El tilingo no conforma una tipología social estricta, más bien es un arquetipo que atraviesa todas las clases sociales, aunque pulule mayoritariamente en los sectores medios, por formación y vocación.
Suele ser frívolo, snob y superficial, es decir, vive en un mundo de formas. El tango Niño bien, de Soliño y Fontaina -“Niño bien, pretencioso y engrupido, que tenés berretín de figurar”- traza una descripción acertada del prototilingo que, antaño, prefiguraba al actual.
Uno de los rasgos distintivos es su propia inseguridad, la que lo lleva a exhibir una imagen de estatus superior al real. El tilingo copia las formas de las elites (no por proximidad sino por ósmosis, o por moda) y, al copiarlas, también le añade su pensamiento. Porque no puede adoptar la apariencia elitista sin una ideología adyacente. Entonces compra “todo el paquete” y vive una vida encubierta, pendiente de la mirada ajena. Por eso reproduce el racismo y el odio de clase de los sectores acomodados contra, las más de las veces, los de su propia clase. Por idéntico motivo denigra lo propio y exalta lo ajeno, en especial, todo lo que viene del Norte.
Hijo de las formas, el tilingo se reprime para no mostrar la hilacha, es decir, para que no descubran su genealogía. Y vive insatisfecho, cohibido, frustrado por su represión. Arturo Jauretche lo contrapone al guarango, que es aquel que exhibe con espontaneidad sus veleidades de nuevo rico.
Ese tilingo exacerba aun más su odio cuando comprende al fin que está tan lejos de los magnates que aparecen en “Forbes” como tan cerca del laburante y de las sirvientas, que hacen la cola en el banco o el supermercado junto con él. “Ya no consigo una doméstica”, “estos negros prefieren cobrar planes antes que trabajar”, “no saben hacer nada y, encima, reclaman derechos”: es el libro de quejas prototípico del tilingo, que se desquita despreciando al de abajo en la escala social, mientras el de arriba los desprecia a los dos por igual.
Es capaz de humillarse con tal de poder acceder a un entorno social que le garantice “exclusividad”. Aunque allí solo perciba indiferencia y desdén. Es decir, el tilingo tolera la humillación como un acto de arrojo en su afán de pertenencia. Probablemente de allí provenga su represión: es el precio que debe pagar en su propósito de vivir por encima de sus posibilidades. De última, prefiere soñar con un mundo de fantasías antes que sentirse parte de un colectivo que le recuerda su fatalidad de ser latinoamericano.
Colonia e Imperio
Aquel prototilingo se ufanaba de vivir en el país “más europeo” de Latinoamérica. Sin embargo, con las sucesivas oleadas de migrantes sudamericanos a lo largo de las últimas décadas, la Argentina ha modificado su ecuación demográfica. Es por eso que hoy el tilingo añora la “patria blanca” y reniega de su destino. Aunque tampoco falta el tilingo mestizo que se disfraza de gringo para parecer lo que no es.
Muchas ciudades han perdido la impronta industrial de otras décadas, para convertirse en centros esencialmente comerciales y de servicios. Este contexto promueve formas de vida y de relaciones sociales diferentes: mientras el mundo industrial produce trabajadores con conciencia y destino de clase, el otro genera redes de intermediación, consumos asociados al ocio y nuevos sectores medios con tendencias menos colectivistas y más individualistas. En este último entorno prolifera el tilingo.
El propio Jauretche extrapola los términos tilingo y guarango al ámbito de la geopolítica: “Es un producto típico de lo colonial”, dirá del tilingo. Mientras que los imperios son guarangos: pisan fuerte, imponen sus formas, su identidad, su personalidad. Así, Trump representa la arrogancia y la impetuosidad del guarango; en cambio, los gobiernos latinoamericanos subordinados a Estados Unidos -o semicoloniales, como los de Piñera, Bolsonaro, Áñez, Macri y Duque- encarnan la humillación, el sentimiento de inferioridad y la sumisión propia del tilingo. Para muestra basta un botón: durante la cumbre del G-20 celebrada en Buenos Aires en 2018, Trump desairó a Macri en una recordada imagen en la que el entonces presidente argentino queda gesticulando infructuosamente ante el desdén del estadounidense. El episodio, en sí mismo menor, ilustra a las claras la soberbia representada por el imperio frente a la humillación encarnada por quien se siente subalterno.
