Traducido para Rebelión por Paco Muñoz de Bustillo
Julian Assange no está sometido a juicio solo por su libertad y su vida. Está luchando por el derecho de todo periodista a ejercer periodismo de investigación de forma implacable sin temor a ser detenido y extraditado a Estados Unidos. Assange se enfrenta a 175 años en una prisión de máxima seguridad porque, según la administración Trump, su revelación de los crímenes de guerra en Afganistán e Irak equivale a un acto de “espionaje”.
Las acusaciones contra Assange reinterpretan el significado de “espionaje” de un modo claramente peligroso. La publicación de pruebas de crímenes del Estado, como Wikileaks ha hecho, está protegida por la defensa de la libre expresión y del interés público. La publicación de pruebas procedentes de denunciantes de conciencia es parte central de cualquier periodismo que aspire a pedir cuentas al poder y a mantenerlo bajo control. Las filtraciones producidas por motivos éticos suelen ser una reacción al comportamiento deshonesto del ejecutivo, cuando el propio Estado empieza a trasgredir sus propias leyes. Esa es la razón por la que el periodismo está protegido en Estados Unidos por la Primera Enmienda. Si se abandona esa idea no se puede aspirar a vivir en una sociedad libre.
Conscientes de que los periodistas podrían percibir dicha amenaza y unirse en apoyo de Assange, las autoridades de EE.UU. pretendieron en un primer momento que su intención no era perseguir al fundador de Wikileaks por periodismo; de hecho negaron que fuera periodista. Por eso prefirieron acusarle en función de la arcana y muy represiva Ley de Espionaje de 1917. Su propósito era aislar a Assange y persuadir a otros periodistas de que a ellos no les pasaría lo mismo.
Assange ya explicó esta estrategia de EE.UU. en 2011, en una fascinante entrevista que concedió al periodista australiano Mark Davis (la sección relevante está entre el minuto 29 y el 43). En aquel momento la administración Obama empezaba a buscar la manera de diferenciar a Assange de los medios liberales (como el New York Times y el Guardian) que habían publicado sus filtraciones, para que solo él pudiera ser acusado de espionaje.
Captura de pantalla de la entrevista de Mark Davis a Assange (2011)
Assange ya advirtió entonces que el New York Times y su editor Bill Keller habían sentado un terrible precedente al legitimar la redefinición de espionaje de la administración asegurando (falsamente) al ministerio de justicia que solo habían sido receptores pasivos de los documentos de Wikileaks. Assange señaló (en el minuto 40,00):
“Si he conspirado para cometer espionaje, todos los otros medios de comunicación y sus principales periodistas también han conspirado para cometer espionaje. Lo que hace falta es tener un frente unido en este asunto”.
Las autoridades estadounidenses están teniendo dificultades para justificar esta diferencia, que han asumido como base para la acusación, durante las audiencias que se celebran en estos momentos.
El periodismo es una actividad, y cualquiera que la practique con regularidad es considerado periodista. No es lo mismo que ser médico o abogado, profesiones que requieren de una cualificación específica para su práctica. Si haces periodismo eres periodista y si publicas información que los poderosos quieren ocultar, como hizo Assange, eres periodista de investigación. Esa es la razón por la cual los abogados de Estados Unidos en el juicio para la extradición –que se celebra en el Old Bailey de Londres–, están fracasando cuando afirman que Assange no es periodista sino alguien que cometió espionaje.
Mi diccionario define espionaje como “la acción de espiar o de utilizar espías, normalmente por parte de los gobiernos, para obtener información política y militar”. Se define a un espía como alguien que “obtiene clandestinamente información sobre un enemigo o un competidor”.
Es evidente que el trabajo de Wikileaks, una organización de trasparencia, no es ningún secreto. Al publicar los diarios de las guerras de Irak y Afganistán, Wikileaks desveló crímenes que Estados Unidos deseaba mantener en secreto.
