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Medios de comunicación y democracia

Cómo se excluyó al pueblo del gobierno y cómo se le convenció de lo contrario

Fuentes: Rebelión

«Si algo distingue al fascismo y al imperialismo como técnicas de infiltración es precisamente su empleo tendencioso del lenguaje, su manera de servirse de los mismos conceptos […] para alterar y viciar su sentido más profundo y proponerlos como consignas de sus ideologías». (Julio Cortázar) Que los medios de comunicación de masas son un elemento […]

«Si algo distingue al fascismo y al imperialismo como técnicas de infiltración es precisamente su empleo tendencioso del lenguaje, su manera de servirse de los mismos conceptos […] para alterar y viciar su sentido más profundo y proponerlos como consignas de sus ideologías». (Julio Cortázar)

Que los medios de comunicación de masas son un elemento esencial para el funcionamiento de las democracias modernas resulta una afirmación evidente tanto para los estudiosos de los medios como para el ciudadano de a pie; de modo que parece lógico preguntarse ¿hasta qué punto podrían funcionar las democracias sin estos, concretos y específicos, medios de comunicación?, e incluso ¿cuál es el peso, o la medida, de su necesidad para el ejercicio del gobierno? Aunque a primera vista podamos pensar que se trata de dos preguntas retóricas, desde mi punto de vista, se trata, como diría Hanna Arendt, de preguntas elementales y directas que surgen cuando no hay o no son válidas las respuestas dadas por la tradición1, ya que su desarrollo puede arrojar luz sobre de las características de nuestros sistemas de gobierno a los que llamamos democracias y, más aun, despejar el camino sobre la posibilidad de «otros medios de comunicación» cuyos principios de servicio público se correspondan realmente con sus prácticas cotidianas.

Un paso obligado es comenzar aclarando que, desde el punto de vista de la teoría política, no es lo mismo democracia que sistemas representativos, aunque la evolución teórica y conceptual a partir de la revolución francesa y especialmente de la estadounidense acabaron por identificar el término democracia con los sistemas de gobierno indirecto, delegado o representativo. Como señala Bernard Manin, lo que hoy llamamos gobiernos democráticos contemporáneos son sistemas que evolucionaron a partir de un sistema político, especialmente el estadounidense, que, en su origen, no se consideraba una forma de democracia o gobierno del pueblo; es más, surgieron en oposición al propio concepto de gobierno del pueblo. Para los padres fundadores y fervientes defensores del sistema «representativo o republicano» (Madison, Hamilton) existía una gran diferencia entre gobierno representativo y gobierno democrático; en el primero, el pueblo estaba excluido de cualquier participación en el gobierno y no era así en el segundo. El gobierno representativo no era una forma de democracia sino un sistema político diferente y superior, ya que el ejercicio del gobierno recaía en un grupo de ciudadanos más capacitados que sabían reconocer los verdaderos intereses del país y no se dejarían llevar por las coyunturas, los prejuicios o los intereses particulares. Así pues, se identificaba el juicio de los representantes con el bien del pueblo. El pueblo era considerado menor de edad e incapaz de gobernarse tanto como de reconocer sus intereses colectivos2.

Esta visión del gobierno y del pueblo era profundamente aristocrática y contradictoria con el propio contexto independentista de las colonias norteamericanas, dominado por la demanda de autogobierno y libertad respecto de la metrópoli británica. Ambos, autogobierno y libertad, eran principios que daban legitimidad a las reivindicaciones de las colonias norteamericanas pero que al mismo tiempo podían volverse en su contra a la hora de diseñar el nuevo gobierno, dando cabida a sectores sociales, «turbas» desposeídas que numéricamente les superaban3. Esta situación contradictoria también se dio en la revolución francesa, en donde los principios de libertad, igualdad y fraternidad permitieron que la burguesía se apoyara en el campesinado empobrecido para derrocar a la monarquía y cambiar poco a poco la legitimidad monárquico-hereditaria por la legitimidad democrática (Ferrero, 1988)4. Pero el miedo a que las masas pudieran reivindicar el ejercicio del gobierno y no ser sólo sostén legitimador es lo que originó los distintos sistemas de voto restringido, gobierno delegado o representativo. Los más encarnizados debates del proceso constituyente estadounidense se relacionan con esta necesidad de restringir y/o excluir cualquier posibilidad de un gobierno democrático (entendiendo como tal aquel en el que el pueblo se autogobierna)5.

Además, esta conceptualización, que, como decimos, es el origen de los sistemas de gobierno actuales, obtenía sus nutrientes del sistema económico propio de la sociedad industrial y capitalista. Para los defensores del sistema representativo, éste no sólo era el mejor sistema porque permitía la administración desapasionada del gobierno, sino que era la forma más apropiada para liberar a los individuos de tareas que no podrían ejercer por su dedicación a la producción y al intercambio económico. Se trasladaba así la división del trabajo smithiana de la producción al gobierno; con una interesante diferencia: mientras que para los «antifederalistas» norteamericanos esta división del trabajo no significaba que los que gobernaran fueran diferentes a los gobernados (principio de distinción), para los federalistas, que finalmente fueron los que plasmaron sus criterios en la Constitución estadounidense, la única capacitada para estas tareas (por su virtud, su inteligencia y su propiedad) era la elite propietaria.

A diferencia del gobierno representativo o delegado, cuando hablamos de sistemas democráticos el referente o el modelo al que aludimos no es tanto el periodo concreto ateniense, que por lo demás fue muy breve, como los principios de igualdad política entre los ciudadanos y el poder ejercido, es decir, al autogobierno o a la «democracia directa» (Bobbio,2003). Este ideal o conjunto de principios, en la Grecia clásica, suponían en la práctica una combinación de procedimientos de delegación y de ejercicio del gobierno directo (en la democracia ateniense existían cargos electos y sorteados; y la asamblea popular no era el centro de todo el poder). Tanto en el caso de las funciones que se ejercían por delegación como en el de las que eran asumidas directamente por los ciudadanos, hablamos de democracia o de gobierno del pueblo porque la delegación era muy diferente a los cargos delegados actuales. Manin pone el ejemplo del mensajero que lleva un mensaje de una persona a otra de modo que ambas se comunican indirectamente, y en el que el remitente controla el contenido y el destino de su mensaje, y la función del mensajero consiste exclusivamente en realizar o trasladar la comunicación; muy diferente al ejercicio de delegación que ejerce un banco en el que depositamos nuestro dinero y desde el mismo momento en que depositamos este dinero perdemos el control sobre dónde será invertido, sólo controlamos la recuperación del capital. Así pues, el gobierno indirecto que ejercían los cargos delegados en la democracia ateniense poco se parece al gobierno indirecto de los sistemas representativos, nuestros modernos sistemas a los que llamamos democracias.

Teóricos de la democracia como Manin o Guy Hermet consideran pues que los sistemas de gobierno modernos se basan en la exclusión del pueblo del ejercicio del gobierno tanto como en la lucha de éste por hacer coincidir estos sistemas de gobierno con el ideal democrático del que han tomado su nombre.

El porqué los sistemas de gobierno representativo acabaron por incorporar en su denominación el término «democracia» está en estrecha relación con la mayor capacidad legitimadora del ejercicio del poder de las democracias (gobiernos del pueblo) frente a los sistemas de delegación o representación en los que una elite o minoría ejerce el poder sobre la mayoría. Entendemos por legitimidad el conjunto de valores y principios aceptados por la población mediante los que el ejercicio del poder es aceptado y justificado (Lipset, 1987).

Así pues, los sistemas representativos basados en «el gobierno en nombre del pueblo», es decir, nuestras democracias «delegadas o representativas», han necesitado apropiarse del capital legitimador del paradigma democrático, posibilitando el ejercicio del gobierno por parte de unos pocos, al hacer descansar en el pueblo la soberanía (la fuente de legitimidad) y desarrollar los procedimientos para que el pueblo sancione periódicamente la forma de ejercicio del poder (el sufragio universal). El procedimiento se convierte en la propia imagen de la democracia: hay democracia cuando hay elecciones y viceversa, hay elecciones cuando hay democracia (aunque no siempre es aceptada esta correlación cuando se trata de sistemas que no se subordinan a los intereses del capital, como es el caso de la Venezuela actual, donde 8 procesos electorales no han conseguido que se hablara de la legitimidad del presidente Chávez). Junto con los procesos electorales, el otro pilar del procedimiento legitimador de los sistemas representativos es el concepto de la «voluntad popular» materializada a través de «la opinión pública»6.

