Este enero se cumplen 50 años de la llegada a Chile de la Brigada Santiago Pampillón, enviada por la Federación Universitaria Argentina (FUA, La Plata) para realizar trabajos voluntarios en solidaridad con el gobierno de Salvador Allende; en ese entonces cercado por Estados Unidos y la derecha nativa.
Estas líneas, de recuerdos fragmentados, pretenden contribuir a la unión en un todo único de las memorias de aquellos brigadistas, geográfica y políticamente dispersas, e incluso segadas para siempre durante la dictadura genocida iniciada en 1976.
Sin otro dueño que los corazones de quienes fuimos protagonistas, el destino de esta nota es aportar a la reconstrucción de la historia de la solidaridad latinoamericanista, y del papel que en ella jugó el movimiento estudiantil y juvenil argentino.
Recuerdo vivamente los preparativos en febriles reuniones semiclandestinas, a fines de 1970, en las aulas de la sede Buenos Aires de la Universidad Tecnológica Nacional (UTN).
Enfrentábamos la dictadura de la “Revolución Argentina” –entonces en la última etapa del interinato del general Roberto Levingston– y, en esas ocasiones, ajustábamos detalles para la partida del segundo contingente de la Brigada Santiago Pampillón, cuya misión principal fue la realización de trabajos voluntarios en apoyo a, y en solidaridad con, el gobierno de Salvador Allende y la Unidad Popular (UP).
Para realizar esta tarea, sus distintos destacamentos lograron enviar a Chile unos 800 estudiantes universitarios.
En esa época, me faltaba un largo camino que recorrer antes de ser considerado un dirigente de las Juventudes Políticas Argentinas en nombre de la “Fede”, como propios y extraños llamábamos a la Federación Juvenil Comunista (FJC).
Tenía apenas 18 años, pero experiencia en la reconstrucción del Cuerpo de Delegados y el Centro de Estudiantes del Colegio Nacional Mariano Moreno, encabezando movilizaciones de secundarios ante cambios en el sistema de exámenes y, en 1969, ante los asesinatos de los estudiantes Juan José Cabral, en Corrientes, y de Adolfo Bello y Luis Blanco, en Rosario.
En esos días terminaba mi “curso” de ingreso a la porteña facultad de Filosofía y Letras, entonces en un edificio único en la avenida Independencia, entre Urquiza y La Rioja, convertido durante ese año en uno de los bastiones de la lucha contra el restrictivo cupo de aspirantes impuesto por la dictadura.
En mi interior, consideraba que los mejores militantes y “cuadros” habían partido con el primer destacamento de la Brigada, de modo que, al ser designado coordinador del segundo contingente, que partiría en febrero, estaba convencido de que ese nombramiento respondía más a la momentánea escasez que a valores propios. Pero eso no impidió que cargara sobre mis espaldas una fuerte responsabilidad.
1970: un año vertiginoso
Todos habíamos vivido intensamente un año cargado de acontecimientos, con un vértigo que a veces nos impedía procesar lo que vivíamos, una suerte de “estado colectivo” compartido, que continuó hasta el golpe de 1976.
En ese 1970 Estados Unidos no terminaba de asimilar las derrotas que el pueblo vietnamita asestaba a las tropas invasoras. Y en Latinoamérica, a las figuras nacionalistas de los generales Omar Torrijos (en Panamá) y Velasco Alvarado (Perú), se sumaron el general Juan José Torres (Bolivia) y luego Salvador Allende.
La Argentina estaba en ebullición. Sin dejar pasar un año del “Cordobazo”, se sucedieron el “Choconazo” y el “Tucumanazo”, junto a otras luchas y puebladas, que jaquearon al dictador Juan Carlos Onganía, luego desplazado; se afirmaron con acciones de fuerte impacto diversas organizaciones armadas, entre ellas las FAL, FAP, FAR y Montoneros, y se constituyó el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP).
En otro plano organizacional, se conformaron, por izquierda, el Encuentro Nacional de los Argentinos (ENA) y, por centroderecha, la Hora del Pueblo, basada en un acuerdo Perón-Balbín al que se sumaron otros partidos tradicionales.
Entre la militancia universitaria, tanto la Hora del Pueblo como el ENA eran condenados por trotskistas y maoístas; pero también mirados con desconfianza por muchos jóvenes peronistas, que veían en las “formaciones especiales” la real continuidad de la Resistencia y el anticipo de una vuelta de su líder para iniciar un proceso de liberación nacional y social.
