La muerte de Ryszard Kapuscinski, reportero, ensayista, pensador, fotógrafo, literato y testigo indispensable de su tiempo, obliga a la reflexión sobre los valores, y sobre la ausencia de ellos, en el oficio de informar, porque el periodista polaco los conjuntaba todos. Su obra es una combinación de rigor, creatividad, cultura universal, calidad de lenguaje, compromiso […]
La muerte de Ryszard Kapuscinski, reportero, ensayista, pensador, fotógrafo, literato y testigo indispensable de su tiempo, obliga a la reflexión sobre los valores, y sobre la ausencia de ellos, en el oficio de informar, porque el periodista polaco los conjuntaba todos. Su obra es una combinación de rigor, creatividad, cultura universal, calidad de lenguaje, compromiso con los lectores y con las sociedades que de pronto brincan a las ocho columnas y se convierten en sujeto de la noticia; de pertinencia y agudeza en el comentario, de independencia crítica frente a los poderes públicos, independientemente de su ideología y de su bandera.
Ningún otro periodista cubrió como él, en extensión y en intensidad, las transformaciones sociales de la segunda mitad del siglo XX. El reportero polaco fue testigo de dos decenas de revoluciones en varios continentes, sobrevivió a misiones en otros tantos frentes de guerra, palpó de cerca la grandeza y la miseria de las confrontaciones humanas y entregó a sus millones de lectores en todo el mundo elementos de comprensión de las circunstancias, ya fueran locales, próximas o remotas, así como motivaciones para la indignación, la solidaridad y la esperanza.
Los ejes vertebrales de la ética periodística ejercida por Kapuscinski fueron siempre la honestidad intelectual, la desconfianza innata ante las verdades oficiales y la convicción profunda de que su trabajo, informar, no podía ser confundido con una operación mercantil. La información era para él y debiera ser para todo periodista, por sobre todo, una relación social que exige la observancia de valores morales inequívocos, como lo señala sin ambigüedad el título del libro en el que recopiló sus reflexiones sobre el trabajo: Los cínicos no sirven para este oficio.
La figura del informador polaco recién fallecido contrasta, por esas razones, con el periodismo dominante en el mundo de nuestros días: un quehacer dominado, en su mayor parte, por un entramado de intereses empresariales para el cual el objetivo del oficio no es informar, sino obtener utilidades; una industria que se somete por conveniencia a los dictados del poder público para acumular un poder económico desmesurado. El proceso se cierra cuando ese poderío es transformado en fuerza de choque para domesticar a la opinión pública, y desviado, incluso, hacia los derroteros del golpismo mediático. En esos procesos, la veracidad y el entendimiento, los elementos principales de la información honesta, acaban machacados por los intereses, las componendas y los cálculos, en tanto que, en el interior de los medios, los periodistas de buena voluntad son, con frecuencia, hostilizados, marginados y obstaculizados en su trabajo por los propietarios y los administradores. Hoy en día, en las democracias formales, los practicantes de la censura ya no se encuentran principalmente en las oficinas de gobierno, sino en las propias direcciones de medios electrónicos y publicaciones impresas.
Un ejemplo cercano de ese antiperiodismo puede encontrarse en el vergonzoso desempeño de las grandes firmas estadunidenses de la información durante el arranque de la agresión lanzada por la Casa Blanca contra Irak. Reporteros, columnistas y editorialistas dieron por buenas, sin chistar, las mentiras del presidente George W. Bush sobre alianzas entre el régimen de Bagdad y Al Qaeda, sobre armas de destrucción masiva en poder de Irak y sobre los propósitos democratizadores y pacificadores de la incursión bélica que aún persiste, muy lejos del profesionalismo que exhibieron muchos de sus antecesores en Vietnam. Los reporteros enviados al país invadido se contentaron, durante estos cuatro años, con refritear los boletines emitidos por los mandos castrenses, se dejaron transportar, cuidar, alimentar literal y noticiosamente por las tropas invasoras, y actualmente, como lo ha señalado otro grande del periodismo independiente y lúcido, Robert Fisk, colaborador de La Jornada, casi todos los desinformadores occidentales destacados en el país ocupado permanecen recluidos en hoteles de Bagdad o en las oficinas de la ocupación, desde donde producen y envían a sus medios las versiones de los mandos estadunidenses.
Ante la descomposición moral y los extravíos mercantilistas que afectan al periodismo en México y en el mundo, la figura de Kapuscinski debiera ser repensada, en el ámbito de la información, como una referencia de entrega al oficio, de libertad ejercida por decisión propia, incluso en las circunstancias más adversas y peligrosas, y de compromiso con la verdad, la honestidad y la inteligencia.