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Pero entonces, ¿los activistas de la flotilla eran buenos o malos?

Fuentes: Rebelión

Leía ayer en El Mundo una noticia estremecedora: en la ciudad petrolera de Hassi Messaud, en el sudeste de Argelia, decenas de trabajadoras solteras, divorciadas y viudas son cotidianamente insultadas, humilladas, robadas y agredidas por vivir solas. Este hostigamiento, apenas reprimido por la policía, se viene repitiendo desde hace muchos años y alcanzó su expresión […]


Leía ayer en El Mundo una noticia estremecedora: en la ciudad petrolera de Hassi Messaud, en el sudeste de Argelia, decenas de trabajadoras solteras, divorciadas y viudas son cotidianamente insultadas, humilladas, robadas y agredidas por vivir solas. Este hostigamiento, apenas reprimido por la policía, se viene repitiendo desde hace muchos años y alcanzó su expresión más violenta la noche del 12 de julio de 2001 cuando 300 hombres armados asaltaron las casas de las pecadoras, las desnudaron y violaron, procediendo luego a quemar o a enterrar vivas a algunas de ellas. El pasado 25 de abril, la psicóloga Charifa Buata creó, junto a otras mujeres y organizaciones feministas, un Colectivo de Solidaridad para defender su derecho a vivir y trabajar en las condiciones que ellas elijan, sin la «protección» de un hombre.

En principio, la noticia me pareció impecable desde el punto de vista periodístico, pero enseguida reparé en que se ajustaba poco al modelo que se aplica a otras cuestiones. Por comparación, resultaba -cómo decirlo- poco «equidistante». El responsable de la información, ¿no habría tenido que darnos también la versión de los 300 hombres justicieros o al menos de su portavoz autorizado? ¿No estaban defendiendo esos buenos padres de familia su virilidad amenazada, su identidad religiosa insultada, las tradiciones del país y el honor de su población? Y las mujeres así tratadas, ¿no eran en realidad unas provocadoras que daban el mal ejemplo de su criminal independencia? ¿No eran unas desvergonzadas fornicadoras? ¿No eran además violentas y agresivas? ¿No trataron quizás de protegerse mientras los 300 virtuosos las golpeaban y desnudaban o, aún más, no intentaron ellas mismas golpear con el puño a los que estaban salvándolas a cuchilladas de sus propios errores y desmanes? ¿No merecían tal vez lo que les pasó? Y en cuanto a esa tal Charifa Buata, ¿no es una entrometida a la que hay que parar los pies? ¿Una puta feminista, amiga de artistas y maricones, que viene de fuera a violar la paz de la ciudad?

Así contada, la noticia habría sido sin duda mucho más «equidistante»: si 300 hombres armados de cuchillos desnudan, violan y matan a mujeres solas en sus casas, esos hombres tendrán derecho a dar su versión, a justificarse, a degradar a las víctimas, a defender su conducta. Lo tendrán ante un juez, sí. ¿Pero también en los medios de comunicación?

La noticia de El Mundo sobre las mujeres de Messaud no es «equidistante», pero sí de una razonable objetividad: describe hechos probados, constitutivos de delito, y excluye además toda posibilidad subjetiva de identificación con los agresores. Es verdad que, rescatada precisamente en este momento y en esa portada, su «objetividad» alimenta la visión islamófoba dominante y hasta cabe maliciarse que ésa es la verdadera razón de que los lectores tengan acceso ahora a una información que, en la distribución de la página, sólo bajo las declaraciones de Netanyahu contra el «terrorismo islámico» cobra vida y sentido. Pero es esta misma «objetividad» de la noticia argelina, tan refinadamente manipuladora, la que ilumina de pronto todo el refinamiento manipulador de la «equidistancia» aplicada a las noticias sobre Israel y la Flota de la Libertad. La objetividad de un caso contrasta con la equidistancia del otro y revela la intención fraudulenta de ambas. Una y otra -objetividad y equidistancia- pueden usarse, y se usan cotidianamente, contra la ética y contra la verdad.

Lo cierto es que, si la objetividad no es la regla que guía a nuestros periódicos, salvo para promocionar una mentira, tampoco lo es la equidistancia, salvo para minar la objetividad. Nadie puede negar que en estos días los medios han recogido el punto de vista de los activistas que viajaban en la Flotilla, han difundido sus declaraciones y no han silenciado las más contundentes condenas y denuncias. Quedarse ahí habría significado apostar por la objetividad. ¿Por qué había que recurrir en este caso a la «equidistancia»? Los medios de comunicación españoles no suelen hacerlo en el caso de Iraq, donde la resistencia permanece en la penumbra, o de Afganistán, cuyos talibanes son malvados mudos, ni tampoco con Hizbullah o Hamas, a los que nunca preguntan su «versión» de los hechos, aunque sus países sean bombardeados y sus conciudadanos asesinados; y tampoco -huelga decirlo- se usa con ETA, a la que jamás se ha cedido la palabra, en nombre de la equidistancia, después de un atentado mortal. ¿Por qué entonces sí con los asesinos de Yildirin, Bengi, Kiliçiar y sus compañeros turcos? Bueno, es muy sencillo: si de lo que se trata es de defender a Israel y no se puede silenciar a las víctimas, si hay que contar la verdad desactivando todos sus efectos, entonces la equidistancia es la herramienta adecuada.

Tras atacar mortalmente la Flota, Israel secuestró a los supervivientes, a los heridos y a los muertos; y secuestró también la información. Ningún medio denunció este colofón natural de los crímenes anteriores. Al contrario, todos aceptaron como «fuente» de información a los portavoces de los asesinos y los secuestradores, de manera que, como certeramente indica Samuel en su blog Quilombo (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=107240), el marco mismo de construcción de la noticia quedó en manos israelíes. El gobierno israelí no negó los hechos: reconoció que la nave estaba en aguas internacionales, reconoció haberla asaltado, reconoció haber matado a algunos de sus pasajeros. Reconoció, en definitiva, su crimen. Pero enseguida impuso la convicción de que, más allá de la objetividad, la verdadera cuestión era la de saber si los activistas eran buenos o malos chicos y si, por lo tanto, con arreglo a la definición religiosa de «terrorismo», aceptada ya por casi todos, contra ellos estaba o no todo permitido. Sobre los hechos no había discusión, pero sobre la catadura moral de los muertos y los supervivientes sí. Aquí había por fin dos versiones, y se abría por tanto la posibilidad maravillosa, más allá de la objetividad, y mucho más decisiva, de la equidistancia. Los medios han aceptado con entusiasmo el debate; también el ministro Moratinos, que se ha declarado dispuesto a «escuchar lo que tengan que decir» los tres activistas españoles (como si tuviese que juzgar sus voces y su tono y esperar a penetrar su alma con la mirada para valorar lo ocurrido). Pero lo malo es que lo han aceptado los propios activistas.

De lo que se trata ahora es de saber si los pasajeros de la Flota de la libertad eran buenos o no, si eran realmente pacifistas, si llevaban o no armas y si su intención era sinceramente humanitaria. Israel, con la complicidad de los medios de comunicación, ha conseguido desplazar la atención de la objetividad de los hechos a la subjetividad de las voluntades; ha conseguido desplazar el centro de gravedad del derecho a la religión. Todas las religiones -incluidas las tres monoteístas- han insistido siempre en la necesidad de que la víctima sacrificial sea pura y sin tacha, porque es precisamente su pureza la que la hace digna de los dioses: la inclinación a hablar siempre bien de los muertos, y especialmente de los asesinados, es un residuo de esta mentalidad sacrificial que el Levítico reglamenta rigurosamente, pero que podemos encontrar igualmente en Grecia. La idea de justicia, tal y como la formuló primero Sócrates y más adelante el derecho penal, rompió con este concepto religioso de la víctima como catalizador subjetivo de la violencia. Lo que importa, a los ojos de la ley, no es la moralidad del agredido sino la acción del agresor. Israel, al negar no el acto sino la pureza de la víctima, restablece precisamente la lógica del sacrificio, en la que los propios activistas quedan atrapados con sus reclamaciones de inocencia. El resultado es que, al leer estos días los periódicos, uno tiene que estar muy atento para no dejarse arrastrar por tres falsas evidencias que se imponen con la aceptación misma del debate:

– La de que el delito era romper y no imponer el bloqueo de Gaza.

– La de que el delito era defender, y no atacar, el barco.

– La de que, en definitiva, es más violento el hecho de afirmar la legalidad que el de violarla.

Un gran éxito, como se ve, de la estrategia mediática, cuya «equidistancia» consigue el efecto prodigioso -abracadabra- de voltear por entero la objetividad de los hechos. A igual distancia de unos y otros, las víctimas no podrán ser nunca lo bastante inocentes -por más corazas y uñas que se quiten- como para no resultar fallidas y, por tanto, susceptibles de exterminio. Así lo decía el periódico italiano Il Giornale en su portada del 2 de mayo: «Mueren diez amigos de los terroristas. Israel hizo bien en disparar». Dispararon infringiendo la ley, sí, pero dispararon contra los malos.

Cuanto menos se cumple, y justamente porque no se cumple, más creo en el derecho como mínima fuente de objetividad que nos impide deslizarnos al ámbito religioso, donde la partida la ganarán siempre los más fuertes. La violencia que la aniquila mancha además a la víctima: eso es religión. Frente a ella -y frente a la equidistancia proisraelí de los medios- es necesario recordar aquí, para terminar, lo que nadie se ha atrevido a decir:

– Que los principios ideológicos del movimiento Free Gaza y la Fundación IHH, así como la desigualdad asumida de fuerzas, excluyen la posibilidad de que los pasajeros de la nave asaltada llevasen armas. Si las hubiesen tenido -y destructivas y poderosas- quizás Israel se lo hubiese pensado dos veces antes de atacarlos. Pero lo que hay que decir es que si las hubiesen tenido, si los pacifistas hubiesen tenido armas e Israel les hubiese atacado, entonces habrían tenido el derecho y, aún más, la obligación de defenderse. Y a continuación también el derecho -también la obligación- de sentirse buenos.

No cabe esperar que la ONU tenga la decencia de condecorar y asignar sueldos póstumos a los nueve de Turquía por haber hecho lo que tendría que hacer ella. Pero lo cierto es que la Flota de la Libertad, con sus cincuenta nacionalidades a bordo, fue por unos días, navegando por el Mediterráneo, la ONU en la que todos queremos refugiarnos.

 

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

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