Sin embargo, fue el propio Juan Perón, quien en Actualización Doctrinaria para la toma del Poder (reportaje filmado y grabado por Octavio Getino, Gerardo Vallejo y Fernando Solanas en 1971) realizó su balance definitivo: la Hora del Pueblo era para negociar, el ENA para luchar en forma unitaria, y las “formaciones especiales” para acorralar y atemorizar al enemigo; pero en definitiva se trataba de variantes tácticas bajo su única conducción estratégica.
También, aunque pocos comprendiéramos la magnitud del retroceso, fue el año de la división de la FUA.
La Fede forzó el quiebre de la central estudiantil, consagrando su dirección en la capital bonaerense (por eso se la denominaría FUA-La Plata) en la que era mayoría absoluta, con algunos aliados de escasa inserción.
Fue el corolario de una importante seguidilla de triunfos en los centros de estudiantes en Capital –y no pocos de importancia en el interior– bajo la conducción del Movimiento de Orientación Reformista (MOR). Las listas que lo componían fueron la herramienta mediante las cuales los universitarios comunistas se recuperaron de la orfandad absoluta de puestos de dirección estudiantil en que los había dejado el masivo desprendimiento juvenil –en 1967– de lo que sería el Partido Comunista Revolucionario (PCR), expresado por el FAUDI en los claustros universitarios.
En su contraparte, la llamada FUA-Córdoba, se nuclearon otras poderosas agrupaciones de la época: la Franja Morada (Juventud Radical), el FAUDI (PCR), el MNR (Partido Socialista Popular) o la AUN (el Frente de Izquierda Popular de Jorge Abelardo Ramos).
Al margen de ambas, se ubicaban las distintas corrientes del peronismo estudiantil, que se negaban a integrar FUA (actitud que mantuvieron hasta 1973) por su pasado en la oposición a los primeros mandatos de Juan Perón, entre 1945 y 1955.
Chile bajo fuego
Así llegamos a finales de ese año trascendente, donde pocas semanas después de la asunción de Salvador Allende la situación en Chile mostraba signos preocupantes.
El entonces presidente de los Estados Unidos, Richard Nixon, asesorado por su secretario de Estado, Henry Kissinger, decidió evitar que el candidato de la Unidad Popular (UP) ganara las elecciones. Una vez frustrada esta voluntad, se propuso impedir que Allende se convirtiera en el primer presidente marxista que en América Latina llegaba al poder por la vía electoral. Finalmente, fracasados ambos intentos, la orden fue derrocarlo a sangre y fuego.
La desestabilización criminal del imperio (denunciada entonces, pero recién comprobada a fines del siglo XX, por documentación oficial desclasificada del Departamento de Estado norteamericano) incluía acciones de todo tipo: desde el apoyo monetario al Partido Nacional, o el sector más derechista de la Democracia Cristiana (DC), hasta la actuación encubierta de agentes de la CIA en sabotajes y atentados, como el que costó la vida del Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas, general René Schneider, el 25 de octubre de 1970, dos días antes de que el Congreso ratificara el triunfo de Allende.
El terrorismo contra los militares “legalistas” se multiplicaría después del golpe de Pinochet y alcanzaría al sucesor de Schneider –el General Carlos Prats, para entonces exiliado en Buenos Aires– a quien un operativo conjunto de la inteligencia chilena (DINA) y la CIA asesinó el 30 de septiembre de 1974, en el marco de la Operación Cóndor.
Junto a la confrontación con la derecha, era inocultable que se agudizaban los conflictos en el interior de la UP: entre el sector “duro”, mayoritario en el Partido Socialista, y el enfoque de Salvador Allende, minoritario dentro de la organización.
Los primeros exigían acotar la unidad a los “partidos obreros” y el afianzamiento de los vínculos con el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR, que no integraba la UP), mientras rechazaban alianzas con sectores que se alejaban de la Democracia Cristiana (DC). Es paradójico que, con el gradual retorno a la democracia, este sector “duro” ingresó sin mayores complejos ni exigencias a la más que tibia “Concertación”, comandada por la tradicional DC.
Los partidarios de Allende, el PC y otros sectores, apostaban a la construcción democrática del socialismo, ampliando la base de alianzas de la UP, partiendo de acuerdos relacionados al tipo y los tiempos de las medidas económico-sociales que se iban adoptando, las formas de acumulación política, o la posición ante las FF.AA.
Este complejo entramado se sintetizaba, y forzosamente se esquematizaba, con las respectivas consignas de “avanzar para consolidar” o “consolidar para avanzar”, siendo que se partía de las profundas transformaciones del programa de la Unidad Popular, aplicadas con audacia pese a la difícil correlación de fuerzas existente.
