El hecho de que el título de una novela de Iliá Ehrenburg, El deshielo, publicada en 1954, sirviera para dar nombre al intento de rectificación del estalinismo que marcó toda una época de la historia soviética, no debería inducirnos a pensar que su autor había sido un disidente en la etapa anterior. La […]
El hecho de que el título de una novela de Iliá Ehrenburg, El deshielo, publicada en 1954, sirviera para dar nombre al intento de rectificación del estalinismo que marcó toda una época de la historia soviética, no debería inducirnos a pensar que su autor había sido un disidente en la etapa anterior. La verdad es que había colaborado activamente como escritor y periodista en el desarrollo de sus políticas, y novelas suyas habían recibido por dos veces el premio Stalin. Esta fácil adaptación a las nuevas circunstancias, unida a su sorprendente supervivencia en los momentos en que muchos de sus compañeros y amigos sucumbían en las purgas, hace que su figura llegue hasta nosotros un tanto desacreditada. La obra literaria de Ehrenburg, traducida y editada generosamente en un principio, se encuentra hoy prácticamente en estado de hibernación por lo que respecta al mercado en lengua castellana, lo que resulta lamentable porque se trata de un narrador y analista de su tiempo que despliega oficio y talento tanto en sus novelas como en los abundantes textos autobiográficos que escribió. Estos últimos aciertan a presentar una crónica ajustada y provista de una rara intensidad poética de algunos de los acontecimientos esenciales de la primera mitad del siglo XX y constituyen sin duda lo más valioso de su producción.
Iliá Grigórievich Ehrenburg (1891-1967) vino al mundo en Kíev en el seno de una familia judía acomodada (su padre era ingeniero) que se trasladó a Moscú siendo él aún muy joven. En esta ciudad comenzó sus estudios y participó en la revolución de 1905, uniéndose el año siguiente a los bolcheviques junto a su amigo y compañero de clase Nikolái Bujarin. Exiliado muy pronto en París a causa de sus actividades, pierde interés en la política y publica volúmenes de versos influidos por el catolicismo. Poco después cubre como corresponsal de dos periódicos rusos la guerra del catorce.
Tras la revolución de Febrero de 1917, Ehrenburg regresa a Rusia, donde se opone a la toma del poder por parte de los bolcheviques y escribe artículos contra ellos. No obstante, progresivamente su crítica se va suavizando y con la ayuda de Bujarin, consigue después diversos empleos oficiales. En 1921 se le concede pasaporte para viajar al extranjero. Expulsado de Francia, se establece en Bélgica provisionalmente y más tarde en Berlín. Allí publica la más conocida de sus novelas, Julio Jurenito, cuyo título completo ocupa casi una página. El mexicano protagonista de la narración, acompañado de unos esperpénticos discípulos entre los que figura el propio Ehrenburg «autor de medianos versos, periodista de agotada inspiración, cobarde, renegado, hipócrita de poca monta, villano de ojos soñadores y pensativos», realiza varios viajes que dan lugar a las más disparatadas aventuras. El libro resulta en realidad una aguda y brillante sátira sobre la decadencia intelectual y moral de Europa y fue muy bien acogido por la crítica.
Con la llegada de Ehrenburg a Berlín en 1921 comienzan los fragmentos de sus memorias publicados en castellano por Planeta (Gentes, años vida, 1985, traducción de Josep Maria Güell), un libro que aporta una visión privilegiada sobre la convulsa historia de aquellos años. Alemania, sumergida en plena depresión ofrece un espectáculo sombrío al joven viajero: «Todo era colosal, los precios, las palabrotas, la desesperación». Trabaja intensamente en nuevas novelas, que son recibidas fríamente en Moscú por su aproximación crítica e irónica a las transformaciones que se estaban produciendo en Rusia. Desalentado por esto, decide hacer objeto de sus sátiras a algunos empresarios y oligarcas, aunque ello no consigue mejorar demasiado su reputación en la Unión Soviética. La edición de 1931 de la Pequeña Enciclopedia Soviética describía a Ehrenburg como un escritor que «critica el capitalismo occidental y a la burguesía con agudeza, pero no cree en el comunismo ni en la fuerza creativa del proletariado.» En esta época Eherenburg vivía sobre todo en París, aunque viajaba frecuentemente y visitó la Unión Soviética en varias ocasiones. En las páginas dedicadas a estos años, sus memorias resultan un documento imprescindible y están llenas de agudas observaciones sobre otros literatos y artistas; también describen el auge del fascismo en Italia y Alemania y las complejidades de la política francesa del momento.