(Este trauma se asume en la denigración y el menosprecio de su propia condición: es lo que ocurre con un personaje como Jeanine Áñez –la autoproclamada expresidenta de Bolivia– cuyos rasgos fisonómicos evidencian su origen nativo, pero que denigra a la población originaria, mayoritaria en su país. Evo Morales, por el contrario, ha reivindicado con orgullo su pertenencia nativa, enarbolándola incluso como bandera política).
La tierra purpúrea
Los nuevos tilingos han descubierto a Uruguay como su tierra prometida. Es que la tilinguería nacional siempre ha percibido a su propio país de modo denigrante. Pero ese sentido común es exacerbado desde el aparato comunicacional hegemónico cuando el que gobierna es el populismo. Por estos días, la prensa del establishment ha puesto el foco en nuestro vecino Uruguay, no casualmente gobernado por un “meritócrata”, Luis Lacalle Pou, hijo del expresidente Luis Lacalle y bisnieto de un histórico caudillo del Partido Nacional, Luis Alberto Herrera. Pero ese no es el punto: ha resurgido desde aquellas mismas usinas mediáticas el sentido de un viejo eslogan publicitario que rezaba: “Como el Uruguay no hay”.
Bastó que algún tilingo de nuestra farándula decidiera radicarse allí para desatar el afán de libertad que anida en los frívolos corazones de la tilinguería vernácula. El escritor Guillermo Enrique Hudson retrató hacia 1885 el paisaje y la campaña de la Banda Oriental en su admirable trabajo “La tierra purpúrea que Inglaterra perdió”. Hudson era hijo de norteamericanos nacido en Argentina, pero inglés por adopción: un hombre entre dos mundos, condenado a la nostalgia y al exilio, a una existencia inestable y fronteriza. Como el tilingo, que añora hasta lo que no conoce y se siente un espíritu trasplantado, aun cuando jamás haya logrado salir del perímetro de su propio barrio.
Pero para el tilingo, que ve y repite, todo va mejor en Uruguay. Basta que le digan que allí hay un presidente “como Dios manda” (aunque recorte presupuestos de Ciencia y Tecnología y sueldos de estatales en plena pandemia) para venderlo como una de las mejores opciones democráticas con tal de escapar de las garras del populismo. Alcanza con investigar apenas la realidad para desmentirlo: hay más uruguayos en Argentina que argentinos en tierras charrúas. Nada de esto tiene que ver con las bondades del país oriental, que las tiene y en cantidad. Solo que el tilingo nacional absorbe lo que el establishment y sus voceros (los que, como afirmó Diego Capusotto, “se creen dueños de un país que detestan”) instalan en tanto sentido común.
Tilinguería y racismo
La tilinguería deviene, invariablemente, en xenofobia y racismo. Los tilingos de principios del siglo pasado despreciaban a los inmigrantes de la Europa meridional (españoles e italianos), así como también a los turcos y judíos. Todo lo respetable provenía del Norte de Europa. Con los años se produjo el ascenso social provocado por la movilidad de las clases medias, durante el yrigoyenismo y el peronismo (qué dirían aquellos tilingos sobre cierto embeleso de los actuales por la figura de un personaje como Macri, un descendiente de italianos ¡y encima, calabrés!)
Pero a lo largo del siglo se produjo, en primer lugar, la incorporación de las nuevas generaciones de tilingos provenientes de esa inmigración “gringa” otrora denigrada; y, por otra parte, se efectuó un corrimiento del viejo desdén por los inmigrantes del Mediodía europeo al desprecio hacia la inmigración proveniente de Latinoamérica, mayormente mestiza.
