El cierre de medios informativos, la caída de los ingresos publicitarios, el desempleo en la profesión periodística, la irrupción de Internet y las redes sociales, los procesos de fusión y concentración dirigidos por grandes corporaciones, la decisiva participación del sector financiero, la confusión entre medios públicos, estatales y de partido, el periodista como «hombre-orquesta» capaz […]
El cierre de medios informativos, la caída de los ingresos publicitarios, el desempleo en la profesión periodística, la irrupción de Internet y las redes sociales, los procesos de fusión y concentración dirigidos por grandes corporaciones, la decisiva participación del sector financiero, la confusión entre medios públicos, estatales y de partido, el periodista como «hombre-orquesta» capaz de realizar múltiples funciones a precio de saldo, la oportunidad de crear nuevas cabeceras más democráticas, la banalización de las tertulias… Son motivos que dan lugar actualmente a una pluralidad de artículos, libros e investigaciones sobre un fenómeno relativamente nuevo. Pero la pausa y el retorno a los «clásicos» permite constatar cómo, salvadas las distancias espacio-temporales y los muchos matices, las fronteras entre lo «viejo» y lo «nuevo» son más vidriosas de lo que parece. Es una de las grandes enseñanzas de la Historia, esa vieja maestra.
En 1980 el escritor y periodista Manuel Vázquez Montalbán escribió un excelente y documentado ensayo, «Historia y Comunicación Social» (Alianza), antiguamente de lectura obligatoria en las facultades de Ciencias de la Información. Como señala el autor en el prólogo, la elección de la conjunción «y» en lugar de la preposición «de» no es baladí. «Era quimérico plantearme una Historia de la Comunicación, habida cuenta de la carencia de investigación básica que hiciera posible tamaña fantasía (…)». Además, «salgo al paso así de la posible conciencia agredida de los científicos de la una y la otra», advierte con el sarcasmo habitual.
El libro permite, es uno de sus méritos, diferentes lecturas. La más «natural», adentrarse en la evolución de los procesos comunicativos desde la antigüedad, siempre desde una perspectiva marxista, que es a lo que el autor dedica las 262 páginas del ensayo. Pero también es posible extraer lecciones para el presente, a partir de la constatación de fenómenos que, si no se repiten, sí que tomada la distancia adecuada presentan notables similitudes. Por ejemplo en cuanto a la propaganda, Vázquez Montalbán presenta a Pisístrato (tirano griego del siglo VI a.C.) como «el antecedente más remoto del doctor Goebbels». Por numerosas razones: la denuncia pública del «enemigo», las falsificaciones literarias (es el caso de «La Odisea») al servicio de la verdad oficial, la constitución de una suerte de ministerio ideológico-religioso, o la idea de alejar a los intelectuales críticos de la polis. Pisístrato no era, por lo demás, demasiado diferente del «demócrata» Pericles, quien «jamás cesó de ensayar técnicas de persuasión de la conciencia pública».
Poco cambian las cosas en Roma. El autor de «Historia y Comunicación Social» señala la propaganda «nacional» y de «integración» en Cicerón, «destinada a trascender las oposiciones sociales». En la época imperial, gracias a «La Eneida» de Virgilio, Octavio Augusto mataba varios pájaros de un sólo disparo: «encontraba antepasados de alcurnia, humillaba al antagonista histórico crónico (Cartago) y legitimaba el origen de Roma». Hay técnicas de propaganda oficial que se remontan a la Grecia clásica y que siguen un hilo conductor, rastreable y verificable, a lo largo de la historia. En la primera mitad del siglo XVII las Gacetas oficiales se abren camino en Europa, con el gran ejemplo de «La Gaceta de Francia» (1631), de Renaudot, auspiciada por Richelieu. Es la comunicación estatal y centralizada, vinculada a los intereses de las monarquías absolutas, y que viene acompañada por la creación de imprentas reales.
El libro de Vázquez Montalbán también permite espigar datos de un fenómeno muy habitual: el desprecio al periodista y la crítica elitista a los profesionales de la información. «Mienten por dos escudos al mes», afirma Voltaire. Según Diderot, «todos estos papeles son el pasto de los ignorantes». Sin embargo, a pesar de las siete ediciones y los 40.000 suscriptores de la Enciclopedia, «su impacto cuantitativo fue menor que el logrado por la batalla del panfleto», asegura Vázquez Montalbán. Debates de estas características son hoy frecuentes, entre partidarios de una prensa de análisis, datos, contexto y textos prolijos y, por otro lado, quienes prefieren un periodismo, siempre desde una perspectiva crítica, más directo, sencillo y que alcance al gran público. En otro «clásico», en este caso del historiador Albert Soboul, «Las Clases Sociales en la Revolución Francesa», se sostiene que el influjo de Rousseau y «El contrato social» en las clases populares obedece a la divulgación y banalización que hacen de su pensamiento la literatura y los periódicos populares, a pesar de que el filósofo ginebrino los despreciaba.
Son los debates de hoy y de siempre. Los problemas que se repiten y que la Historia plantea y replantea de diferentes modos pero con la misma esencia. En los años previos y durante la Revolución Francesa no existían las redes sociales, pero sí las calles y las plazas, en las que pululaban los almanaques informativos y los cancioneros, himnos, panfletos, hojas volantes, lecturas en voz alta, mítines, asambleas, clubes y prensa. El autor de «Historia y Comunicación Social» pone el ejemplo de Marat («L’Ami du Peuple» o «Journal de la Révolution Française»), además de «gigantes de la comunicación popular» como Herbert («Le Père Duchesne») y Babeuf con el «Tribune du Peuple», «tal vez el primer periódico socialista de la historia». No existía twitter, pero entre 1789 y 1792 aparecieron 1.100 publicaciones periódicas.
