autoridad de Kabul en el sur de Afganistán tienen poco sentido, ya que el gobierno es tan débil que apenas existe. En casi un 80% del país el Estado no existe.
«La realidad de la guerra en Afganistán», me dijo un diplomático, «que nunca es revelada por el periodismo empotrado, es que un 60% de los soldados del gobierno afgano enviados a Helmand o Kandahar desertan lo antes posible. Son mayormente tayikos aterrorizados ante la idea de ser enviados al sur pastún. Los sacan de los campos de entrenamiento, los colocan en autobuses y echan el cerrojo a las puertas antes de decirles a qué lugar los envían.» Pero son esos mismos soldados aterrados, que a menudo ni siquiera hablan el lenguaje de la gente del lugar, los que constituyen el núcleo del plan de la OTAN para la victoria en Afganistán.
Vale la pena preguntar hasta qué punto se ha informado bien sobre las guerras de Iraq y Afganistán. ¿Podría obtener el lector o televidente medio una idea aproximada de lo que ha estado sucediendo en ambos países durante los últimos ocho años?
Es fácil informar sobre las guerras, pero es difícil hacerlo bien. Las guerras provocan tales pasiones que los editores y los principales productores en las centrales frecuentemente dejan de reflejar el sano escepticismo del periodista. Presentan ideas demasiado simplificadas sobre el tema de la historia, sea «victoria lograda con esfuerzo» o «parálisis sangrienta». Televidentes y lectores esperan que el conflicto contenga drama y piensan que saben cómo es. Las primeras fotos de las guerras de Afganistán en 2001 y de Iraq en 2003 estaban dominadas por instantáneas de grandes llamaradas provenientes de misiles que estallaban en Bagdad y Kabul.
Pero ese melodrama era engañoso, ocultaba lo que había sucedido en realidad. El factor más importante de esas dos guerras fue que apenas tuvieron lugar en su primera etapa de guerra convencional. Los combatientes talibanes desaparecieron hacia sus aldeas o cruzaron la frontera hacia Pakistán. En Iraq la mayoría de las unidades de elite mimadas por Sadam Hussein se disolvieron y se fueron a casa lo antes posible.
Fue muy difícil informar sobre todo esto a las redacciones en aquel entonces. Las organizaciones noticiosas se preparan para la guerra y se sienten desilusionadas cuando se les dice que no pasa gran cosa. Yo seguí a los talibanes en retirada de Kabul a Kandahar en el año 2001 y vi pocos combates a lo largo de la ruta. En una ciudad importante como Ghazni había media docena de talibanes muertos, en su mayoría en tiroteos por la propiedad de coches del gobierno. En Iraq, 18 meses después, había numerosos tanques quemados del ejército iraquí en las carreteras pero, al mirar al interior, habían sido casi todos abandonados antes de que fueran destruidos por ataques aéreos.
Los gobiernos de EE.UU. y Gran Bretaña sacaron precisamente las conclusiones equivocadas del hecho que los talibanes y el ejército iraquí no hayan combatido. En ambos casos, se había advertido al presidente Bush y a Tony Blair de que se estaban metiendo en un cenagal y en su lugar parecía que habían logrado victorias fáciles. Creyeron, de manera arrogante, que controlaban los acontecimientos mientras que en realidad no fueron otra cosa que protagonistas poderosos que deberían haber prestado atención a la manera en que los afganos, iraquíes, iraníes, sirios y paquistaníes estaban reaccionando ante sus acciones. Su ceguera es fácil de criticar en retrospectiva, pero entonces en aquel momento el sentido de omnipotencia estadounidense fue compartido por la mayor parte de los medios de EE.UU.