En el otoño de 1931, Ehrenburg recorre por primera vez a España, y realiza así un deseo largo tiempo acariciado. Dice a este respecto en sus memorias: «El viaje a este país no fue para mí uno más de mis numerosos viajes, sino todo un descubrimiento; me ayudó a comprender muchas cosas y a decidirme a hacer muchas otras.» El enamorado de la cultura española puede admirar al fin las obras de Goya, pintor en el que reconoce «la mejor guía de España», y contemplar los paisajes de El Quijote. En España, república de trabajadores, el libro al que este viaje dio lugar, encontramos muchas páginas sobre arte y literatura, de reflexión apasionada y una agria lucidez, a veces un tanto osada y polémica: «La decadencia de la cultura se inició en España. Los cuadros del Greco y los versos de Góngora anticipan el vacío por donde habría de echarse a rodar el arte europeo, para entregarse a merced de los rascacielos neoyorquinos y las novelas-cablegrama.» La mezquita de Córdoba le entusiasma y sobre ella escribe: «Los bárbaros que adaptaron al cristianismo la mezquita de Córdoba no eran ningunos niños; eran unos degenerados. Odiaban el espíritu mundano de la mezquita. Cegados por el dogma, eran enemigos de la razón, pero ya no podían crear nada fuera de aquellas ridículas rosquillas de piedra.»
No obstante, en el libro hay sobre todo una descripción de la miseria y explotación de las clases populares y de la ociosidad y estupidez de la aristocracia y la burguesía, gentes que «matan el rato mientras el país se muere de hambre». España es un espectáculo siniestro de pobreza y desigualdad, pero también de asombrosa dignidad: «veinte millones de Quijotes andrajosos y un montón de rocas estériles, aliado todo con una amarga injusticia. (…) Un gran país que ha sabido conservar el ardor juvenil a pesar de los esfuerzos de inquisidores y gorrones, de parásitos, pillos, procuradores, ingleses, mercenarios y chulos blasonados.» Los tímidos intentos reformadores de la República resultan a su juicio impotentes ante los auténticos dueños del país, pero aprecia también el heroísmo de las luchas obreras que afloran por todas partes: «En Jerez se publica una hoja periódica: La Voz del campesino. La edita Sebastián Oliva, un labriego que trabaja en las viñas, viejo revolucionario muy familiarizado con las cárceles de España. (…) Sus ideas políticas son candorosas y enrevesadas. (…) Si viviera en otra parte se le podría llamar semianarquista o semicomunista. En Jerez no tiene más que una denominación: campesino andaluz.» Dice después: «Bella es Sierra Nevada, majestuosos los peñascos de Castilla, sugestivas las colinas de Extremadura… ¡Lástima que todo esto no sea sólo paisaje, sino la historia interminable de la infamia de unos y la desdicha de otros.»
A partir de 1932, Ehrenburg es corresponsal de Izvestia en París y sus artículos reflejan su preocupación por el auge del fascismo. Éste es el año en que publica El segundo día, novela sobre el heroísmo de unos obreros soviéticos que construyen un alto horno. El libro en un principio fue rechazado y sólo pudo editarse tras una lectura favorable por parte de Stalin y otros miembros del Politburó. En su intervención en el Congreso de Escritores Soviéticos de 1934, abogó por sus amigos Bábel y Pasternak y por una mayor tolerancia en el arte. En 1935 trabaja intensamente en la organización del Congreso Internacional de Escritores en Defensa de la Cultura que logró reunir en París a una gran parte de la intelectualidad del momento. José Bergamín propuso allí convocar el II Congreso en Madrid, sin que nadie pudiera imaginar que éste se celebraría ya en plena Guerra Civil. En un viaje a Moscú, Ehrenburg descubre que el culto a Stalin está en su cenit. Tras un acto en que era imposible poner fin a los aplausos al líder, comenta: «Al volver a casa me sentía incómodo. Naturalmente, Stalin era un gran personaje, pero era un comunista, un marxista; hablamos de una nueva cultura y parecemos los adoradores del chamán que vi en Gornaia Shoria…» El ataque a los formalistas está en pleno apogeo y describe las reacciones de diversos autores: «A. N. Tolstói, que amaba la tranquilidad, decidió, por lo que pudiera pasar, arrepentirse; declaró públicamente que había escrito una obra formalista. Bábel decía sonriendo: «Dentro de medio año dejarán a los formalistas en paz y empezará otra campaña cualquiera.» Meyerhold sufría y releía el absurdo artículo subrayando algo.»
