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Un espejo molesto que se llama Jorge Julio López

Fuentes: Rebelión

¿Qué no está pasando como sociedad? Han pasado ya dos meses desde que desapareciera el compañero Jorge Julio López y pareciera que estamos envueltos en un sopor que no nos permite reaccionar como debiéramos. Y no me refiero precisamente a quienes sobreponiéndose a esta enrarecida atmósfera de somnolencia sí se están movilizando, como lo han […]

¿Qué no está pasando como sociedad? Han pasado ya dos meses desde que desapareciera el compañero Jorge Julio López y pareciera que estamos envueltos en un sopor que no nos permite reaccionar como debiéramos. Y no me refiero precisamente a quienes sobreponiéndose a esta enrarecida atmósfera de somnolencia sí se están movilizando, como lo han hecho en otras oportunidades. Esos que no preguntaron nunca si era uno o eran mil los represaliados, torturados, prisioneros o desaparecidos, y salieron a la calle a gritar su protesta.

Hablo en cambio, de todos los otros y otras a quienes no les parece conmocionante que otra vez las patotas parapoliciales o policiales (¿quién si no?) nos hayan arrebatado a otro hermano revolucionario.

Con el paso de los días. el nombre de Jorge Julio López -no sólo su cuerpo- fue desapareciendo también de la superficie. Los medios de comunicación comenzaron a ignorarlo, ya no en sus primeras planas (porque nunca se las dieron) sino también en sus páginas interiores.

Junto con ello se produjo otro fenómeno inquietante: extrañas elucubraciones sobre la personalidad de la víctima, sutiles dudas sobre su comportamiento, perturbadoras señales de que «este caso no es como otros». Todo esto fue apuntalando el actual momento en el que dos meses después, casi nadie habla de López ni de su paradero.

¿Quién es Jorge Julio López? Más allá de las notas morbosas y amarillentas de medios que abrevaron siempre en la pusilanimidad, podemos decir que se trata de un compañero revolucionario y combatiente. Revolucionario porque en los 70 abrazó esa causa y la llevó con dignidad en las buenas y en las malas. Peronista, que como tantos otros, reivindicó lo mejor de ese Movimiento y se desmarcó de las componendas que lo fueron convirtiendo en un partido más. Montonero de abajo, de los que no necesitaban encuadramientos ni cargos ni distintivos especiales, para jugarse al lado de su pueblo agredido. Obrero albañil, que hizo de sus herramientas de trabajo un arma, ya que detrás de los muros levantados construyó su propia atalaya para ir conociendo a quienes serían los verdugos de sus compañeros y de su propia osamenta. Hombre de pocas palabras pero que a la hora de cumplir con tareas militantes (todos lo que recuerdan su paso por la Unidad Básica Juan Pablo Maestre, hablan con cariño de su compromiso) no le sacaba el cuerpo a los sacrificios y muchas veces callaba con humildad, ante el discurso altisonante de algunos «super militantes» que cuando arreció el temporal pusieron primera y literalmente se rajaron.

A la hora de ser secuestrado por primera vez, López aguantó con entereza las más brutales torturas (esas que dejaron marcas imborrables en su cuerpo y en sus recuerdos). No dio un solo nombre a los esbirros de la picana, no quebraron ni un ápice su fortaleza a pesar de que vio y escuchó todos los horrores y todas las sevicias. En un rinconcito de su cerebro construyó -él que era albañil- un sólido compartimento para guardar cada uno de los datos, nombres, números, rostros, impresiones, huellas, gritos, silencios y manchas de sangre producidos por la Bestia. Y gracias a esa precaución, López fue mucho más que un simple testigo a la hora de enterrar en una cadena perpetua al comisario Etchecolatz, uno de los tantos genocidas que horadaron el cuerpo de quien ahora sigue desaparecido.