Assange no ayudó a un Estado rival a obtener ventaja, nos ayudó a todos a estar mejor informados sobre los crímenes que los estados cometen en nuestro nombre. Está sometido a juicio no por intercambiar secretos, sino porque hizo estallar el negocio de los secretos, de esos mismos secretos que han permitido a Occidente mantener guerras permanentes para apropiarse de los recursos y que están llevando a nuestra especie al borde de la extinción.
Es decir, Assange hizo exactamente lo que se supone que los periodistas hacen cada día en democracia: vigilar al poder por el bien de todos. Que es la razón por la que la administración Obama abandonó la idea de imputar a Assange. No había manera de acusarlo sin llevar también a juicio a los periodistas del New York Times, Washington Post y The Guardian. Y tal cosa habría sido la aceptación explícita de que la prensa no es libre sino que está al servicio de quienes ostentan el poder.
La indiferencia de los medios de comunicación
Solo por ese motivo, sería lógico imaginar que todos los medios de comunicación –desde los de derechas hasta los de la izquierda liberal– se rebelarían contra el atolladero en que se encuentra Assange. Al fin y al cabo, está en juego la práctica del periodismo tal y como lo hemos conocido en los últimos cien años.
Pero lo cierto es que, como Assange se temía hace nueve años, los medios de comunicación han decidido no crear “un frente único”, al menos no en apoyo de Wikileaks. Han mantenido un silencio prácticamente total. Han ignorado la terrible odisea de Assange –aparte de ridiculizarla ocasionalmente– a pesar de llevar meses encerrado en la prisión de alta seguridad de Belmarsh esperando las maniobras para su extradición por espía. El ostensible y prolongado maltrato físico y mental que ha sufrido –tanto en Belmarsh como anteriormente en la embajada de Ecuador, donde recibió asilo político– ya han cumplido parcialmente su función: evitar que periodistas jóvenes contemplen la idea de seguir sus pasos.
Aún es más sorprendente que los medios solo hayan mostrado un mínimo interés por lo que sucede en el propio juicio por extradición. Las pocas informaciones publicadas no han mostrado la gravedad del proceso judicial o la amenaza que suponen para el derecho del público a conocer los crímenes cometidos en su nombre. Sin embargo, la cobertura seria y detallada del juicio ha quedado restringida a un puñado de medios independientes y a los blogueros.
Lo más inquietante de todo es que la prensa no ha informado del hecho de que, durante las audiencias, los abogados de EE.UU. han abandona la inverosímil premisa de su principal argumento: que el trabajo de Assange no constituye periodismo. Ahora parecen aceptar que Assange efectivamente hacía periodismo y que otros periodistas podrían sufrir su misma suerte. Lo que era implícito ahora ha quedado explícito, tal y como Assange advertía: cualquier periodista que saque a la luz graves crímenes de Estado se arriesga a pasar el resto de su vida encerrado bajo la draconiana Ley de Espionaje.
La flagrante indiferencia que suscita el caso y su resultado revela con pasmosa claridad la realidad de los llamados medios de comunicación convencionales, mayoritarios o, simplemente, grandes medios de comunicación (1). En verdad, estos medios de comunicación no tienen nada de populares o convencionales. Son más bien una élite mediática y empresarial propiedad de multimillonarios –o, en el caso de la BBC, del Estado– a cuyos intereses realmente sirven.
La indiferencia de los grandes medios de comunicación ante el juicio a Assange pone de manifiesto que estos medios practican muy poco el tipo de periodismo que supone una amenaza para los intereses empresariales y del Estado y que desafía al poder real. Estos medios no sufrirán la suerte de Assange porque, como veremos, no pretenden hacer el periodismo en el que se especializaron Assange y su organización Wikileaks.
Esta indiferencia muestra claramente que el principal papel de los grandes medios –además de su contribución a vendernos publicidad y mantenernos apaciguados mediante el ocio y el consumismo– es servir de escenario a los centros rivales de poder del establishment que luchan por sus intereses particulares, marcándose puntos mutuamente, reforzando discursos que les benefician y difundiendo desinformación contra sus competidores. En este campo de batalla, el público es un mero espectador cuyos intereses solo se ven afectados de forma marginal por el resultado.
El guante ya ha sido arrojado
Los grandes medios de Estados Unidos y Reino Unido ya no son más diversos y pluralistas que los principales partidos políticos financiados por las grandes empresas con los que se identifican. Estos medios reflejan los mismos defectos que los partidos Demócrata y Republicano de EE.UU.: fomentan el capitalismo globalizado basado en el consumo; promueven una política insostenible de crecimiento continuo en un planeta finito; e invariablemente respaldan las guerras coloniales, motivadas por el beneficio y que esquilman los recursos, aunque en la actualidad se disfracen de intervenciones humanitarias. Los medios de comunicación y partidos políticos alineados con las grandes corporaciones sirven a los intereses de la misma clase dirigente porque están integrados en la misma estructura de poder.
(En este contexto resulta esclarecedor que cuando los abogados de Assange argumentaron hace meses que no podía ser extraditado a Estados Unidos porque la extradición por motivos políticos está prohibida en su tratado con Reino Unido, Estados Unidos insistió en que se negara a Assange este hilo de defensa. Sostuvieron que al mencionar “motivos políticos” se refería exclusivamente a la “política de partidos”, es decir, a la política que servía a los intereses de un partido reconocido).
Desde el inicio, la labor de Assange y Wikileaks amenazó con alterar las amistosas relaciones entre la élite mediática y la élite política. Assange arrojó el guante a los periodistas, especialmente a aquellos de los medios más liberales, que se presentan a sí mismos como audaces periodistas de investigación y vigilantes del poder.
A diferencia de los grandes medios, Wikileaks no depende del acceso a quienes detentan el poder para conseguir sus revelaciones, ni de los subsidios de multimillonarios, ni de los ingresos procedentes de la publicidad de grandes compañías. Wikileaks recibe los documentos secretos directamente de los denunciantes de conciencia, y ofrece al público información sin edulcorar y sin mediación sobre las acciones de los poderosos (y de lo que quieren que creamos que están haciendo).
Wikileaks nos ha permitido contemplar al poder en bruto, desnudo, antes de que se vista de traje y corbata, se engomine el cabello y esconda el cuchillo.
Pero así como esto ha dado poder al público general, para los medios corporativos ha sido una bendición ambivalente.
A comienzos de 2010, una incipiente Wikileaks recibió su primer montón de documentos filtrados de la analista del ejército estadounidense Chelsea Manning: cientos de archivos reservados que mostraban los crímenes de Estados Unidos en Irak y Afganistán. Assange y los elementos “liberales” de los medios de comunicación corporativos fueron arrojados los unos en los brazos del otro por un breve periodo de tiempo.
Por un lado, Assange necesitaba los recursos humanos y la experiencia de los periódicos de mayor tirada como el New York Times, el Guardian, el Spiegel [y El País] para revisar concienzudamente el inmenso tesoro documental y encontrar las revelaciones más importantes y ocultas. También necesitaba llegar a una audiencia de masas y usar la capacidad de dichos medios para marcar la agenda informativa de otros medios.
Por otro lado, los medios de comunicación liberales necesitaban cortejar a Assange y a Wikileaks para no quedarse atrás en la guerra mediática por las grandes historias merecedoras de Premios Pulitzer, las cuotas de audiencia y los ingresos. Les preocupaba que si no conseguían un trato con Wikileaks algún otro competidor pudiera publicar esas demoledoras exclusivas y reducir su cuota de mercado.
El rol de conserje amenazado
Durante un breve periodo esta dependencia mutua funcionó más o menos. Pero solo por poco tiempo. En realidad, los grandes medios liberales no están en absoluto comprometidos con un modelo de periodismo sin mediación y que cuente toda la verdad. El modelo Wikileaks socavaba la relación de los grandes medios con el poder y amenazaba su acceso a este. Creaba tensión y división entre las funciones de la élite política y de la élite mediática.
Esos lazos estrechos e interesados quedan de manifiesto en el ejemplo más famoso de colaboración entre grandes medios y un informante: el conocido como Garganta Profunda, que reveló los delitos del presidente Richard Nixon a los reporteros del Washington Post Woodward y Bernstein a comienzos de los años 70, en el caso conocido como Watergate. Muchos años más tarde se supo que la fuente que filtró la información fue nada menos que el director adjunto del FBI, Mark Felt.
En realidad Felt no actuó movido por sus principios para derribar a Nixon, sino que pretendía saldar cuentas con la administración por no habérsele considerado para un ascenso. Posteriormente, y en caso aparte, Felt fue declarado culpable de haber autorizado su propio Watergate en nombre del FBI. Antes de saberse que Felt había sido Garganta Profunda, el presidente Reagan le perdonó por esos delitos. Quizás no sea sorprendente que este contexto poco glorioso nunca se mencione en la cobertura autocomplaciente del Watergate que hacen los grandes medios.
Pero peor que la ruptura potencial entre las élites política y mediática, el modelo Wikileaks implicaba una inminente redundancia de los grandes medios. Al publicar las revelaciones de Wikileaks, los grandes medios temían llegar a verse reducidos al mero papel de una plataforma –que podía desecharse posteriormente– para la publicación de verdades obtenidas en otra parte.
El papel no declarado de los grandes medios, propiedad de corporaciones y dependientes de publicidad corporativa, es servir de conserje y decidir qué verdades deben desvelarse por “interés público” y qué denunciantes serán autorizados a difundir los secretos a su alcance. El modelo Wikileaks amenazaba con sacar a la luz ese papel de conserje y poner en evidencia que el criterio que utilizan los medios corporativos para la publicación no era tanto el “interés público” como el “interés empresarial”.
Es decir, la relación entre Assange y los elementos “liberales” de los grandes medios se caracterizó desde el principio por la inestabilidad y el antagonismo.
Los grandes medios podían responder de dos maneras ante la prometida revolución de Wikileaks.
Una era respaldarla, pero eso no era sencillo. Como hemos señalado, el propósito de trasparencia de Wikileaks no se correspondía con la necesidad de los grandes medios de acceder a los miembros de la élite del poder y con su integración en el sistema, en el que representan uno de los lados en la “competición” entre centros rivales de poder.
La otra posible respuesta de los medios mayoritarios era apoyar las iniciativas de la élite política para destrozar a Wikileaks. Una vez incapacitados Assange y su organización, las cosas volverían a ser como siempre en el negocio de la prensa. Los periodistas volverían a perseguir los chismes que se cuecen en los pasillos del poder y a conseguir “exclusivas” de los centros de poder con los que están aliados.
Dicho de forma sencilla, Fox News continuaría consiguiendo exclusivas interesadas contra el partido Demócrata y MSNBC seguiría consiguiendo exclusivas interesadas contra Donald Trump y el partido Republicano. De ese modo todos obtendrían un pedazo de la actividad editorial y de los ingresos por publicidad… y no cambiaría nada importante. La élite del poder en sus dos sabores, Demócrata y Republicano, continuaría dirigiendo el cotarro sin variación, cambiando ocasionalmente los escaños en función de los resultados electorales.
La segunda parte y última de este artículo se publicará en la edición de Rebelión del fin de semana (3-4 de octubre)
Nota del traductor:
(1) He optado por traducir indiferentemente como medios mayoritarios, medios convencionales o simplemente grandes medios de comunicación los términos ingleses “corporate media” o “mainstream media”, dado que en castellano no es habitual llamarlos “medios corporativos”. En realidad se trata de los principales medios de comunicación que controlan la agenda informativa.
Jonathan Cook ganó el Premio Especial de Periodismo Martha Gellhorn. Sus libros incluyen «Israel y el choque de civilizaciones: Irak, Irán y el plan para reconstruir el Medio Oriente» (Pluto Press) y «Palestina desaparecida: los experimentos de Israel en la desesperación humana» (Zed Books). Su sitio web es www.jonathan-cook.net.
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