El levantamiento de Franco sorprende a Ehrenburg en París, y rápidamente, sin esperar instrucciones de la dirección de Izvestia, viene a España. Sus crónicas relatan a partir de entonces todo el desgarro y la atrocidad de la guerra, aunque después averigua que eran censuradas para presentar una situación mucho más optimista. Su objetivo declarado era conseguir la ayuda soviética que la república asediada necesitaba, y su obra adquiere un aliento épico. Confiesa en sus memorias: «En la Europa de los años treinta, inquieta y humillada, era difícil respirar. El fascismo avanzaba, y avanzaba impunemente. Cada estado, y también cada persona, soñaba salvarse individualmente, salvarse a cualquier precio, guardando silencio, pagando un rescate. (…) Pero hubo de pronto un pueblo que aceptó el reto. No se salvó a sí mismo ni salvó a Europa, pero si para la gente de mi generación queda algún sentido a las palabras «dignidad humana» es gracias a España. Se convirtió en aire, con ella respiramos.» Nos explica también: «Cuando estuve en España antes de la guerra, las más de las veces me reunía con escritores o periodistas que entendían el francés. Ahora estaba continuamente con obreros, con soldados, y empecé a hablar español; lo hablaba mal, pero me comprendían.»
En las páginas de sus memorias dedicadas a nuestra guerra y en los artículos y libros que escribió sobre ella, como: No pasarán (1936), Aquello que ocurre al hombre (1937) o Guadalajara, una derrota del fascismo (1937), Ehrenburg nos transmite sus impresiones y nos relata su frenética actividad durante aquellos años. Los retratos de muchos de los protagonistas derrochan calor humano, y su ortodoxia comunista no le impide expresar su admiración, por ejemplo, por Buenaventura Durruti: «Hablé con él la víspera de su partida para Madrid. Estaba alegre como siempre, animoso, lleno de fe en una próxima victoria. Decía: «Ya ves: tú y yo somos amigos. Cuando ganemos la guerra, ya veremos (…) Ya pensaremos algo. De momento hay que aniquilar a los fascistas.» Al final de la conversación se enterneció inesperadamente. «Dime, ¿has experimentado alguna vez contradicciones internas, pensar una cosa y hacer otra, no por cobardía sino por necesidad? Le respondí que le comprendía muy bien; como despedida me dio unas palmadas en la espalda, como se acostumbra en España. Yo recuerdo sus ojos, con aquella extraña mezcla de voluntad férrea y de confusión infantil.»
De Rusia llegan noticias terribles, de persecuciones y arrestos, y no obstante, en diciembre de 1937, Ehrenburg tiene la absurda idea de viajar a Moscú. Cuando su nombre sale a relucir en el juicio de Bujarin, como asociado a éste en su «complot», no se le autoriza a volver a España. Escribe una carta a Stalin y el director de Izvestia le telefonea unos días más tarde para comunicarle solemnemente que no se le permitirá salir. Nos cuenta en sus memorias: «Después de pasar un día en cama, me levanté y dije: «Escribiré de nuevo a Stalin…» Ahora, incluso Irina (su hija) se echó a temblar: «¡Te has vuelto loco! ¿Quieres quejarte de Stalin al propio Stalin?» Respondí lúgubremente: «Sí.» Naturalmente comprendía que mi proceder era estúpido, que lo más probable era que después de aquella carta me arrestaran, y sin embargo envié la carta. (…) escuchaba la radio, releía a Cervantes, y en mi agitación casi no comía nada. A fines de abril me llamaron de la redacción: «Puede ir a tramitar la documentación: le darán pasaporte para el extranjero.» ¿Por qué sucedió así? No lo sé.»
