El espectáculo de la actualidad social y pública ofrecido por la vida moderna de este país en los medios gráficos y audiovisuales, a muchos resulta bochornoso y deprimente a muchos más. Saber lo que sucede día a día cuesta altas dosis de exasperación, de tristeza y de impotencia. A menudo pensamos que, vista la consternación […]
El espectáculo de la actualidad social y pública ofrecido por la vida moderna de este país en los medios gráficos y audiovisuales, a muchos resulta bochornoso y deprimente a muchos más. Saber lo que sucede día a día cuesta altas dosis de exasperación, de tristeza y de impotencia. A menudo pensamos que, vista la consternación que nos causa cada noticia, preferiríamos ignorarla e incluso vivir en la ignorancia sobre los hechos sociales que por norma sólo generan inquietud, desasosiego e indignación. Pues no parece que sea el objetivo de la vida vivir exasperados…
Aunque es cierto que tampoco es saludable vivir absolutamente aislado de la «realidad» de la noticia, pues pudiera acabar en cierta esquizofrenia. Pero no hay miedo. Allá donde vayamos no podremos evitar escuchar las campanadas. Por consiguiente, el secreto está en mantenernos en lo posible a distancia de la noticia, no fustigando la curiosidad que puede devorarnos las entrañas, con el suplicio a que Zeus sometió a Prometeo. En último término, bástenos los titulares, no alimentemos la amargura.
El ágora moderna, la plaza pública, se ha trasladado a los escenarios televisivos. Los políticos son un misérrimo espectáculo de sí mismos, pero los verdaderos protagonistas son los periodistas. Acompañados a veces por partenairs incidentales que desfilan por los platós, no se limitan a dar cuenta de los hechos: opinan, es decir, juzgan. Y esos jueces son prácticamente siempre los mismos. Unas docenas de ellos copan el enjuiciamiento diario a lo largo de los años, como son los mismos magistrados los que componen ordinariamente el mismo tribunal. Así tenemos a un periodismo predominante con miembros predominantes. Con lo que unas cuantas decenas de periodistas pertenecientes a los medios gráficos o audiovisuales, casi todos en manos de los reaccionarios, se convierten en los sumos sacerdotes de la sociedad antes de que los jueces administren justicia en el juicio contradictorio propiamente dicho. Es más, les condicionan. Pues ellos son los que generan las llamadas «corrientes de opinión». Es decir, gavillas de ideas de los miembros encumbrados del cuarto poder… que acaba a menudo siendo el primero (aunque a su vez manejado por lobbies). Miembros encumbrados, porque centenares o miles de periodistas se quedan fuera, en misiones subalternas a la orden de los otros o refugiados en los medios alternativos. Y esto mismo puede ser en sí mismo otro drama más que añadir a los cuatiosos dramas individuales que padece este país.
Así las cosas y volviendo al tema central de estas reflexiones, los platós televisivos dedican millones de horas a difundir las corrientes de opinión tras la noticia. Después de haberse dado a menudo importancia a lo que objetivamente no tiene tanta y habérsela quitado a lo que en verdad la tiene; después de haberse puesto el foco durante un tiempo sobre hechos, rumores o presunciones sobre un hecho cuyo interés es desplazado rápidamente por el siguiente, los jurados mediáticos de cadenas televisivas de carácter nacional o autonómico, se pronuncian sobre todo.
Un moderador regula, en teoría, la participación de los presentes en las justas. Va pasando el tiempo… y lo que acaba llamando poderosamente la atención son tres cosas. Una es la tendencia del presentador o moderador, obsequioso y permisivo con la locuacidad de unos o unas y cortante con otros u otras. Otra es el espíritu mimético de la cadena según casos y momentos, según sople el viento, pese a la independencia que postula. Y la tercera, la naturalidad con la que los presentadores lo explican y excusan todo en aras de… la publicidad «que nos da de comer», a veces dicen. Con lo que La Publicidad, las agencias y los patrocinadores se agigantan obscenamente convertidos en el verdadero artificiero de la realidad, el Gran Hacedor del marco y del sistema, el lobby de lobbies. Se adivinan o clarean sus condicionamientos, sus vetos y su imposiciones en la sombra. Y así, en su nombre sin citarla se corta la locución (generalmente al mismo tertuliano o la misma tertuliana que nunca puede terminar su argumentación). Y todo en medio de un desagradable guirigay; un esperpento que es reflejo del caótico talante «nacional», un galimatías que a cualquier espíritu medianamente sensible le hace vomitar después de haber casi enfermado al saber sobradamente de los incontables abusos del poder político, bancario y financiero; abusos de. quienes, simulando mirar por el bien común y el pueblo, han saqueado toneladas de dinero público y concitado toneladas de un poder que nos asquea, nos aplasta y nos arruina…
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