En efecto, el miedo que le genera al tilingo la inmigración esencialmente pobre latinoamericana –que no es más que pánico a ser como ellos, es decir, a caerse del mapa social– lo convierte en racista. Ese miedo es alimentado por la elite cultural con el relato de que los pobres constituyen una amenaza, un peligro para la comunidad. Por eso es que el tilingo tiene la necesidad de diferenciarse de ellos, tanto que termina emulando lo que hace la gente bien. Conducta imitativa forjada en el estatus y la moda, pero también en el mito (o zoncera) de que los ricos no roban. Con el mismo mecanismo mental el tilingo sostendrá otra zoncera periférica a la anterior: la meritocracia.
Ahora es el descendiente de aquellos “gringos” antaño despreciados quien se siente vieja clase y subestima a los nuevos inmigrantes. Incluso, ya hay promociones de tilingos que descienden de las primeras oleadas de migrantes de la América mestiza, que desdeñan sus propios orígenes. Muchos de entre ellos asoman orgullosos desde sus “barrios privados” con sus vehículos de gama alta, intentando “construir imaginativamente –dirá Arturo Jauretche– un pasado señoril que tratan de revivir en una vida forzada que absorbe casi todos sus recursos en gastos de representación”.
Cáscaras vacías
El tilingo estuvo dos semanas de vacaciones en Miami y cree haberse imbuido del espíritu americano, añorando toda su vida un paraíso que en la propia tierra jamás encontrará. En sus vacaciones recorrió los parques de Disney en Orlando y compró ropa barata en “la Collins” de Miami, visitó South Beach, se fotografió en la puerta de la mansión de algún ignoto millonario y, al menos una vez, bebió una copa en la terraza de un bar con vistas a la Bahía de Biscayne. Y se siente tan ciudadano miamense como el rapero Pitbull.
Si, hace décadas, al tilingo lo deslumbraba París y tenía ínfulas de cultura y mundo, hoy su meca es el hedonismo, el consumo y el glamur, como corresponde a estos tiempos volubles y vaporosos de la humanidad. Miami responde con creces al estereotipo, aunque esta simplificación defina mucho más al tilingo que a la pretenciosa geografía con la cual se siente fascinado. Podría ser también algún otro destino exótico, de los que abundan en el sudeste asiático. Aunque más como excéntrico que como glamoroso.
Pero el tilingo se sometió sin chistar al cuestionario humillante para acceder a la Visa de ingreso a los Estados Unidos. Imaginemos por un instante lo que sucedería si al regresar a su propia tierra se encontrara con preguntas tales como “¿piensa trabajar en actividades terroristas en el país?” “¿viene a ejercer la prostitución?” o “¿tiene tuberculosis o lepra infecciosa?”. Brotado de indignación, agitaría el discurso de que el Estado lo vigila y le coarta su libertad para circular. Todo en él es pura cáscara. Porque si hay algo que tiene el tilingo es que suele sufrir en tierras ajenas y reprimir su goce, para luego retornar y contarle a su entorno lo bien que la pasó en un lugar al que siempre vale la pena ir. Eso es el tilingo: pura apariencia.
A propósito de las formas, en Argentina sobran los casos de famosos que se han ganado un lugar predilecto en el Olimpo tilingo: años atrás, una famosa conductora televisiva se casó con un personaje de la alta sociedad –de mucho abolengo pero escaso patrimonio, es decir, un morto di fame– con la aspiración de ingresar al selecto sitial del patriciado vernáculo. Todos sabemos cómo terminó la aventura. Un ex sindicalista -ya fallecido- logró ingresar como socio al exclusivísimo Jockey Club Argentino -flor y nata de la oligarquía argenta- aunque como tilingo asociado, ya que no podía participar de pleno en todas las actividades del Club como sí lo hacían sus distinguidos miembros. Lo cual muestra la humillación a la que suele someterse el tilingo en su objetivo por ascender en la escala aspiracional. Y todo para que después algún socarrón diga que “aunque la mona se vista de seda, mona se queda”. O gorila.
