Traducido para Rebelión por Ricardo García Pérez
Los reporteros que presencian lo peor del sufrimiento humano y regresan enfadados a la redacción ven cómo la compasión que han experimentado queda desteñida o gravemente silenciada por las diversas capas de redactores jefes que se interponen entre él y los lectores. El culto a la objetividad y el equilibrio, formulado a principios del siglo XIX por los propietarios de los periódicos para aumentar los beneficios extraídos de los anunciantes, desarma y paraliza a la prensa.
Y el culto a la objetividad se convierte en un vehículo oportuno y lucrativo para evitar confrontar verdades desagradables o disgustar a una estructura de poder de la que los medios de información dependen para acceder a ella y obtener beneficios. Ese culto transforma a los reporteros en observadores neutrales o en voyeurs. Destierra la empatía, la pasión y el afán de justicia. A los reporteros se les permite mirar, pero no sentir, ni hablar con su propia voz. Actúan como «profesionales» y se consideran científicos sociales desapasionados y desinteresados. La enfermedad del periodismo estadounidense es la tan cacareada ausencia de sesgos impuesta por unas jerarquías de burócratas impasibles.
«La mera idea de que lo único que hay que hacer con una determinada historia para realizar una labor exquisita de periodismo objetivo es informar de lo que dicen ambos bandos debilita a la prensa», escribió en una ocasión la desaparecida columnista Molly Ivins. «Eso que llamamos objetividad no existe, y la verdad, esa jodienda escurridiza, tiene la mala costumbre de ponerse de un lado o de otro: raras veces se sitúa claramente a mitad de camino de dos puntos de vista contrapuestos. La petulante complacencia de gran parte de la prensa (he oído decir a más de un redactor jefe «Bueno, como los dos bandos nos critican, debemos de haber acertado») nace de la curiosa idea de que, si incluyes una cita de cada bando, preferiblemente de una declaración oficial, ya has cumplido el objetivo. En primer lugar, la mayoría de los reportajes no tienen sólo dos caras sino, al menos, diecisiete. En segundo lugar, no sirve de nada a los lectores, ni a la verdad, citar que una parte dice «gato» y la otra dice «perro» cuando lo cierto es que lo que merodea entre los arbustos es un elefante.»
Ivins proseguía en su escrito diciendo que «los defectos mas graves de la prensa no son los pecados de acción, sino los de omisión: las historias que olvidamos, las que no vemos, las que no convocan ruedas de prensa o las que no proceden de «fuentes fiables»».
Este abyecto defecto ha hecho que nuestro corporativismo deje sin voz a un número cada vez mayor de estadounidenses. Unido al auge de una oligarquía estadounidense despiadada, ha situado también a la prensa tradicional en el lado equivocado de una división en clases cada vez más acusada. El elitismo, la desconfianza y la falta de credibilidad de la prensa (y aquí me refiero al cada vez menor número de instituciones que tratan de ofrecer noticias) proceden directamente de esta desintegración continua y deliberada del núcleo moral de los medios de comunicación.
Este vacío moral lo han aprovechado con eficacia los espectáculos informativos de televisión por cable que emiten las veinticuatro horas del día y los programas basura de entrevistas radiofónicas. La imposibilidad de que la prensa fundada en hechos fehacientes manifieste empatía o ira hacia unas clases marginadas cada vez más voluminosas ha facilitado el catastrófico aumento de la información «sustentada en la fe». El periodismo sin vida e impersonal de los medios de comunicación tradicionales ha reforzado la popularidad de espacios partidistas que presentan una visión del mundo que no suele guardar relación alguna con lo real, pero que responde de forma efectiva a las necesidades emocionales de los espectadores. En cierto sentido, el canal de televisión Fox News no es más objetivo que The New York Times, pero sí hay una diferencia crucial y esencial. Fox News y casi todos los demás distribuidores de noticias por cable no se sienten constreñidos por los hechos comprobables. Para la clase dominante informativa tradicional, tal vez los hechos se pudieran seleccionar de antemano o dirigir hábilmente con la ayuda de especialistas en relaciones públicas, pero lo que no era comprobable no se podía publicar.
Los canales de información por cable han abrazado ingeniosamente el credo de la objetividad y lo han redefinido en términos populistas. Combaten las noticias basadas en hechos comprobables porque tienen un sesgo liberal; en esencia, porque no logran ser objetivas y prometen regresar a la «auténtica» objetividad. Bill O’Reilly, de la Fox, sostiene que «si Fox News es un canal conservador -y utilizo un «si» condicional, ¿qué pasa?-, hay otros cincuenta medios que son ostensiblemente de izquierdas. Ahora bien, yo no creo que la Fox sea un canal conservador. Creo que es un canal tradicional. Hay cierta diferencia. Estamos dispuestos a escuchar puntos de vista que jamás se oirán en la ABC, la CBS o la NBC».
