El año pasado uno de los emporios televisivos más grandes de América latina emprendió una iniciativa mediática ampliamente publicitada que se llamó «Celebremos México». En su discurso, Emilio Azcárraga, presidente de Televisa, anunciaba el invento como un esfuerzo para fomentar los valores de la «mexicanidad», abrogándose así, no sólo las atribuciones para definirlos, sino soslayando, […]
El año pasado uno de los emporios televisivos más grandes de América latina emprendió una iniciativa mediática ampliamente publicitada que se llamó «Celebremos México». En su discurso, Emilio Azcárraga, presidente de Televisa, anunciaba el invento como un esfuerzo para fomentar los valores de la «mexicanidad», abrogándose así, no sólo las atribuciones para definirlos, sino soslayando, de paso, que las definiciones y los caminos para alcanzarlos pudieran ser diversos como diverso es el complejo trama de la sociedad civil.
Hoy todo parece caber en la difusa categoría de sociedad civil y a ella se apela como elemento cuasi mágico, catalizador en diferentes contextos y discursos, de los derechos humanos, la democracia, el desarrollo y la economía de mercado. La sociedad civil, se dice, abrió los «cauces democráticos» en Europa del este; el Banco Mundial le ha llamado «tercer sector» para hacerla partner en sus proyectos futuros en países emergentes o bajo emergencia; aspirantes a la presidencia se hacen llamar «candidatos de la sociedad civil» para exorcizar ineficientes gestiones pasadas, e incluso la televisión expía sus pecados como soldada del presidente fomentando «mesas de debate» para beneplácito de la parte de la sociedad civil que representa el «círculo rojo».
Como a la democracia o los derechos humanos, a la sociedad civil se le ha sacralizado, se le ha hecho omnipotente, omnímoda y confiado la solución a todo mal. Su definición moderna, que implica la separación conceptual de la sociedad y el Estado nace con Montesquieu y enfatiza su vocación antiabsolutista que pone al individuo, pleno de derechos, contra un gobierno monárquico incapaz de dar cauce al desarrollo de la propiedad privada y a la acumulación de riqueza. La esencia de esta concepción fue la misma que dio origen a los modernos derechos humanos antecedidos en 1789 por la Declaración de los Derechos del Hombre, que ponían en el mismo plano valorativo la libertad, la seguridad, la resistencia a la opresión y la defensa de la propiedad privada.
Hoy, la búsqueda de otros principios más allá de la primaria compulsión por acumular capital, hacen de la sociedad civil escenario e interlocutor de múltiples discursos contrapuestos, diferentes en forma y fondo, y cuyo sentido se gesta, en razón de los intereses de quienes le dan un lugar en su agenda.
En agosto del 2005, desde el palacio de Bellas Artes convertido en un enclave de alfombra roja, se establecían los consensos para definir «el México y la mexicanidad» de los hombres del dinero y la clase política. La fortaleza, custodiada por decenas de guardaespaldas, donde el magnate lanzó sus opiniones, nada tenía que ver, sin embargo, con un espacio de confrontación de ideas para la sociedad civil, ni con la categoría de espacio público deliberante o con un teatro de debate conceptualmente distinto al Estado y al mercado.
La televisión privada, que se guía bajo parámetros comerciales, el Estado y las propias organizaciones civiles, tienen una idea utópica de lo que la sociedad civil debiera ser, pero tradicionalmente, mientras los esfuerzos por vislumbrar las relaciones entre Estado y sociedad civil han sido numerosos, lo que pasa entre ella y el mercado, o incluso entre ella y la televisión, ha permanecido en la oscuridad.
Los hechos contemporáneos de que las grandes firmas televisivas han adquirido un poder económico que puede imponer condicionamientos a los partidos políticos y a los Estados nacionales, de que las empresas de comunicación forman redes asociadas a los poderes políticos cuyas fronteras son difíciles de distinguir, de que las cadenas ya no sólo son entes que actúan a escala local sino apéndices de fuerzas económicas globales, de que la socialización de los medios y en los medios hace que apagar la televisión no sea ya una alternativa, de que la opinión pública esté cada vez más condicionada a los códigos televisivos, y de que todo esto le haya valido ser reconocida como un poder fáctico, hace necesario indagar cómo la televisión mira, interpreta y maneja nociones como desarrollo, paz, democracia o sociedad civil.
Es ya un lugar común reconocer que la democracia de mercado los últimos veinte años, lejos de alcanzar un bienestar global, ha agudizado la concentración de la riqueza, estimulado fundamentalismos de cuño religioso y comercial, así como la propagación de guerras.
Una de las características del mundo de hoy es que las nociones clásicas de la primera mitad el siglo XX ya no son lo que solían ser. Izquierdas y derechas se debaten entre la preservación de sus principios y el temor a un dogma imaginado. La «terceras vías», los «choques de civilizaciones», las «guerras humanitarias» o «preventivas» son invenciones productoras de nuevas realidades que desustancializan al mundo. Las diferencias de categorías han sido privadas de sustancia. La televisión se ha vuelto promotora y difusora de estas nuevas formas conceptuales que abarcan ideas como paz, desarrollo, o sociedad civil, entre otras.
En este sentido, desde el punto de vista de la televisión, la sociedad civil no es un acercamiento al principio de ciudadanía mundial ni un espacio político para la defensa de los derechos humanos y laborales. La sociedad civil en el diccionario de la televisión se amolda a los preceptos del mercado, se llama «tercer sector» y tiene su expresión en el rating.