Tras cinco meses, la situación en el frente ha empeorado notablemente. Ehrenburg asiste al final de la República ahogada por el fascismo. En una entrevista con Antonio Machado en esa época, éste concluye con unas palabras de una rara lucidez: «Para estrategas, políticos e historiadores la cosa está clara: hemos perdido la guerra. Pero desde el punto de vista humano, no lo sé… Quizá la hayamos ganado.» Describe después la situación en Francia justo antes del comienzo de la II Guerra Mundial y su evacuación a Rusia tras la ocupación del país por los nazis. Sus memorias se cierran con el ataque de Alemania a la Unión Soviética.
Durante la II Guerra Mundial, Ehrenburg se convierte en un activo agente de propaganda con sus artículos periodísticos, hasta el punto de que Mólotov llegó a afirmar que éstos valían por varias divisiones. Por otra parte, sus llamamientos a la extinción sin piedad del enemigo han sido objeto de críticas. Emprende también en esta época, junto a Vasili Grossman, el proyecto de un libro negro de las atrocidades cometidas por los nazis contra los judíos rusos, pero el cambio en la política oficial hacia esta minoría étnica que se produjo después en la Unión Soviética, hizo imposible la publicación de la obra en aquel momento.
Concluida la guerra, Ehrenburg viaja triunfalmente por Europa y Estados Unidos, y participa en el culto a Stalin, desde 1946 como miembro del Soviet Supremo. Sin embargo, manifiesta detalles de comprensión humana ayudando a algunos disidentes, y como indica Nadezhda Mandelstam en sus memorias: «aunque era tan impotente como los demás, al menos trató de hacer algo por otros.» En 1949 vuelve a salvarse milagrosamente de la quema cuando estalla la persecución contra los intelectuales judíos. De hecho, excepto él, todos los responsables del Comité Judío Antifascista fueron procesados, y en Moscú circulaba el rumor de que «el cosmopolita número uno» también había sido arrestado. En este caso, la apelación a Stalin resulta de nuevo decisiva, y Ehrenburg es rehabilitado, permitiéndosele publicar sus artículos y viajar al extranjero. Poco después, en Londres afirma que no hay ningún problema con los judíos soviéticos, aunque sabía que muchos de ellos habían sido cruelmente perseguidos.
Tras la muerte de Stalin, Ehrenburg encuentra al fin su lugar de intelectual liberal y tolerante, y lucha por la rehabilitación de la obra de sus amigos escritores (Bábel, Tsvietáieva, Mandelstam…), apoyando también a autores más jóvenes como Yevtushenko y Brodski en sus pugnas con el poder soviético. Los problemas relacionados con la publicación de sus memorias le preocuparon en sus últimos años, sobre todo a partir de 1963, cuando la tendencia del deshielo comenzó a invertirse. Su fallecimiento en 1967 a consecuencia de un cáncer de próstata fue sentido como una desgracia nacional.
En el perfil humano de Iliá Ehrenburg tal vez nos sorprenda hoy sobre todo su carácter de superviviente nato. Un natural benévolo que hacía amigos en todas partes, unido a un talento literario capaz de seducir a personajes esenciales y la propia y simple suerte que tantos milagros hace fueron sin duda elementos importantes para que su biografía no se viera truncada de forma prematura. Por otra parte, debemos comprender que la amalgama de luces y sombras que se entremezclan en el relato de su vida no hacen sino reflejar la complejidad de una época en que la coherencia resultaba un empeño heroico y la menos mala de las posibilidades realizables no era en muchos casos nada buena. Injustamente olvidada en nuestros días, la extensa producción novelística de Ehrenburg aguarda el veredicto del tiempo con su prosa imaginativa y amable y su hábil trabajo narrativo, encaminado siempre a mostrar las contradicciones y zozobras de los hombres a los que tocó vivir aquellos años difíciles. Al lado de estas obras, sus textos autobiográficos, con su visión próxima, precisa e intensa de algunas de las mayores convulsiones del siglo XX, siguen pareciéndonos hoy su mayor aportación. Estos libros permanecerán sin duda como el legado más valioso de un hombre del que se puede decir que se las arregló para sobrevivir milagrosamente a la travesía del ojo de un huracán, un enamorado de nuestra piel de toro que en un momento crítico acudió generosamente en ayuda de aquella «república de trabajadores» atacada por el fascismo.