O’Reilly no se equivoca cuando apunta que la objetividad de los medios de comunicación tradicionales contiene un sesgo político intrínseco. Pero se trata de un sesgo que sirve a las élites de poder y está limitado por los hechos. Según escribió James Carey, la tradicional búsqueda de «objetividad» se basa también en una presunción etnocéntrica: «Fingía descubrir la Verdad Universal, proclamar las Leyes Universales y describir al Ser Humano Universal. Sin embargo, al examinarlos resultó que su Ser Humano Universal recordaba a un tipo que encontraron en Cambridge, la de Massachusetts o la de Inglaterra; sus Leyes Universales recordaban a las que parecían beneficiar al Congreso estadounidense y al Parlamento británico; y su Verdad Universal tenía acento inglés y estadounidense».
La objetividad genera la fórmula de citar a especialistas o expertos de la clase dominante sin salirse de los confines de las élites de poder que discuten matices políticos como si fueran teólogos medievales. La labor de un periodista se considera completa siempre que un punto de vista este contrarrestado por otro, que no suele ser más que lo que Sigmund Freud denominaría «narcisismo de la diferencia menor». Pero la mayor parte de las veces suele ser un modo de enturbiar la verdad, y no de revelarla.
Aunque la labor de informar siempre se presenta al público como algo neutro, objetivo e imparcial, nunca deja de ser una tarea enormemente interpretativa. Se define por unos parámetros estilísticos rígidos. Al igual que casi todos los demás periodistas, he escrito centenares de reportajes. Los periodistas empiezan recopilando hechos, afirmaciones, posiciones y anécdotas y, a continuación, seleccionan los que arrojan el «equilibrio» autorizado por la fórmula del periodismo diario. Cuanto más se acercan los reporteros a las fuentes oficiales, por ejemplo las que se ocupan de Wall Street, el Congreso, la Casa Blanca o el Departamento de Estado estadounidense, más restricciones soportan. Cuando informar depende tanto de poder acceder a la noticia, se vuelve muy difícil cuestionar a quienes conceden o deniegan el acceso. Este deseo cobarde de acceder a la noticia ha convertido en cortesanos a amplísimos sectores de la prensa de Washington y a la mayoría de los periodistas económicos. La necesidad de estar invitado a las ruedas de prensa y las entrevistas con autoridades del gobierno o el mundo de los negocios, y el deseo de obtener filtraciones y ser de los primeros en acceder a documentos oficiales, destruyen por completo la autonomía del periodismo.
«Recoge la ira de un palestino a quien los colonos israelíes hayan arrebatado su tierra; pero alude siempre a la «necesidad de seguridad» de Israel y a su «guerra contra el terrorismo»», ha escrito Robert Fisk. «Si se acusa a los estadounidenses de cometer «tortura», llámalo «abuso». Si Israel asesina a un palestino, llámalo «atentado selectivo». Si los armenios lamentan haber sufrido un Holocausto de un millón y medio de personas en 1915, recuerda a los lectores que Turquía niega ese genocidio documentado y absolutamente real. Si Iraq se ha convertido para su pueblo en un infierno, recuerda lo despreciable que era Saddam. Si un dictador está de nuestra parte, llámalo «hombre fuerte». Si es enemigo nuestro, llámalo tirano o dí que forma parte del «eje del mal». Y, por encima de todo, utiliza el término «terrorista». Terrorismo, terrorismo, terrorismo, terrorismo, terrorismo, terrorismo, terrorismo. Siete días por semana.»
«Pregunta «cómo» y «quién», pero no «por qué»», añade Fisk. «Apoya todo en fuentes autorizadas: «autoridades estadounidenses», «altos cargos del servicio de inteligencia», «fuentes oficiales» o policías y militares sin identificar. Y si las instituciones encargadas de protegernos abusan del poder que ostentan, entonces recuerda a los lectores y a los oyentes y a los espectadores lo peligrosos que son los tiempos en que vivimos, la era del terrorismo; que significa que debemos vivir en la Era del Guerrero, alguien cuyo negocio, profesión, vocación y mera existencia consiste en destruir a nuestros enemigos.»
«Según el ejemplo clásico, un refugiado de la Alemania nazi que apareciera en televisión diciendo que en su país de origen están sucediendo monstruosidades debería ir seguido de un portavoz de los nazis diciendo que Adolf Hitler representa la máxima bendición para la humanidad desde que se inventó la pasteurización de la leche», ha escrito Russell Baker, ex columnista de The New York Times. «La verdadera objetividad no sólo exigiría a los periodistas mucho esfuerzo para determinar qué información es fiel, sino también estar dispuesto a soportar la violencia innegable que suscitaría la publicación de un juicio formado de forma objetiva. Para evitar el esfuerzo o la violencia, si un hombre afirma que Hitler es un ogro, le mostramos al instante otro que dice que es un príncipe. ¿Un hombre dice que los cohetes no van a arreglar las cosas? Le enseñamos a otro que dice que sí. Quizá el público no aprenda demasiado de estos asuntos bastante delicados, pero tampoco tendrá motivos para denunciar a los medios de comunicación por falta de imparcialidad o ausencia de objetividad. En resumen, la sociedad está repleta de gente que se enfada si le dicen cómo están las cosas.»