Ya Hume en los Primeros Principios del Gobierno consideraba sorprendente la facilidad con que «los muchos son gobernados por los pocos» y, teniendo en cuenta que la fuerza está siempre del lado de los muchos, la única explicación que encontraba era que los gobernantes se apoyaban en «la opinión»; ciertamente, concluía, «el gobierno se basa tan sólo en la opinión; y esta máxima se extiende tanto a los gobiernos más despóticos y más militares como a los más libres y más populares» (N. Chomsky, 2001:335). De esta forma, reconocía la importancia de la legitimidad en el mantenimiento de los sistemas de gobierno: daba igual que se tratara de una legitimidad basada en las creencias religiosas (legitimidad monárquico-hereditaria, que diría Ferrero) o en los principios de la razón (legitimidad democrático-electiva). Decir que el gobierno nazi no era legítimo no sería correcto desde el punto de vista de la aceptación y consentimiento de la población, pero tampoco desde el punto de vista electoral, dado que fueron las urnas las que dieron el poder a Hitler.

Si la opinión es quien otorga a los gobernantes el derecho a ejercer el poder sobre los gobernados, las situaciones de conflicto se disuelven no sólo por la fuerza de la ley, sino por vía del consentimiento y/o del convencimiento. Los medios de comunicación surgen pues como pilares de nuestras formas de gobierno, ya que «si el Estado carece de la fuerza para coaccionar y puede escucharse la voz del pueblo, es necesario asegurarse de que la voz dice lo correcto» (Chomsky, 2001). Éstos adquieren la función legitimadora del sistema político, al asumir, junto con el procedimiento electoral, la expresión de la voluntad popular.

Como señala Santiago Alba, la modernidad da lugar a la separación entre la fuente de poder y la fuente de legitimidad. El poder y el ejercicio del gobierno están en manos del capital mientras que la legitimidad descansa en el pueblo. Esta paradoja lleva a los sistemas representativos a desarrollar y controlar los dispositivos de convencimiento (instituciones y medios de comunicación). Si no se controlaran estos dispositivos, la separación entre el poder y su fuente de legitimidad haría inviable el capitalismo, que se vería constantemente contestado por las revueltas sociales. Para que el sistema funcione sin mayores quebraderos de cabeza para el capital, se necesita «controlar» al pueblo porque, en tanto que fuente de legitimidad, éste no está desprovisto de poder: el de acabar con los poderosos (Alba, 2004).

Un ejemplo ilustrativo de lo anterior es el de los palestinos. El poder que poseen tiene que ver con la gran legitimidad que les confiere su situación de pueblo sometido a una ocupación. Un hecho que aún no ha podido ser borrado del imaginario colectivo del resto de los pueblos, el derecho a la autonomía y la autodeterminación, sigue fungiendo como principio legitimador para el ejercicio de la rebelión contra la potencia ocupante. Sin embargo, E. Said se quejaba de que los palestinos no se habían ocupado de incidir en los medios de comunicación y, como consecuencia de ello, estaban perdiendo la batalla de la legitimidad. Son los israelíes los que han desplegado todo su arsenal, también mediático, para minar esta fuente de poder palestina (Said, 2004:2).

Por otro lado, la separación entre la fuente de poder y la fuente de legitimidad es el punto de conexión entre la democracia y los sistemas representativos a los que actualmente llamamos democracias y es la que confiere a los medios de comunicación su centralidad. Como consecuencia de dicha escisión surge la necesidad de dar cuenta/informar al pueblo de las decisiones que se toman en su nombre, obliga a las campañas electorales y a crear la ficción, en última instancia, de que el poder no sólo reside en el pueblo, sino que lo tiene el pueblo y lo ejerce de forma indirecta. En este sentido, constituye uno de los principales impedimentos para el ejercicio del poder que la gente pueda formarse sus propias opiniones sobre los hechos y quiera que se tomen decisiones políticas siguiendo sus opiniones (caso de la decisión de participar en la guerra contra Iraq tomada por el gobierno de J. María Aznar en España). Un destacado periodista y asesor de diversos presidentes de EE.UU.7, W. Lippmann, se quejaba en 1922 de que la opinión pública había adquirido más relevancia que los órganos legislativos de los gobiernos y esto hacía que los principales generadores de opinión pública, los medios de comunicación -en su día las «crónicas periodísticas» y las fuentes de opinión pública-, fueran objeto de deseo de los poderes públicos convirtiéndose en instrumentos de los gobiernos. De modo que garantizar la ecuanimidad de los medios y la protección de las fuentes de opinión «se han convertido en el principal problema de la democracia» decía (Lippmann, 2003:15); pero la preocupación de Lippmann no era un alegato a favor de los gobernados, sino la convicción de que, de la misma forma que el pueblo no mostraba interés por los asuntos públicos y no era suficientemente inteligente o no estaba preparado para reconocer los intereses comunes, tampoco los gobernantes podían recibir las informaciones adecuadas y suficientes como para tomar decisiones en base a ellas, de modo que la solución a los problemas sobre la transmisión y recepción de la información necesaria para gobernar la colocó en las «oficinas de inteligencia» administradas por expertos, desinteresados, neutrales y libres tanto de la presión del Estado y sus intereses como de las masas prejuiciadas. En definitiva, que ni siquiera el gobierno real estuviera en manos de los políticos electos sino de los técnicos, de los administradores, o de los gabinetes de asesores.