Laberintos y redes
El tilingo tiene resabios de matriz conservadora, y cree que las pautas culturales de esa vieja pedagogía –colonial, trasplantada- siguen siendo las guardianas de las buenas costumbres. Su sentido común es el mismo que logró instalar aquella pedagogía: la fascinación por la cultura del Norte, ajena a nuestras mayorías. Y todavía hoy repite de memoria axiomas erróneos o en desuso, tales como “la Argentina es el granero del mundo”, o el más reciente de “republicanos o populistas”.
Tiene una incapacidad casi patológica para comprender que existe un poder fáctico real (económico, cultural, simbólico) más allá del poder político de turno, y al que hostiga cuando este último no se ciñe a sus intereses de clase. Por eso, el tilingo entiende la política de manera simplificada, maniquea: para él, solo hay dos clases de políticos, los honestos y los corruptos. Peor aún: ambos se congregan en bandos antagónicos, a uno y otro lado de la “grieta” (por supuesto que del lado populista militan los corruptos). Cuando un gobierno no le es afín, le endilga todos los males a la corrupción oficialista. Pero cuando el fracaso es de su gobierno, la responsabilidad es de la sociedad toda, que está incapacitada para comprender la magnitud de los cambios que proponen sus funcionarios. Toda vez que pretende salir de un laberinto, el tilingo se atasca en su propio atolladero.
Como sus pautas culturales coinciden con las de la elite hegemónica y, por pereza intelectual, carece de espíritu crítico, tiene incorporado ciertos clisés de clase. Uno de ellos es: “el Estado subsidia a los vagos”. Es decir, a los vagos pobres. ¿Sabrá el tilingo que quienes se han beneficiado históricamente con los subsidios estatales han sido, por lejos, los grandes empresarios? Esos sectores han conseguido estatizar las deudas de sus empresas; extorsionan a los gobiernos con desestabilizar la actividad productiva si no reciben dádivas estatales, perciben beneficios como el actual ITP, por no hablar de los subsidios a la rentabilidad del sistema financiero. Pero para el tilingo, la palabra vago remite inequívocamente al de condición humilde. Suele no comprender que ese atributo aplica a todas las clases sociales (aunque él aspire a pertenecer a la alta sociedad aunque más no fuese en condición de vago).
Igual que el sayo de corrupto, que nunca aplica para el gran terrateniente, especulador o empresario. Para la particular mirada del tilingo, corrupto es aquel que vive de la teta del Estado, omitiendo la vinculación que tienen los poderosos sectores de la economía privada para operar y beneficiarse de los recursos estatales. Si “los ricos no roban”, entonces son ellos los más aptos para manejar los resortes del Estado. Esa pirueta ideológica queda desdibujada en el tilingo cuando comprueba que un gobierno como el de Macri termina en decepción. Y, entonces, la culpa recae sobre la sociedad entera y, en especial, sobre el populismo, que siempre apostará por el fracaso de los gobiernos decentes y republicanos. En eso consiste su mirada.
Por otra parte, un tilingo que se precie de tal necesita de las redes sociales. Allí está en Instagram, Twitter o Facebook para certificar su frívola presencia. Y, como suele no ser un dechado de creatividad, habitualmente comparte o replica contenidos. De este modo, es propenso a divulgar -supongamos que en forma involuntaria- hipótesis conspirativas, conjeturas paranoicas, troleos y todo tipo de fake news. Tal vez es lo mejor que le pueda pasar, porque cuando se decide a emitir opinión propia exhibe sin disimulos su proverbial tilinguería. Es el caso de los tuits que se conocieron por estos días, copyright de algunos integrantes de Los Pumas, y que chorrean desprecio y odio clasista hacia los pobres. No solo el tilingo debiera saber que todo lo que hace en las redes tiene consecuencias: además de las huellas digitales, lo que cargamos en el ciberespacio es imborrable.