Ciertamente, Internet está en la base de escenarios comunicativos nuevos. Pero, como señala el escritor marxista en la página 159 del libro, a lo largo del siglo XIX se calculan no menos de 30 hitos tecnológicos «capitales» para la comunicación de masas. En 1876 Mergenthaler inicia sus primeras experiencias con la linotipia, el segundo gran hito para la impresión después que Gutenberg inventara el tipo móvil. Habría que analizar si estos avances en la técnica fueron tan importantes para los coetáneos como Internet para el ciudadano del siglo XXI. No menos «rompedora» fue la ocurrencia de Emile Girardin, publicista y fundador del periódico «La Presse» (1836): introducir anuncios publicitarios con el fin de abaratar el precio del diario y de ese modo superar a la competencia.
Está claro que antes de 1830 tampoco existía lo que hoy se conoce como prensa «alternativa», pero sí «catacumbas obreras», afirma Manuel Vázquez Montalbán, «donde se practicaba la comunicación de clase mediante la reunión y el intercambio oral de información. Estas primitivas sociedades secretas obreras, a medio camino entre el club revolucionario y la sociedad de conspiradores, desarrollaron una gran actividad en el campo de la comunicación social a través de cursos de culturización de la clase obrera, de publicaciones clandestinas o semiclandestinas de heroica gestión, del lanzamiento de una literatura revolucionaria de consumo popular, de manifestaciones callejeras que eran en sí una denuncia del estatuto comunicacional impuesto por la burguesía (…)».
Puede que las novedades no lo sean tanto si se adopta una perspectiva histórica y quien habla se sitúa en diferentes contextos. Así, en la (primera) posguerra mundial, los periódicos sensacionalistas, los «tabloides» y el predominio de la fotografía, ¿no «impactaron» de pleno en las audiencias? Ya en la década de los 20 (del pasado siglo), subraya Vázquez Montalbán, «se consolidan las grandes cadenas norteamericanas, se acentúa el ritmo de concentración del periodismo británico y la prensa sensacionalista forcejea en Francia con la prensa de opinión». ¿Son tan nuevos los procesos de concentración y, además, son tan exclusivos de las empresas comunicativas?
La industria de la Radio en Estados Unidos nace a partir de un conglomerado integrado por American Telephone & Telegraph, Westinghouse y Standard Electric. Hay asimismo momentos muy señalados en la historia de la concentración mediática, por ejemplo, la fusión de la International News Service y la United Press en 1955, o la absorción por parte de Thompson de los periódicos ingleses más relevantes. O el ejemplo del cine, «que ayudaba a monopolizar la imagen de Occidente en la imagen de los mismísimos Estados Unidos». Clichés, estilos de vida, «enemigos» políticos, sociales y geopolíticos… se difunden a través de la pantalla. Y rostros que encarnan héroes de su tiempo. Hoy no son Buster Keaton, Mary Pickford, Tom Mix o Greta Garbo, pero sí otros que asumen un rol similar.
Por otro lado, la caracterización de la propaganda política que el intelectual francés Jean-Marie Domenach describe en un ensayo de 1950, sirve para el nazismo pero también para muchos de los discursos político-mediáticos que hoy asoman. Los dos primeros puntos, recogidos por Vázquez Montalbán, resultan hoy de lo más cotidiano: «La regla de simplificación y del enemigo común -consigna, eslogan delimitación de un enemigo fácilmente reconocible» o «la regla de la exageración y de la desfiguración -el matiz o la variable son pasos perdidos, la conciencia receptora se queda con los bocados más gruesos». ¿Qué primer ministro, jefe de estado o tertuliano habitual no hace uso de estas estrategias en los países «democráticos»?.
Hay quien se refiere en el presente a la «sociedad de la información» (sin ocultar matices benignos a esa caracterización), pero el autor del ensayo cita un estudio de Francis Balle en la que califica de «expansión brutal» el desarrollo de la prensa escrita entre 1900 y 1930, el cine entre 1910 y 1940, la radio entre 1925 y 1935 y la televisión, entre 1945 y 1955 en Estados Unidos y durante la década siguiente en Europa. Otra cuestión es el contenido y la perspectiva ideológica. En muchas ocasiones se intenta «salvar» a medios en manos de empresas capitalistas, pero que por razones de mercado o de intereses diversos, se apuntan a causas «progresistas». O se distinguen matices editoriales entre los medios para referirse a una pluralidad informativa.
Pero como advirtió Upton Sinclair (1878-1968): «Déjeseme explicar que comprendo perfectamente la diferencia entre los diarios capitalistas. Algunos son deshonestos; unos son capitalistas y otros más capitalistas. Pero por grandes que sean las diferencias entre ellos y por hábilmente que se pretenda hacerlas aparecer, no hay uno solo que no sirva a intereses creados, que no tenga un objetivo capitalista (…)».
Casi en las páginas finales del ensayo, Manuel Vázquez Montalbán anticipa otro problema, que desarrolla en otro de sus libros, «Las noticias y la información» (Salvat), y que hoy cobra absoluta vigencia. «No es un azar que el control de Intelstat o sistema mundial de comunicación espacial, esté en manos del gran gendarme del sistema capitalista: los Estados Unidos. Se está creando la infraestructura tecnológica de un control de la conciencia del mundo desde el espacio; un control que de conseguirse sería menos contestable de lo que han sido los medios terrestres». El Gran Hermano.
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