¿Por qué dudar entonces de López? ¿Por qué esta campaña extraña que pareciera querernos convencer que el desaparecido se cansó de dar testimonio y se fue de viaje? O lo que es peor, generar una rara incertidumbre de que a lo mejor está escondido con el recuerdo de sus horrores, ocultándose de propios y extraños, incluso de su familia a la que protegió hasta el hartazgo tratando de no involucrarlos en lo que significaba su banco de datos sobre la represión, o de los compañeros a quienes se había acercado para ofrecerse como testigo.

No cierran por ningún lado estas versiones. Nadie que hizo lo que López desarrolló en el juicio contra el comisario asesino, arriesgando el pellejo frente a las amenazas de los mismos que operaban en aquellos años de plomo, luego se borra sin dejar huellas.

Tampoco parece lógico que esta nueva desaparición pudiera formar parte -como se insinuó en cierto momento- de una conspiración para jaquear al gobierno de Kirchner. Para lograr eso, ni siquiera hubiera ido a declarar y con ello habría posibilitado sin dudas, que el acusado pudiera salir ileso de semejante juicio. No, no nos caben estas elucubraciones muy tiradas de los pelos.

Lo que realmente ocurre es que como sociedad estamos fallando. Y lo peor es que esto ocurre en un país que ya debería haber aprendido de la triste experiencia del pasado cercano. Sólo 30 años atrás los López se contaban por miles y el miedo era tan destructivo que no había tiempo de sobreponerse. Pero ahora, ¿cuál es la excusa para tanto inmovilismo?. ¿Qué extraño virus ha penetrado en el cuerpo social, que en vez de protestar masivamente y en la calle por esta nueva desaparición -eso es lo que corresponde en tiempos de democracia- la mayoría opta por mirar a un costado y en el mejor de los casos poner cara de «¿y qué más se puede hacer?».

Jorge Julio López nos pone obligatoriamente frente a un espejo molesto. ¿Qué estamos esperando para reaccionar? ¿Qué haya más López? ¿No son suficientes las decenas de amenazados y amenazadas que por estos días -y sobre todo desde que López desapareció- están recibiendo mensajes perturbadores en sus teléfonos, en sus casas, en sus cuerpos?
¿Estamos tan ciegos y tan débiles que no nos damos cuenta que si no nos movilizamos por López, naturalmente les ampliamos la luz verde a sus secuestradores?

¿Puede ser posible que desde el Gobierno, más aún, desde la Presidencia, se insista en que «López tiene que aparecer», como si este viejo roble de setenta y pico de años estuviera jugando a las escondidas? ¿Puede ser aceptable que desde fuentes oficiales se deje entrever que no se tiene una pista, y que todo indicaría que se trata de «gente de la bonaerense sobre la que no se tiene control»? La sola descripción de estas y otras increíbles excusas nos ponen al borde del precipicio en materia de la protección que el Estado puede ofrecer a cada uno de sus ciudadanos. Y lo más lamentable es que seguimos como si no nos enteráramos. O damos rienda suelta a la peor de las frivolidades, que es la de burlarse de la tragedia -algo tan habitual en cierto periodismo progre- como esta misma semana hizo ese pasquín llamado «Barcelona», cuando en título catástrofe marcó en su tapa: «Jorge Julio López ¿En Cuba con los dólares montoneros?». ¿De qué se rien estos hijos de mil putas? ¿De las torturas, del horror de estar desaparecido, de la muerte, de nuestra tragedia de ser un país donde se premia a los miserables y se ningunea a los luchadores?.

A dos meses de tu tercera desaparición (la primera fue en los 70, la segunda el 18 de septiembre del 2006 y la tercera, cuando una mano negra motorizada por cómplices de todo pelaje decidió matarte con el silencio), compañero Jorge Julio López, hombre digno, rebelde inclaudicable, montonero corajudo, buen tipo, hecho en la forja donde se moldea la gente humilde de este pueblo, los que no te olvidamos seguiremos dando testimonio de que movilizarse por tu aparición con vida y el castigo a los culpables de tanto y repetido horror, es algo más que una consigna. Se parece bastante a una acción indispensable de autodefensa como Nación.