Pero el tilingo se empeña en etiquetar su liviandad, su mirada fatua, prejuiciosa, engreída. Y reproduce los valores morales de una cultura elitista a la cual no pertenece, pero que considera propios. E inunda las redes sociales destilando, a veces con orgullo y hasta con rebeldía, su desprecio y estigmatización hacia los negros, las sirvientas, los planeros y los inmigrantes pobres. Como si fuesen los culpables de su propia inseguridad y frustración.
Tilingos en pandemia
La aparición de la pandemia de coronavirus hizo aflorar en el tilingo una aspiración reñida con la naturaleza del tiempo que le toca vivir: omitiendo el peligro que implica el avance del virus en el mundo, se indignó contra la cuarentena, la única medida que cualquier gobierno mundial pudo implementar para evitar una catástrofe aun mayor de contagios. Y es que el tilingo quiere libertad (sin entrar en terreno sartreano, cuántos tilingos continúan elogiando hoy a la dictadura, que no era que digamos un modelo de libertad. Pero ese es otro cantar).
La frustración personal del burgués confortable ante la supuesta falta de libertad en una pandemia es una nimiedad si se la compara con la muerte. Sin embargo, envalentonado por muchos de sus referentes mediáticos, así como por las redes sociales, el tilingo anticuarentena se anima a exigir libertad. Están “manijeados por cierta forma de anarco liberalismo, individualismo o supremacía del mérito”, afirmó con fastidio el productor y guionista Pedro Saborido, para concluir: “¿Tan libres se creen? (…) ¡si fueron unos tarados toda tu vida que hicieron lo que quisieron los demás!”.
La libertad en tiempos de pandemia es una víctima más de la enfermedad globalizada. La paradoja es que esa libertad aparece subordinada al sentido colectivo de la responsabilidad. En tiempos mórbidos, el bien común se impone a la libertad. No podemos sentirnos libres de hacer lo que queramos: ha sido imperioso globalizar la responsabilidad. “Se creían libres y nadie será libre mientras haya plagas”, profería amargamente en su obra “La peste”, Albert Camus. Pero, instigado por el aparato comunicacional, nuestro tilingo salió a reclamar sus derechos ¡en libertad! Y, como lo que oye lo internaliza y lo repite, salió a pedir el fin de la dictadura y del comunismo (?), es decir, algo tan ficticio como reclamarle al virus que sea menos contagioso.
A lo largo de su vida, el tilingo se vacunó contra el sarampión, las paperas, la polio, el tétanos, la varicela, la influenza y, cuando decidió viajar a destinos como Brasil o Colombia, la fiebre amarilla. Incluso a sus mascotas las vacunó contra el parvovirus, el moquillo y la rabia. Pero resulta que ahora, ante la pandemia de coronavirus, parece refractario a aplicarse la vacuna. Sea porque es un negocio de las corporaciones farmacéuticas (como si las otras no) o porque provienen de laboratorios comunistas o maoístas, o porque en las redes sociales se ha expandido el discurso antivacuna, lo cierto es que muchos tilingos han comprado el alegato paranoico y conspirativo de quienes conjeturan que la vacuna puede ser un arma de control planetario.
Tilinguería Nac & Pop
No crea el lector que la tilinguería solo es cosa de mentes conservadoras. También está el tilingo progre, que es algo así como un tilingo culposo, ahí cuando el corazón le dicta razones que su razón no puede comprender. Suele ser cool, frecuentar círculos exclusivos y mostrarse transgresor. Nuestro tilingo puede pasear por Palermo Soho, uno de los sitios trendy de Buenos Aires, disfrutar del street art, de sus bares, ferias y casas de ropa de autor, luciendo su remera con la icónica imagen del Che Guevara, o portando bajo el sobaco un libro de Gramsci. Porque tiene la obsesión de transgredir.