El acuerdo para formar la Brigada Pampillón
Fue en esos días en que las Juventudes Comunistas de Chile (JJ. CC., o “la J”) y la Fede acordaron el envío de brigadas de trabajo voluntario, que –ante lo delicado del cuadro– debían ser lo más amplias posibles desde el punto de vista político, con el doble objetivo de maximizar la convocatoria en la Argentina y, a la vez, asegurar una mejor recepción y repercusión en Chile.
En este estado de cosas es que nació la Brigada Santiago Pampillón.
El nombre era símbolo de la lucha antidictatorial en Argentina y homenaje al estudiante universitario y obrero metalúrgico asesinado por la policía, en septiembre de 1966, durante una masiva marcha antidictatorial convocada por la Federación Universitaria de Córdoba (FUC), en la Plaza Colón.
Luego del acuerdo entre “la J” y la Fede, la convocatoria para la formación de la brigada, que trabajó durante enero y febrero de 1971, partió de la FUA (La Plata), en acuerdo con la Federación de Estudiantes de Chile (FECH).
¿El propósito? Expresar en concreto la solidaridad internacional con los hermanos chilenos, frente a la ofensiva de la derecha y la descarada injerencia estadounidense; rechazar cualquier aventura belicista de la dictadura que gobernaba la Argentina (con dominio sobre las amplias fronteras a lo largo de todo el país vecino); y ratificar la unidad del movimiento estudiantil latinoamericano.
Este llamado es el que tuvo pleno eco con la llegada de voluntarios de otros países del continente, muchos de los cuales se integraron a la actividad de “la Pampillón”.
La convocatoria superó todas las expectativas, a tal punto que hubo que “elegir” –esto es, rechazar– muchísimas solicitudes, en primer lugar las de propios militantes y dirigentes intermedios de la Fede, pues acudieron estudiantes de todas las identidades políticas populares, incluidos compañeros que ya eran o serían miembros de algunas organizaciones armadas, peronistas y marxistas.
Los contingentes
El primer contingente fue el más numeroso –unos 300 jóvenes– y logró un fuerte impacto a su llegada, en una experiencia de inmensa riqueza, de la que hoy quedan recuerdos profundos y anécdotas imborrables, aunque la historia escrita de aquellos años la ignora casi por completo: solo los archivos de los diarios de la época dan cuenta de ella y de la la furiosa campaña que desató la prensa derechista en ambos países.
Aquellos brigadistas construyeron salas de salud y plazas en los barrios pobres de Santiago; refaccionaron escuelas, brindaron atención médica, censaron y realizaron encuestas a la población, e hicieron muchísimos otros aportes que todavía quedan por relatar. Una asignatura pendiente en la reconstrucción de la memoria histórica para todos los que participamos.
Todo lo que lo que aportaron –y todo lo que contarían a su regreso a las distintas provincias argentinas– era y es un tesoro para nuestros pueblos. A la vez, resultaba inaceptable para los gorilas (“momios” en Chile) de ambos lados de la cordillera, por su mensaje de colaboración y difusión de los logros y las luchas del pueblo chileno, así como de la solidaridad argentina.
La dirección (principalmente de la Fede y JJCC) se emplazó como base en la Escuela Japón, en la comuna popular San Miguel, que se transformó en dormitorio y zona de planificación permanente, desde donde partían los brigadistas.
En el caso del contingente que me tocó coordinar se dividió en cinco “mini brigadas”, siempre por decisión consensuada con la UP. Integré la que estaba dirigida por “Lucho”, un socialista chileno más cercano al MIR que a su propio partido, con quien mantuve discusiones interminables –y las más de las veces ríspidas–, en triste equilibrio entre lo trascendente y lo insignificante.
Cuando ya nos habíamos preparado para partir, “Luba”, el inolvidable encargado de cuidar la seguridad de la Brigada por parte de la “J”, nos informó de una drástica decisión: ningún extranjero viajaría a los destinos del extremo sur del país –donde, en un principio, se había previsto que fuéramos–, pues el MIR había iniciado una campaña unilateral de “toma de fundos” (tierras), que produjo una escalada de enfrentamientos armados.
Con el cambio de destinos, a nuestro grupo le tocó una zona de Gualleco, un pequeño pueblito en la Región de Maule. Me acompañaban chilenos de la UP (MAPU, Izquierda Cristiana, entre otros), dos bolivianos del Ejército de Liberación Nacional (ELN), dos socialistas argentinos y quien se convirtiera en una inolvidable amiga, María Ángela Elena Gassmann, Mimí, médica, peronista y luego “Mara”, oficial montonera secuestrada en mayo de 1978.
