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Algunas notas críticas

Un cuarto de siglo de vida democrática

Fuentes: Rebelión

En estos días, se cumple un cuarto de siglo de vigencia ininterrumpida del régimen democrático en el país. Semejante número coincide de cerca con un aniversario mayor: los doscientos años de vida independiente de la Nación Argentina, que se festejarán en mayo de 2010. A primera vista, se trata de libertades muy diferentes: si bien […]

En estos días, se cumple un cuarto de siglo de vigencia ininterrumpida del régimen democrático en el país. Semejante número coincide de cerca con un aniversario mayor: los doscientos años de vida independiente de la Nación Argentina, que se festejarán en mayo de 2010.

A primera vista, se trata de libertades muy diferentes: si bien la fundación de la comunidad política argentina, escindida del poder español como parte de una amplia rebelión americana, se fundó tempranamente en la aspiración de una organización republicana, bajo el imperio formal de un sufragio masculino de amplio alcance-derecho consagrado para Buenos Aires en 1821-, el régimen imperante, netamente restrictivo, tardó largo tiempo en realizar dichas aspiraciones. Bajo la fórmula política predominante, de corte alberdiano, los habitantes del suelo nacional fueron agrupados en dos subconjuntos: los productores, que gozaban de derechos civiles, pero estaban excluidos, de facto, de la comunidad política, y los ciudadanos, que gozaban de las libertades políticas en la medida en que garantizasen el predominio de las elites tradicionales. Esa, y no otra, era la lógica subyacente a la «República Posible»: retener en manos de una minoría el control político de la comunidad.

Todavía en la Argentina del Primer Centenario, los dilemas inherentes a la constitución de una comunidad políticamente libre persistían. De hecho, el desencanto conservador con los resultados del experimento electoral consagrado por la Ley Saénz Peña -que consagraba el sufragio universal masculino, agregando los atributos de obligatorio y secreto- derivaría en una larga renuencia de la derecha política a competir dentro de un sistema electoral abierto. Quienes primero experimentaron las consecuencias prácticas de esta renuencia fueron los radicales, representantes por antonomasia de las clases medias sin abolengo patricio. Desde entonces, los períodos de vigencia plena de los derechos constitucionales alternaron con soluciones pretorianas impuestas por las dos corporaciones que garantizaron la hegemonía de la elite: Iglesia y Fuerzas Armadas.

A este cuadro ya complejo, se agregarían, con mayor fortaleza desde inicios de los años cuarenta, los reclamos sociales de las clases trabajadoras. En 1943, como en 1912, por fin parecía que el sitio a la ciudadela conservadora daría sus frutos: el golpe militar que derrocó al régimen fraudulento de Ramón Castillo contaría, inicialmente, con el apoyo del radicalismo, los sindicatos obreros y la embajada norteamericana. Muy pronto, no obstante, los dirigentes políticos y sociales percibieron que el objetivo del golpe los aleja, en lugar de acercarlos, a la «República Verdadera» de corte democrático.

Sin embargo, la iniciativa militar no se resumía, como mal intentó disimularlo la oposición, en formulaciones políticas propias del Viejo Continente. La ruptura generada por el peronismo quebró los atisbos de frente popular, que eran la verdadera inspiración de la Unión Democrática, y separó al movimiento obrero de la dirigencia y de las organizaciones políticas tradicionales. Dicha escisión llevó, a la postre, a un enfrentamiento político revestido por valores que, por los intereses que encarnaban, se presentaron como opuestos: la libertad política y la justicia social. Otra vez, se presentaba a las mayorías la misma antinomia: productores, o ciudadanos.

Este proceso, inevitablemente, devino en la restauración de fórmulas abiertamente restrictivas de la participación popular. Por supuesto, ahora el sesgo social de dichas fórmulas era abiertamente reaccionario, en la medida en que repudiaba proyectos alternativos efectivamente existentes e implementados.

El largo conflicto reseñado culminó, como sabemos, en la aniquilación de 30.000 argentinos. Con todas las dificultades del caso, el proyecto abierto en diciembre de 1983, encarnado en el alfonsinismo, consciente de su precariedad, ensayó una primera fórmula de síntesis: con la democracia, se nos dijo, se comía, se vivía, se trabajaba y se educaba.

El marasmo de 1989, que fue mucho más allá de la hiperinflación local, redefinió los términos del conflicto una vez más: si la democracia había fracasado, al parecer, en sintetizar los reclamos políticos y sociales, la responsabilidad era de un sistema estatal excesivamente ambicioso, incapaz de cumplir con las demandas de una sociedad que debía acostumbrarse a menos. Por ello, en vez de apelar a los argentinos en los términos de la dicotomía ciudadanía efectiva versus producción, el peronismo simplificó el segundo de estos ejes: expandió indefinidamente los parámetros formales de la libertad individual, para apelar al nuevo ciudadano, no como productor, sino como consumidor.

La utopía neoliberal de los mercados autorregulados, con todo, no podía durar para siempre, y explotó, de hecho, a fines de los años noventa, cuando más y más argentinos se descubrían innecesarios  para los requerimientos del circuito de producción, distribución y consumo doméstico. La traducción política y social de esta catástrofe -esto es, las jornadas de diciembre de 2001- señalaría el grado cero de los consensos políticos acarreados desde 1984. La sociedad, lisa y llanamente, quería más: más trabajo, más transparencia, más y mejor gestión.

Retrospectivamente, la habilidad de una dirigencia política bastante poco talentosa para reencauzar institucionalmente la debacle política de la convertibilidad habla menos de ese talento ausente, como del compromiso tácitamente irreversible de la ciudadanía con la democracia política, compromiso que no se extendía, ciertamente, a las estructuras elementales del sistema -esto es, los partidos políticos-.

Asimismo, diciembre de 2001 fue la piedra fundacional de un nuevo clima político, cuyo emergente fue el kirchnerismo. Si bien éste fue capaz de responder con claridad a las demandas sociales vigentes en 2003, a través de un lento pero inexorable proceso de recuperación estatal, debió, para ello, realizar permanentes equilibrios entre lo nuevo y lo viejo, que le garantizasen la gobernabilidad tal cual era entendida, y le permitiesen, en consecuencia, generar el margen de maniobra para dirimir un programa consistente en el marco de una sociedad extremadamente polarizada.

Pero el pasado seguía allí, alimentado por el inesperado éxito del presente. En los conflictos que jalonaron este año, decisivo para el proyecto nacional inaugurado en 2003, lo verdaderamente preocupante no debe buscarse en supuestos  artificios discursivos, o en incongruencias programáticas. Bien por el contrario, debe temerse que un importante sector de la ciudadanía continúe priorizando sus derechos individuales y el funcionamiento institucional, por sobre las problemáticas sociales heredadas, o viceversa.