El mismo concepto “progresismo” tiene un tufillo tilingo. El progre se cree de izquierda (probablemente lo sea en algunas sociedades del “primer mundo”), y pontifica desde un lugar descomprometido y relajado, desde su propia burbuja de burgués bienpensante y sin meter las patas en el barro. Al progre le gustan las formas: eso lo hace, desde ya, tilingo. Difícil que comulgue con las agrupaciones sindicales y sociales, ya que detesta sus modos, sus olores y, sobre todo, su militancia y organización. Porque, en definitiva, el progre se autopercibe como un ser rebelde y autónomo, más cerca del cielo que de la tierra, y políticamente es correcto hasta la exacerbación. El progre puede acompañar un proyecto nacional y popular con “apoyo crítico” pero, cuando las papas queman, se apura a guardar distancia.
En ese tilingo nac & pop hay una permanente tensión interna entre lo que piensa y lo que siente. En su corrección política, avala todas las expresiones que provienen de las mayorías populares; sin embargo, suele manifestar repulsión ante algunas de sus costumbres y excesos. Ahí es donde juega su prejuicio: suelen incomodarle las patas en la fuente, el bombo, el choripán y otras tantas pasiones plebeyas. Su súmmum es la corrección. En algún sentido, también opera en él un cierto resabio cultural conservador respecto de la cuestión de género, en la presencia del cuerpo de lo femenino en la política, un tabú producto de su formación cultural.
Tilingo rúcula
Receptivo a cualquier tontería que se ponga de moda, el tilingo es un consumidor desaforado de tendencias que lo habiliten a la figuración social, y que puedan emparentarlo con las clases pudientes. Suele estar a la orden del día con las marcas de ropa, actividades recreativas, mercados de consumo y destinos nocturnos. Uno de los rubros en los que ha descollado nuestro tilingo, al solo fin de no extender el presente artículo hasta el infinito, es la gastronomía.
La abundancia de portales y señales televisivas con todas las tendencias gastronómicas del mundo ha convertido al tilingo en un cultor avezado de esa movida. Como un sibarita de la cocina, presume de consumir productos con estilo y distinción. La comida étnica, y de entre ellas la vietnamita, la mexicana, la japonesa y la peruana, disputan un sitial privilegiado en su horizonte gastronómico. Igual que el sushi, ya convertido en un clásico. “Como si se tratase de la espinaca para Popeye –leí en un posteo en Taringa, titulado “Argentina y la clase media tilinga”– el tilingo se convierte en Supertilingo cuando está frente a un Nigiri de calidad aceptable, teorizando con otros comensales tilingos sobre la historia, defectos y virtudes de cada cadena de sushi”.
El café de la mañana debe ser acompañado por croissants, la medialuna del tilingo. Un sándwich de pollo con barbacoa, cebollas caramelizadas y cheddar asoma como un buen tentempié. A la hora del brunch, nada mejor que unos popovers. Para el almuerzo, una buena ensalada, que debe contener rúcula, tomate cherry y una “lluvia de parmesano” (olvidarse de la vieja ensalada mixta, resabio del cuaternario). Es más sofisticada si se le agregan otros ingredientes, como yogurt, queso blanco, jamón ibérico, setas, berro, pistacho, eneldo y otros elementos, todo condimentado con el insustituible aceite de oliva, vinagre balsámico, sal del Himalaya, cilantro y demás. Al atardecer, unos panes orgánicos y, para la cena, comida mexicana, para despedir la noche con tragos de autor. Léase esto como una rudimentaria síntesis de un largo y tedioso recorrido por algunas páginas gourmets que sorprenderían hasta al tilingo más recalcitrante.
Por no hablar de las pretensiones de sommelier que tiene nuestro personaje a la hora de recomendar varietales y hablar de maridajes, cavas, cosechas, cepas y hasta winemakers (los términos anglosajones le dan certeza y convicción al tilingo; los franceses, glamur).