Jude Howell y Jenny Pearce distinguen la influencia en el origen del concepto «tercer sector» en los trabajos de Alexis de Tocqueville, Robert Putnam y los estudios de la John Hopkins University sobre sociedad civil. El tercer sector convierte la voz de la sociedad civil, que durante la guerra fría era disidente del Estado, en un medio para echar a andar economías de mercado.
La presunción implícita de autonomía frente al poder estatal hicieron de la sociedad civil un campo fértil para la acción de la fuerza desbocada del dinero, que en su discurso ya igualaba democracia con leyes de mercado. No es raro, bajo esta lógica, que en la transición democrática mexicana, la televisión haya visto a la sociedad civil como un vasto mercado, en el que vender democracia, es un jugoso negocio.
Huelga decir que para la televisión, la sociedad civil tiene orientación de mercado. La televisión tiene un código de valores particulares, privatiza conceptos para reasignar significados, por eso, en el esquema de la pantalla chica la sociedad civil se rebautiza, se vuelve partner, target, capital humano y rating.
La naturaleza efímera de la representación televisiva hace que la irrupción de la sociedad civil en la televisión lleve implícita la fragmentación de la esfera social negando de facto la interacción que las organizaciones civiles, el Estado y el mercado tienen en sus dinámicas. Ya Gramsci había trascendido la visión de Marx de la sociedad civil como mero escenario de la lucha de clases, pero el concepto de la televisión sobre la sociedad civil no sólo anula las relaciones del «ecosistema social», sino además traduce el valor de la acción política a términos de pura eficiencia empresarial; la «exclusiva» o la filtración vale en la medida en que vende, en que se puede usufructuar de ella algún rendimiento económico o político.
El filtro televisivo vacía de contenidos a la sociedad civil y la hace ahistórica, no toma en cuenta las relaciones de poder, las determinaciones de clase, o hegemonías culturales; los individuos y la comprensión de su contexto están acotados por los espacios publicitarios de los anunciantes o por los burdos montajes de los mal llamados reality shows que alimentan las posturas maniqueas y consagran al estereotipo como fórmula del estrellato.
El gritoneo colectivo para enmendar entuertos de vecindad o la llamada telefónica para subir o bajar puntos en las encuestas de los noticiarios nocturnos se vuelve, en la televisión, una modalidad de la democracia directa.
La televisión pondera a la sociedad civil sólo como estrategia para ocultar sus objetivos políticos; a ella apela para legitimarse en el consenso sobre asuntos que generan unanimidad y obsecuencia, pero ignora la vasta pluralidad de la sociedad civil cuando rehuye el debate y la posibilidad de disenso, cuando constriñe realidades a modo, para que todos se hagan uno con la indignación y la anuencia.
En un clima de creciente desconfianza hacia los partidos políticos, los sindicatos y crisis del Estado benefactor, la televisión ha robado espacios en la esfera pública abrogándose para sí, no sólo el derecho de hablar por quienes no pueden hacerlo, sino incluso la autoridad para determinar preceptos de moral pública, a través de los Diálogos por México o sus catársis teletónicas anuales. Así, la sociedad civil es objeto y sujeto de filantropía por parte del empresariado y los medios. Impulsada por estos actores, la caridad viene ganando espacios a lo que antes se tenían por derechos ciudadanos. Para la televisión y algunos empresarios, la sociedad civil se ha vuelto la ligazón práctica que hay entre ellos y los negocios.
Afortunadamente existen movimientos que en lugar de asumir superadas las contradicciones históricas las problematizan y les ven como ámbitos de contestación política, ven a la sociedad civil no como manso policía del Estado, chalán del gobierno o puntaje de rating, sino como agente dinámico actor y autor de cambio y propuestas.
Podrían darse varias definiciones de sociedad civil basadas en diferentes consideraciones o perspectivas, lo cierto es que una sociedad civil fuerte está enganchada con la posibilidad de construir participación activa. Si bien la posibilidad de decir no a las iniciativas homogeneizantes de la televisión, implica un acto de libertad, lo que sigue es un ejercicio de elección y creatividad. Ese es el camino que puede construirse y con todo y su negra historia, la televisión puede facilitarnos la tarea inventando códigos cercanos a la gente.
A medida que se avanza en el estudio de la sociedad civil, se revela como una idea con normas propias de interpretación, como un factor que es medio y fin, vehículo de utopías y códigos de expresión en niveles nacionales y universales. Es una noción que difícilmente puede ceñirse a una teoría política o sociológica y menos aun a los intereses comerciales de la televisión, pues tiene identidades plurisémicas que son más abarcantes cuanto más nos alejamos de la constricción que la pantalla chica impone.
Por su compleja fisonomía, tratar de poner a la sociedad civil en cualquier esquema es arriesgado y aquí no es la intención. En todo caso, un intento más valioso sería, desde mi punto de vista, descubrir si las estrategias de la sociedad civil pueden hacerse de la televisión para generar cambios en las políticas públicas; si el modelo de desarrollo caracterizado por el dominio de los mercados financieros y la guerra, exige otras formas de acción en que la televisión puede contribuir; estudiar si la fragmentación en la identidad colectiva de la sociedad civil constituye una fortaleza o una debilidad para la producción televisiva global; saber hacer de la fuerza de la sociedad civil y la televisión, un recurso contra la modernización forzada de los pueblos indígenas a nivel doméstico o de Palestina a nivel global, por ejemplo.
* El autor es comunicólogo, maestro en cooperación internacional para el desarrollo y docente en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO).