Termina 2020 y se cumple el primer año de gobierno panperonista. La Casa Rosada, sede del poder nacional, fue tomada por “barrasbravas” el 26 de noviembre, durante los funerales de Diego Maradona. No podría haber un indicador más elocuente de la dinámica y la coyuntura histórica en que está sumergido el país: ocupación del simbólico edificio, con Presidente y vice en el lugar, completada por la imagen de Alberto Fernández empuñando un megáfono en grotesco intento por hacer valer su investidura.
A este punto se ha llegado en 12 meses de gobierno, cuando un organismo oficialista informa que la pobreza estaba a fin de octubre el 44,2%, la indigencia en más del 10% y que 67 de cada 100 menores de 18 años viven por debajo de la línea de pobreza.
Es preciso volver por un instante al palacio presidencial. El Presidente y su vice (o viceversa) fueron evacuados -así como el féretro del astro fallecido- y los ocupantes fueron repelidos con gases lacrimógenos y contundente accionar de Gendarmería. Subráyese: disparos de gases y represión violenta en el patio de las palmeras y otras dependencias de la Casa Rosada. El Poder Ejecutivo en fuga dentro mismo edificio desde donde ejerce sus funciones.
Con la habitual falta de propiedad con que el periodismo local utiliza el lenguaje, se denomina “barrasbravas” a supuestos fanáticos de equipos de fútbol, que no se limitan a hacer desmanes en un estadio. Se trata de personas manipuladas por los propios dirigentes del negocio del fútbol, utilizados para intervenir, a modo de patotas violentas, en acciones sindicales o políticas. Invariablemente están asociados al tráfico de droga y otras actividades delictivas. Y son desde hace mucho un componente indispensable de aparatos políticos sin raigambre ni autoridad ante la ciudadanía, que se valen de lo que en las categorías políticas tradicionales se denomina lumpenproletariado.
Siete colectivos cargados con estos personajes llegaron junto con Cristina Fernández al velatorio. Sus ruidosos ocupantes entraron por la fuerza cuando las puertas se cerraron tras ella. Fuera se agolpaban cientos de miles de admiradores de Maradona, convocados desde la Presidencia a asistir a las exequias de su ídolo en la Casa Rosada. Días antes Fernández había anunciado que después de 8 meses de cuarentena se pasaba del Aspo (aislamiento social preventivo y obligatorio), al Dispo (distanciamiento social preventivo y obligatorio). No es un anecdotario. Es la descripción de un poder descompuesto. El resumen de un país a la deriva.
Del desencanto a la desesperación
Como quedó registrado en notas anteriores, el primer período de cuarentena frente a la amenaza del Covid-19 elevó al máximo la figura de Alberto Fernández. El Aspo se cumplió con riguroso acatamiento, excepto en los barrios pobres del conurbano porteño y de otras capitales. Pocos atendieron la advertencia de que dividir salud y economía y paralizar ésta para salvar aquélla era un desatino propio de ignorantes e irresponsables. No faltaron condenas a quien supuestamente no comprendía la necesidad de preservarse frente al mortífero virus. El crédito inconsciente a un gobierno peronista luego de la experiencia semi-liberal, volvió a funcionar.
Obnubilado por el alza en las encuestas, el gobierno prorrogó una y otra vez la cuarentena, convertida en dispositivo de amedrentamiento y manipulación social. La economía cayó más allá de lo imaginado mientras funcionarios de toda categoría vieron llegada su hora de dictar disposiciones arbitrarias, caprichosas, autoritarias hasta más allá de lo aceptable para cualquier ciudadano consciente, aunque mansamente admitidas por las mayorías.
Antes y durante el primer período de cuarentena se habían adoptado medidas económicas que chocaban de frente con las promesas de campaña. Las primeras y mayores víctimas iniciales fueron los jubilados, pero a las pocas semanas pequeños comerciantes e industriales, seguidos de trabajadores sin empleo formal, sintieron el azote de la crisis. Para contrarrestar el impacto letal de la cuarentena se dispusieron medidas tales como el Ife (Ingreso familiar de emergencia), préstamos especiales, subsidios para que empresas paralizadas pagaran salarios, congelación de tarifas y otros recursos por el estilo, mientras la producción caía sin cesar.
Ese aumento del gasto fiscal no podía ser compensado con la quita a los jubilados, ni sufragado con crédito interno o externo. De modo que se apeló a la emisión de dinero sin respaldo en cantidades siderales. Espantados por el coronavirus y sus consecuencias políticas, hasta los más conspicuos liberales admitieron que ese desenfreno era necesario. En su horizonte teórico, así como en el del heterogéneo oficialismo, no cabía otra respuesta.
Así transcurrieron 8 meses. El conjunto social pasó de la expectativa al desencanto. Y de allí, al compás de un agravamiento vertiginoso del descalabro económico, a la desesperación de crecientes franjas de la sociedad. Mientras tanto los desatinos del oficialismo -acompañados en sordina por la oposición y condenados sólo desde una perspectiva economicista por las izquierdas neoreformistas- se transformaron en situaciones inmanejables y penetraron en las filas del poder como un ácido corrosivo, que transformó la inepcia oficial en un verdadero vodevil político. Hoy el espectáculo del elenco gobernante y la oposición parlamentaria es prueba adicional de que “los de arriba ya no pueden”. Sólo se mantienen porque “los de abajo todavía no quieren” (no han asumido la necesidad, no tienen organismos propios ni dirigencias reconocidas) reemplazarlos arrancándolos de raíz.
El caso es que en este período el gobierno supuestamente opuesto al anterior se endeudó en más de 20 mil millones de dólares, postergó el pago de la deuda duplicando el precio de mercado de los bonos en cesación de pagos y se aviene ahora a firmar un acuerdo con el FMI que exigirá un ajuste más que drástico de la economía.
Nadie sensato puede desconocer la necesidad de un ajuste macroeconómico de proporciones sin precedentes -en este país que lo ha visto todo. Nadie sensato puede imaginar que eso podrá llevarlo a cabo el capital sin reacción social y sin estallido de los aparatos sindicales y políticos con los que todavía gobierna la burguesía.
De aquí a marzo, para arreglar con el FMI una postergación de pagos, el gobierno está obligado a dar prueba de que puede evitar aumentos salariales, triplicar las tarifas de servicios públicos, adecuar el precio del dólar y frenar el déficit fiscal para detener la inflación que, prevista por el gobierno en 29% para 2021 y estimada por analistas más serios en un mínimo del 50%, con permanente amenaza de catapultarse a más de 100% y desembocar en hiperinflación. El desmelenado frente del gran capital con burgueses de medio rango y cúpulas sindicales, no se atreve a actuar según alguno de los endebles planes de contingencia que tiene en las sombras. Aguarda conteniendo el aliento, como una fiera acorralada.
Diciembre es, se sabe, un mes difícil para cualquier gobierno. Para éste será peor.
@BilbaoL