Por su formación y por lo que les desagrada hacer pedazos la idea exagerada que tienen de sí mismos, los periodistas carecen de la propensión y del vocabulario necesarios para analizar cuestiones éticas. Si se les presiona, farfullarán algo sobre decir la verdad y servir a la opinión pública. Prefieren no enfrentarse al hecho de que mi verdad no es la verdad de otro. Como escribió Walter Lippman en su libro Public Opinion, las noticias son una señal, un pitido, una alarma de que está sucediendo algo más allá de nuestro reducido círculo vital
El periodismo no nos señala la verdad porque, a juicio de Lippman, siempre hay una brecha descomunal entre la verdad y la información. Las cuestiones éticas enfrentan al periodismo al nebuloso mundo de la interpretación y la filosofía y, por eso, los periodistas huyen de la indagación ética como un rebaño de corderos atemorizados.
Aunque les gusta fomentar la imagen de que son unos individualistas rematados, los periodistas son, en última instancia, otra variedad de empleados corporativistas. Afirman que sus clientes son una opinión pública amorfa. Buscan justificación moral en el servicio que prestan a esa masa anónima y sin rostro y hablan muy poco de la enorme influencia que ejercen las élites de poder para moldear y determinar el ejercicio del periodismo. ¿existe siquiera opinión pública en una sociedad tan fragmentada y dividida como la nuestra? O, como escribe Walter Lippmann, ¿acaso hoy día la opinión pública no está tan desinformada y tan divorciada de los engranajes del poder y la diplomacia como para constituir una tabla rasa sobre la que nuestro ejército de propagandistas puede dejar un mensaje, a menudo a través de la prensa?
La simbiosis entre prensa y élites de poder lleva operando casi un siglo. Funcionó mientras nuestras élites de poder eran competentes, al margen de los despiadadas o insensibles que se mostraran. Pero cuando las élites de poder se volvieron incompetentes y quebraron desde el punto de vista moral, la prensa, junto con las propias élites de poder, perdieron el último vestigio de credibilidad. Como se ha visto en la guerra de Iraq y en las consecuencias de las perturbaciones económicas, la prensa se ha convertido en una clase cortesana. La prensa, que siempre ha escrito y hablado de suposiciones y principios que reflejan el consenso de la élite, hace proselitismo de un consenso manifiestamente artificial. Las élites de poder supervisaron el desmantelamiento de la base productiva de Estados Unidos y la traición a la clase trabajadora mediante la aprobación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA, North American Free Trade Agreement), y la prensa proclamó a bombo y platillo que era una forma de crecimiento. Las élites de poder desregularon la industria bancaria, lo que ha desembocado en quiebras de bancos a escala nacional, y la prensa ensalzó el valor del libre mercado. Las élites corrompieron los mecanismos del poder para promover intereses empresariales, y la prensa mezcló ingenuamente libertad con libre mercado. Tal vez este tipo de periodismo haya sido «objetivo» e «imparcial», pero era contrario al sentido común. En manos de cualquier periodista que se precie de serlo, la cruda realidad de las antiguas ciudades productoras de acero hoy clausuradas y de la creciente miseria humana debería haber servido para desenmascarar las fantasías. Pero hace mucho que la prensa dejó de pensar y perdió casi toda su autonomía moral.
El periodismo de verdad, el que se basa en el compromiso con la justicia y la comprensión, debería haber informado y fortalecido a la opinión pública mientras sufríamos un golpe de estado empresarial a cámara lenta. Podría haber propiciado un debate en profundidad sobre las estructuras, las leyes, los privilegios, el poder y la justicia. Pero la prensa tradicional abandonó su función social y se aferró a un protocolo anticuado y concebido para servir a unas estructuras de poder corruptas,. Las empresas, que en otros tiempos enriquecieron mucho a esos distribuidores de noticias, las han convertido ahora en formas de publicidad más efectivas. Los beneficios se han desplomado. Y sin embargo estos cortesanos de la prensa, perdidos en la ilusión de su rectitud y probidad moral, se aferran a la moral hueca de la «objetividad» con una fiereza cómica.
El mundo no va a ser un lugar mejor cuando desaparezcan las organizaciones de noticias fundadas en hechos fehacientes. Quedaremos sumidos en una cultura en la que los hechos y las opiniones serán intercambiables, donde las mentiras se volverán verdades y la fantasía se venderá como información. Lamentaré la desaparición de la información tradicional. Soltará las amarras que nos unen a la realidad. Lo trágico es que el vacío moral del negocio de la información contribuya tanto a su propia aniquilación como los protofascistas que se alimentan de sus huesos.
Fuente: http://mediachannel.org/blog/