Formábamos un verdadero arcoíris de matices políticos e ideológicos, y conocí formidables seres humanos: chicas y chicos de diferentes procedencias geográficas, pero con una profunda convicción, y la decisión de aportar al “camino chileno al socialismo”.
La tarea no fue sencilla. Apenas llegados al pueblo nos encontramos, azorados, con gente encerrada en sus casas, con los animales de granja ocultos, pues el Partido Nacional –y la derecha de la DC– había sembrado el terror entre los pobladores, a los que convencieron de que veníamos a “socializar tierra y propiedades”, incluidos los animales. Me imagino que alguno hasta habrá dado por hecho, como se propagandizaba burdamente en aquellos años, que también a la mujer y los hijos serían “propiedad de todos” …
Lentamente –y, por cierto, luego de acordar con una centroizquierdista “puntera” de la DC–, hicimos base en una escuela en receso veraniego, con nuestras mochilas y bolsas de dormir. Desde allí pudimos encarar nuestro trabajo, que consistía fundamentalmente en el censo de alfabetización.
Pese a las rispideces iniciales, terminamos logrando un acto-presentación con los pobladores, y hasta un desafío futbolístico –anunciado pomposamente como “Chile vs. El Resto del Mundo”– donde nos dieron una paliza inapelable: 13 a 7.
Sobre el fin de las tareas, recuerdo que el socialista nos envió a varios argentinos a censar una localidad perdida en los cerros, situada a un día de viaje a caballo. La experiencia fue irrepetible: compartimos con los lugareños la “trilla a yegua suelta”, con los métodos de fines del siglo XIX, y –pese a la desconfianza inicial– siguió el más increíble afecto de los productores y campesinos.
Pero el envío a esta localidad encubría, en realidad, otra intención, que se reveló cuando regresamos a la base: nos encontramos con “la J” a cargo del lugar, y el resto del grupo ya en viaje de vuelta a Santiago, pues el socialista –junto con los del ELN y miembros del MIR de la zona– había marchado a tomar fundos, armas en mano, en una maniobra que desvirtuaba el trabajo realizado, y golpeaba la imagen del Gobierno Popular en general; una maniobra que destruyó los lazos de confianza que habíamos comenzado a construir con quienes nos habían recibido con tanto temor.
Por la vuelta
Apenas unas horas después del regreso –sin todavía poder enderezar completamente las piernas a consecuencia de las horas de cabalgata– emprendimos el viaje a Santiago.
Luego permanecí unos días sin actividad alguna, sin idea del por qué, hasta que me revelaron el motivo: la “J” tenía información confiable de que figuraba en un listado de brigadistas a los que la dictadura argentina esperaba para apresar en la frontera, irritados por mis declaraciones a diarios y programas radiales chilenos, y el publicitado final de la experiencia en Gualleco.
Tanto la llegada como la salida de Chile estuvieron plagadas de obstáculos. Muchos compañeros fueron demorados y aún encarcelados en los pasos fronterizos, como -recuerdo entre otros- los estudiantes Elbio Blanco (Derecho de la UBA) y Miguel Ángel “Coco” Miró (Arquitectura UNC), quien había sido condenado por los tribunales militares durante el Cordobazo. Ambos fueron procesados por la “ley” 17 401, de Represión del Comunismo.
El clima en nuestro país era de un fuerte anticomunismo y antiperonismo, de agresividad e intimidación general, y en todos los puestos de Gendarmería, tapizados con aquel cartel de “Denúncielos” que tenía las fotos de los montoneros que habían participado en el “operativo Aramburu”.
Finalmente, la “J” me indicó un intrincado itinerario de reingreso a la Argentina y posterior llegada a Buenos Aires.
En el largo camino de vuelta, lejos estaba de imaginar que a los entrañables pueblo y territorio chilenos –con los que me había encontrado por primera vez para la asunción de Salvador Allende, en noviembre de 1970– se enlazarían por siempre con mi propia historia.
No solo por la Brigada Santiago Pampillón, sino por haber formado parte, luego, del equipo de inteligencia e información parcialmente instalado en Córdoba 652, 11 E, Buenos Aires, cuya cabeza periodística visible fue Isidoro Gilbert.
El equipo organizó, durante el largo cerco dictatorial –con gran riesgo, pero aún mayor imaginación– el armado y mantenimiento de las fuentes y la logística para la recepción, y posterior envío al exterior, de las principales denuncias de lo que sucedía en Chile (además de Uruguay, Paraguay y, en menor medida, Bolivia y Brasil), base de lo que luego permitió desentrañar el mapa e itinerario de la siniestra Operación Cóndor.
Pero esa es otra historia…