Deconstrucción
Debo admitir que yo mismo fui un tilingo. Probablemente aún lo sea, aunque siga empeñado en la tarea de desmontar trabajosamente aquel sentido común heredado del entorno y el tiempo que me tocó vivir; fueron muchos años de introspección para despojarme de las capas de cebolla que recubrían mi epidermis. Deconstruir al tilingo que llevamos dentro es tarea trabajosa, pero acaso en algún punto valga la pena.
Hay tilingos orgullosos de su condición, aunque no se autodefinan como tales. Viven enancados en un estatus construido sobre una ficción. Pero cuando el tilingo queda expuesto a su propia naturaleza, a sus prejuicios y banalidades, se desmorona su soberbia, se siente vulnerable. Es decir, cuando asume el trauma de serlo (de sentirse colonia frente al imperio) se rebela ante ese sentimiento de inferioridad y sumisión para encarnarse en otra cosa.
Ese estado de rebelión interna, producto de la degradación de su autoestima, es el paso inicial para el proceso de deconstrucción del tilingo, que es gradual, continuo, concomitante y cabal, porque surge de su propio seno. Esto no implica dejar de lado toda frivolidad, sino modificar la mirada superficial, prejuiciosa y clasista de la realidad que le toca vivir en tanto ciudadano, inserto en su sociedad y su tiempo.
El tilingo redimido suele apuntar con su dedo acusador la frivolidad e insustancialidad ajena, con la misma rigurosidad con la que un ex fumador señala la debilidad del vicioso. Y es que ser tilingo no es pecado mortal. Pero es como el estreñimiento, una manifestación de múltiples factores que confluyen en un malestar general que, si se lo agarra a tiempo, nos evita de cargar con secuelas ulteriores.
Últimas palabras sobre un anti-tilingo
Cuando promediaba estas líneas, me sorprendió la muerte de Maradona. Quiero decir, nos sorprendió a todos. La biografía suele ser impiadosa hasta con seres de su calibre. La antigua “profecía” de Nietzsche cobraba, entonces, cabal forma: Dios ha muerto, nomás. Diego murió como vivió, sin pedir permiso, sin complejos, sin el recelo de la mirada ajena.
Porque Maradona ha sido eso: un anti tilingo. No fue hijo de las formas, no tuvo pruritos de clase (justo él, que provenía del barro), era un hombre seguro de sí mismo y jamás reprimió sus deseos. Más bien daba guarango, en el sentido jauretcheano del término: “en el guarango está contenido el brillante y también la madera para el mueble. En el tilingo nada. En el guarango hay potencialmente lo que puede ser. El tilingo es una frustración. Una decadencia sin haber pasado por la plenitud”.
“Si el guarango es un consentido –completaba Jauretche– satisfecho de sí mismo y exultante de esa satisfacción, el tilingo es un acomplejado”. Diego fue él mismo, en todas las circunstancias. Tal vez resulte el mejor ejemplo para comprender aquello de no sentirse colonia frente al imperio: rebelde con los poderosos, irreverente con el establishment, pero cortés y comprensivo ante el pueblo.
Diego entendió, acaso por esa innata intuición que suelen poseer los humildes, que no siempre el verdadero poder es detentado por quienes, circunstancialmente, asumen el compromiso de gobernar una nación. Y, habiendo podido gozar de las mieles y los honores de la elite mundial, de los banquetes y galardones en una FIFA a cuyas autoridades siempre ha despreciado, eligió permanecer en el lado plebeyo de la vida.
Su nombre se multiplicará en banderas, escudos, remeras, y encarnará las protestas y luchas populares como emblema de la rebeldía y la resistencia. No habrá tilingo que pueda alcanzar jamás el sitial que ocupa Diego Maradona en el panteón profano de la idolatría popular.
Gabriel Cocimano (Buenos Aires, 1961) Periodista y escritor.
Todos sus trabajos en el sitio web www.gabrielcocimano.wordpress.com