Siendo conscientes de la estrecha relación entre los medios de comunicación y la democracia, incluso antes de que se convirtieran en medios de comunicación de masas, a principios del siglo XX, los teóricos consideraban que la independencia de los medios estaba amenazada por los gobiernos y, por tanto, la libertad del público para formarse una opinión libre en base a la información que le suministraban los medios de cada época.

Dando por hecho que el peligro estaba en la utilización partidaria del gran potencial de los medios y siguiendo el mismo criterio utilitarista aplicado a la política, la independencia de los medios se consideró la garantía suficiente para su imparcialidad. La ficción construida sobre la política, -su independencia respecto de los intereses económicos particulares-, se trasladó también a los medios, convirtiendo la acción periodística en un saber técnico y neutro.

Notas:

1 La obra de esta gran pensadora se desarrolla en la búsqueda de los sentidos de conceptos como «política», «totalitarismo», «esfera social», etc. Cualquier reflexión que pretenda ir más allá de los lugares comunes en relación al problema de la política tiene que pasar por la revisión de su obra.

2 En el campo filosófico, con las revoluciones democráticas del XVIII (la inglesa, la francesa y la estadounidense) ya se había producido la transformación de la política, que dejó de ser un saber dentro de la tradición clásica, una «filosofía práctica» (la moral y la política formaban parte del mismo campo del saber) para convertirse en un saber técnico-instrumental. En este tránsito, la información y la comunicación, en el ámbito de la política, se tornaron también en saberes técnicos al servicio de las elites gobernantes (Habermas (1987).

3 En esta pugna también estaba incluido el conflicto entre las distintas facciones independentistas, la de los comerciantes acreedores y la de los productores deudores. Según Gargarella, era en las comunidades rurales de estos últimos donde se daban prácticas democráticas de autogobierno y de las que surgió la máxima oposición a las pretensiones federalistas. (Ver R. Gargarella,(1995) Nos, los representantes: crítica a los fundamentos del sistema representativo; Miño y Dávila editores, Buenos Aires, Argentina

4 Según Ferrero en su extraordinario estudio sobre el poder y la legitimidad en la revolución francesa, el primer principio de legitimidad creado por Occidente y pacíficamente aceptado hasta las revoluciones americana y francesa fue el hereditario-aristocrático-monárquico. Luego, estas revoluciones lideradas por la burguesía construirían nuevos principios de legitimidad democrático-electiva.

5 Los debates de los federalistas estadounidenses en la elaboración de la Constitución de Estados Unidos de América son un fiel reflejo de los miedos de la elite gobernante respecto de la participación del pueblo (lo que ellos consideraban las masas pobres) y la necesidad de controlar a estas mayorías construyendo un sistema que de forma «natural» permitiera el ejercicio del gobierno por las minorías con la aceptación y el consentimiento del pueblo (A. Hamilton, J. Madison y J. Jay (1994): El federalista, FCE, México).

6 Las elecciones, a veces, no son suficientes para convencer a la ciudadanía de que participa indirectamente en el gobierno -constatable en la negativa de muchos pueblos a participar en los procesos electorales-. La situación actual en Afganistán o la que se plantea en Iraq evidencian el papel propagandístico de los procesos electorales, mucho más en las sociedades occidentales que en estos países. Pero, como decíamos, a veces no es suficiente con poner en marcha los procedimientos habituales de las votaciones, y de ahí surgirá un elemento no menos importante que los procedimientos electorales será la opinión pública.

7 Lippmann realizó trabajo propagandístico durante la Primera Guerra Mundial siendo editorialista de The New Republic, pero también tuvo una participación directa en el conflicto viajando a Europa como representante especial de la Casa Blanca. Formando parte de la inteligencia militar, no sólo escribió folletos propagandísticos, sino que participó en interrogatorios de prisioneros y coordinó operaciones de inteligencia militar con los aliados.

* Este texto pertenece al libro Manipulación y medios en la sociedad de la información, coordinado por A. Aparici, A. Diez y F. Tucho, ediciones de la Torre (2007)

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.