En un aspecto consideré que fue más fácil informar sobre Iraq que sobre la guerra afgana. En Gran Bretaña la división fue tan profunda sobre la guerra que desde el comienzo hubo numerosos escépticos dispuestos a creer que el gobierno les estaba mintiendo y que el proyecto iba por mal camino. Los corresponsales estadounidenses tuvieron una tarea más difícil porque sus salas de redacción todavía estaban preocupadas de que no las considerasen poco patrióticas hasta bien avanzado el año 2005. Tres años después, los corresponsales estadounidenses en el terreno se sentían frecuentemente desanimados al ver que autoproclamados expertos en Iraq afirmaban firmemente en sus propios canales de televisión o periódicos que la «oleada» era una memorable victoria. Los iraquíes seguían muriendo por cientos, pero en cuanto los militares de EE.UU. dejaron de sufrir bajas, gran parte de la televisión estadounidense dejó de informar sobre Iraq.
La guerra de Iraq puede haber sido la despedida de los medios estadounidenses, porque muchos de ellos se han reducido o han cerrado en los últimos años. Los medios británicos nunca han invertido suficientes recursos en ninguna de las dos guerras como para cubrirlas de modo adecuado. La BBC fue la única compañía de televisión que mantuvo una oficina permanente en Bagdad. La mayoría de los periódicos cubrieron de vez en cuando el conflicto. Fue en parte porque la información sobre las guerras es siempre muy costosa y, especialmente en Iraq y Afganistán, por la necesidad de pagar a compañías de seguridad, En algunos casos éstas se dieron cuenta de que su tarea era posibilitar que los corresponsales obtuvieran la información con el menor peligro posible, pero otras se comportaron como si fueran funcionarios de prisiones en su determinación por garantizar la seguridad de los corresponsales. Recuerdo que Robert Fisk y yo recibimos un mensaje de texto de un distinguido y valeroso corresponsal británico en otra parte de Bagdad que lamentaba no poder encontrarse con nosotros en nuestro hotel porque su jefe de seguridad había decidido que el almuerzo propuesto no era «una necesidad operativa».
Los peligros inevitables en la cobertura de Iraq tuvieron otro efecto. Gran parte de la mejor cobertura había sido hecha por periodistas experimentados que conocían Iraq desde antes de 2004. Después de eso se hizo muy difícil que jóvenes corresponsales llegaran a tener alguna especie de «curva de aprendizaje» porque cualquiera que quisiera «aprender de sus errores» en Iraq no iba a vivir mucho tiempo. A mitad de camino durante la guerra de Iraq, un jefe de oficina se quejó diciendo: «El único sitio relativamente seguro para poder enviar a jóvenes periodistas, que no han estado antes en Iraq, es como ‘empotrados’, pero entonces se tragan todo lo que el ejército les dice e informan como si fuera un hecho». La mejor información durante el clímax de la matanza sectaria en Iraq en 2006-2007 fue en The New York Times, que simplemente resolvió el dilema contratando a corresponsales experimentados y bien reputados de otros periódicos. A pesar de todo, a pesar de los riesgos, siempre fue posible informar sobre Iraq y Afganistán desde fuera del regazo de los militares, como lo demostró gente extraordinariamente valerosa como Ghaith Abdul-Ahad y Nir Rosen, quienes arriesgaron sus vidas mezclándose con insurgentes y milicianos.
Yo solía recibir una cierta cantidad de aplausos inmerecidos en festivales del libro cuando me presentaban como un cronista «que nunca ha estado empotrado», como si me hubiera abstenido de vicios antinaturales. «Empotrarse» evidentemente lleva al sesgo, pero muchos periodistas son suficientemente listos para descubrir la propaganda militar y sus pensamientos ilusorios y no divulgarla en su totalidad. Saben que es poco probable que aldeanos afganos, entrevistados frente a la policía afgana o a soldados estadounidenses, digan lo que realmente piensan sobre los unos o los otros. Sin embargo, es posible que el efecto más dañino del «empotramiento» sea suavizar la brutalidad de toda ocupación militar y minimizar la reacción hostil de la gente del lugar. Sobre todo, el hecho mismo de que un corresponsal esté con un ejército de ocupación da la impresión de que los conflictos en Iraq y Afganistán, países que han sufrido 30 años de crisis y guerra, pueden resolverse por la fuerza.
Patrick Cockburn es autor de Muqtada: Muqtada Al-Sadr, the Shia Revival, and the Struggle for Iraq.
Fuente: http://www.counterpunch.org/
rCR