«Hagamos un país para que Alejandra se quede», escribió el poeta Juan Gelman en ocasión del suicidio de la poetiza Alejandra Pizarnik. Ella no dedicaba sus poemas, como sí lo hacían Gelman y la mayoría de los poetas de aquella generación, a las luchas populares. Pero Gelman reivindicó para Alejandra su pertenencia a un pueblo, […]
«Hagamos un país para que Alejandra se quede», escribió el poeta Juan Gelman en ocasión del suicidio de la poetiza Alejandra Pizarnik. Ella no dedicaba sus poemas, como sí lo hacían Gelman y la mayoría de los poetas de aquella generación, a las luchas populares. Pero Gelman reivindicó para Alejandra su pertenencia a un pueblo, a una clase social, a un país. Un país que no le permitía quedarse en él, ser en él.
Lo mismo reclamaron en la reciente Marcha de la Resistencia los niños y adolescentes del Movimiento Nacional de los Chicos del Pueblo. «Estamos en un país del cual no nos sentimos parte», demandaron en su discurso los jóvenes acostumbrados a sobrevivir en las calles, entre las penurias de la marginación.
¿Cuál es el país de los 175 asesinados en el recital de rock? ¿Dónde queda? ¿Sabe quiénes y cómo explotan a la clase social a la que pertenece, el pibito que encendió el petardo en República Cromagnon? ¿Comprenderá qué compromiso político urge que asuma ya mismo? ¿Por qué la única identidad de la gran mayoría de los jóvenes que asiste a estos recitales, es a las tribus que siguen por todo el país a una banda de rock? ¿Cómo es posible que estos adolescentes madurados de golpe, por las urgencias que exige sobrevivir, lleven a sus hijitos a los recitales para que mamen desde chicos «el ser rocanrrol»? ¿Por qué ellos no están aún junto a nosotros en las marchas, en las asambleas, en los jueves de las Madres, en los cortes de ruta? ¿Por qué se desviven por una banda, pero no por la Revolución?
Es cierto: están desocupados. No consiguen trabajo. No tienen con qué terminar la escuela. Los políticos traidores los engañan y ellos se defienden con el descreimiento. La Iglesia les impide toda información sobre sexualidad en el colegio. El Estado está para ellos sólo a través de la policía. Son pobres y no tienen conciencia política; entonces es sencillo para un empresario inescrupuloso lucrar con ellos y su necesidad de pertenencia a algo. Nadie les garantiza mínimas condiciones de seguridad en sus lugares de reunión. Se divierten barato. «Somos los negros, somos los grasas, pero conchetos no», entonan en los intervalos de las canciones de sus bandas favoritas. Conocen a través de su experiencia cotidiana, de su práctica de cada día, todas las privaciones a las que los obliga el sistema. Y saben que esas privaciones sobran en algún otro lado de la sociedad: los conchetos. Pero les falta el para sí. Adolecen de ese necesario, imperioso, salto cualitativo: la lucha política.
La vida en el capitalismo no vale nada. De los empresarios nada podremos esperar. Del Estado, igual. Unos explotan y otros administran las oficinas gubernamentales con el único propósito de garantizar la explotación. Chabán e Ibarra, socios. Pero, ¿y nosotros qué? Hagamos un país para ellos también. Esos jóvenes que murieron asfixiados son, definitivamente, nuestros. Ya no respiraremos como antes.
Esta nota saldrá publicada en el próximo número del Periódico mensual de la Asociación Madres de Plaza de Mayo (Edición Enero/Febrero 2005)